sábado, 29 de abril de 2017

Cuando un desconocido te regala flores, eso es...



¿Impulso? ¿Acoso? ¿El inicio de una hermosa amistad? Todo es posible. 

El cuelgue por alguien a quien te encuentras en un espacio público, y que te atrae de manera exagerada, incomprensible (no lo conoces, no tienes ni idea de si sois compatibles; pero tampoco se trata solo de una atracción sexual: se fantasea más bien con la posibilidad de un gran amor) es uno de los grandes temas de la literatura —sin duda porque también es una experiencia frecuente, común y extraordinaria al mismo tiempo. 

Como es una situación de partida tan abierta, caben todas las posibilidades y ramificaciones. Empecemos por la más chunga: el enamorado enamoradizo (lo hago masculino, aunque no es imprescindible; de vez en cuando, denle la vuelta a los sexos en lo que sigue y verán que no se vuelve absurdo) puede acabar siendo un psicópata que rapta a su presunta media naranja y la guarda en un cobertizo para que, llegando a conocerle, ella también se enamore de él. 

Sin embargo, puede que suceda algo bien distinto: que ni él se atreva a dirigirle la palabra, ni ella se dé cuenta de su atención, y sin embargo él viva lo que le resta de existencia convencido de que aquel encuentro cambió su vida. 

André Breton, al que le iban mucho estas cosas, decía que la característica de estos encuentros es que en ellos se anula la antinomia entre destino y azar: si fueron azarosos, resultaron sin embargo decisivos, tan significativos como el punto en que un escritor hace girar a su personaje; y si fueron obra del destino, tenían sin embargo la ingravidez encantadora de lo imprevisto.

Luna Miguel recuerda en un artículo un poema de Baudelaire, A una transeúnte, que nos ofrece una de las variantes posibles de esta situación: el poeta queda deslumbrado por una bella desconocida, siente que podría haber llegado a ser su gran amor —y siente que ella se ha dado cuenta de que él siente eso. Pero ella desaparece entre la multitud, y solo queda el amor de él, privado ya de referente real, y el poema que lo salva del olvido. 

Creo que puede estar bien recordar otros ejemplos: Petrarca enamorándose para siempre de Laura tras verla fugazmente; Vinicius de Moraes escribiendo A Garota de Ipanema a esa bella desconocida que se dirige sonriente a la playa y que no se da cuenta de la admiración que provoca en el poeta (ni él, en ese momento, se la hace saber).  

Fonollosa, ese enorme poeta descubierto a última hora, le dedicó también una vuelta de tuerca al tema, que cantó así de bien Albert Pla:

Pobre muchacha hermosa apresurada
que deprisa vienes hacia mí al cruzar la calle
y te pasas por mi lado sin saber que yo,
que yo soy la razón de tu existencia.
Tú ni siquiera me ves, yo te sonrío
y admiro tus cabellos y tus piernas y tu culo;
tú estás tan buena, yo te haría tan dichosa
pero tú, tú te lo pierdes con tu prisa.
Tú estás tan buena, yo te haría tan dichosa
pero tú, tú te lo pierdes con tu prisa.
Pobre muchacha hermosa apresurada,
pobre muchacha hermosa apresurada.



Pero probablemente su manifestación más ingenua y explosiva sea esta canción de McCartney, que está entre sus mejores:

Acabo de ver una cara, no logro olvidar
el tiempo y el lugar donde acabamos de encontramos,
ella es la chica perfecta para mí
y quiero que todo el mundo vea que nos hemos encontrado. 


Aunque tampoco está nada mal (y con ella cerramos) la versión de la historia desde el punto de vista femenino que nos ofrecen Shelly y la Nueva Generación: girl gets met, podríamos decir:


Estaba paseando, estaba sola. 
Con el vestido nuevo que llevo ahora. 
Mas nadie me miraba y estaba triste,
la niña más feúcha ellos hacían sentirme. 

Andaba por la calle sin rumbo fijo. 
De pronto, entre la gente surgió aquel chico. 
Dijo que estaba linda con mi vestido, 
vestido azul, del color que tiene el mar;
vestido azul, en un día primaveral. 

Hablamos mucho tiempo 
de nuestras cosas; 
pasaron enseguida 
algunas horas 
Pronto llegó el momento 
de despedirnos 
y solo con mirarlo 
supe que era mío 

miércoles, 26 de abril de 2017

Paso a paso, la vida (Antonio del Camino)





Ayer martes tuve el placer de presentar junto al autor en la Fundación Concha el nuevo libro de Antonio del Camino, Paso a paso, la vida. Esto es más o menos lo que acerté a decir sobre este libro, una obra tan contenida como intensa, cuya lectura recomiendo encarecidamente. Mil gracias a Carmen, la esposa de Antonio, por la fotografía.  


Paso a paso, la vida

Tenemos la suerte, querido público, de encontrarnos aquí esta tarde, en compañía del talabricense Antonio del Camino, que presenta hoy entre nosotros su duodécimo libro de poemas, Paso a paso la vida. (El número alcanzado supone un aliciente especial para su siguiente trabajo, que sin duda andará ya cocinando.) Y es que, en verdad, como cantan Pata Negra, pasa la vida. De ahí la importancia de encontrar algo digno que hacer con ella. De eso se trata esta tarde: de hacer tan grata y provechosa como sea posible nuestra estancia en este lugar; y de eso, de mantener el equilibrio en el traqueteo incesante que es la vida, trata también el libro que viene a nuestro encuentro.  

Se trata, en efecto, un libro íntimamente ligado a la experiencia de la vida, del paso del tiempo. No es, sin embargo, un libro biográfico al uso: aunque no faltan en él evocaciones de la infancia, estamos ante un libro escrito desde y para el presente. (De hecho, si aparece la infancia es sobre todo en calidad de recuerdo, de pasado que se hace presente, de forma a veces inquietante.) Quizá cabría (Antonio nos lo dirá) entenderlo como un diario no de lo que al poeta le pasa, sino de los sucesivos estados de ánimo que esos aconteceres provocan en él, y del balance de lo vivido que cabe hacer desde cada una de sus situaciones. No me refiero a nada divagatorio ni abstruso, sino a realidades tan cercanas como tremendas: por ejemplo, lo que sucede cuando llega, una vez más, tu cumpleaños, sin chuches ni vainilla; o cuando uno se sienta a celebrar en familia las fiestas y es inevitable observar que de la última vez a esta se han producido tres bajas. 
Dado que el libro no contiene una biografía al uso, quizá sea obligación de quien les habla ofrecerles una, que será necesariamente breve, aunque para ello tenga que resumir con cierta violencia una vida rica en sucesos y, sobre todo, en obras. Como sin duda son Vds. buenos observadores, saben ya lo esencial: Antonio es un autor de largo recorrido, reincidente e inasequible a la fatiga (este, hemos dicho, es su duodécimo poemario; ha publicado también libros de otros géneros; y practica también la escritura en la Red, en su blog Verbo y penumbra). Podemos precisar un poco la longitud de ese recorrido: nace en Talavera de la Reina en 1955, comienza a escribir en la adolescencia y publica sus primeros textos en la década de los 70, en la fértil veintena. Son de entonces sus libros Segunda soledad  (Premio Rafael Morales de 1979) y Donde el amor se llama soledad (1981). Este primer período culmina con la publicación a sus 30 de Del verbo y la penumbra (1985), un título memorable que mereció un accésit del Premio Adonais y que, como hemos visto, tiene un feliz eco en el nombre del blog que mantiene actualmente.

Le sigue a este período de actividad pública otro de relativa calma o oscuridad, en el que sigue escribiendo con la misma autoexigencia, pero opta por la autoedición, primorosamente artesanal. A comienzos de milenio, participa con su alter ego Miguel Ardiles en una curiosa aventura digital, la página web argentina poesia.com, en cuyos foros monográficos de sonetos y décimas vinimos a coincidir los dos por primera vez, junto a otros amigos, como Alfredo J. Ramos o Luisa Arellano. Se trata, sin duda, de un accidente; pero de un accidente feliz que obedece a un interés común por las formas métricas citadas, un interés que en su momento bien cabría definir como underground o soterrado, pues se producía en un panorama que, en la medida en que la propia página poesia.com lo reflejaba fielmente, estaba dominado por formas de expresión presuntamente más libres o modernas. (Sobre esto, si les parece, volveremos en un momento.)

Tras años de intenso trabajo en la Banca, llega su jubilación y, libre de compromisos laborales, Antonio vuelve a circuitos más amplios de difusión de su obra (es decir, a la ‘heteroedición’, si me permiten el palabro) con la publicación en LF Ediciones de Para saber de mí, un libro espléndido a cuya presentación en esta misma Fundación Concha tuvimos el placer de asistir en 2015. Le sigue el libro que nos convoca hoy, Paso a paso la vida, un libro que acaba de aparecer el mes pasado, pero del que ya podemos encontrar reseñas elogiosas en la prensa escrita y en la Red. Elías Moro nos ofrece una estupenda desde la propia solapa del libro: escribe allí que 

En un libro honesto (escrito «con la sobria belleza del olivo» y la hermosa «aspiración al silencio») de tristeza y gozo, de afanes y deseos, de cotidianeidad y memoria, el poeta desgrana el paso de sus días como trasunto también de los nuestros . De su lectura, nos asegura Elías Moro, y corroboro yo, saldrá el lector aparte de incólume, más sabio y limpio.

Hace un par de semanas, el 13 de abril, aparece en el blog Fuente de papel, de José Luis Morante, una reseña también elogiosa. Entre otras cosas de interés, Morante adscribe el libro a la tradición de la poesía meditativa y señala su distanciamiento radical de la poesía hermética, confusa e ininteligible que todavía algunos siguen considerando avanzada o moderna. Es una reseña perspicaz y muy bien escrita, que nos recuerda que la crítica de libros, en buenas manos, es en sí misma un género literario de primer orden.
Hace tan solo tres días, el 22 de abril, se publica en ABC (un diario cuyas páginas culturales gozan de merecida fama; quizá no tanto algunas otras) una reseña de Alfonso G. Calero, Tres hondos poetas de hoy, en la que escribe sobre el libro que nos ocupa que se trata de 

un libro hondo, sencillo, natural, que destila una filosofía cotidiana sin más artificios que los propios de la vida: el tiempo, el dolor, los pequeños placeres... y nos propone una serie de reflexiones sobre ello en un lenguaje claro, que discurre como el agua de un río. (...) Un libro lleno de sabiduría y auténtica poesía humana.

A poco que los comentaristas citados hayan estado acertados, ya ven Vds. que Antonio es un autor que exige poco o ningún intermediario en su comunicación con el lector. Dado que no es preciso explicar a quien se explica estupendamente solo, si algún papel nos toca a los que lo presentamos es lanzarnos a formular a calzón quitado los elogios que él, pudoroso y modesto  por naturaleza y por posición, no puede ni debe verter. 
Hay algo, sin embargo, que sí siento necesario hacer y es contribuir a deshacer dos malentendidos que no sé hasta qué punto se dan o no, pero que resulta en cualquier caso placentero combatir.

El primero tiene que ver con la libertad creativa del poeta. La formulación del verso libre vino, por oposición, a configurar el fantasma de un verso siervo u obediente a convencionalismos más o menos burgueses o antañones. Don Antonio Machado vino ya a resolver esta impostura cuando escribió aquello de:

Verso libre, verso libre...
Líbrate, mejor, del verso
cuando te esclavice.

La poesía de nuestro Antonio es un ejemplo señero de lo que yo entiendo que es la obra de un autor libre, en el sentido métrico: es decir, de alguien que tiene libertad para elegir entre los diversos registros y formas porque se ha familiarizado debidamente con todos ellos: es igualmente hábil con el soneto (clásico o isabelino), la décima, el romance o el haiku que con el verso blanco, sin rima (pero no menos rítmico por ello) o la prosa poética. 

Dado que se ha hablado mucho de la claridad de sus versos, quiero también deshacer el posible equívoco de que lo que encontramos en este libro tenga algo que ver con la línea clara, lúdica y culturalista a su manera, defendida en los últimos decenios por Luis Alberto de Cuenca. La claridad a la que nos referimos nos remite, me parece, a otra tradición, a otras fuentes, más sobrias y hondas: si en el fondo de la misma podemos distinguir a Fray Luis, ese excelente poeta meditativo, más cerca de nosotros y de Antonio tenemos a su tocayo Machado y a Pedro Salinas, cuya fidelidad a la propia voz resuena a menudo en los versos de este libro; e incluso a Blas de Otero, aquel poeta que, como Antonio, un día bajó a la calle y comprendió. (Antonio, puntualicemos, no baja a la calle: sale a la misma; pues, como ha ido quedando claro, no vive en las alturas, en una torre ebúrnea —sino a pie de calle.)

La poesía de nuestro autor es meditativa, sí, pero también civil, agnóstica y estoica: si algo queda claro en ella es que el poeta no acepta ninguna golosina del Otro Mundo y se atiene con limpieza a lo que vemos, a lo que hay: el paso del tiempo y la oportunidad de salvar a través del verso algunas de las experiencias y sensaciones vividas (Cuanto escribo me salva ante mí mismo Tempus fugit; y lo que escribe es siempre un testimonio veraz de lo que vive: Un verso que actúa de testigo Ese testigo). A esta exigente transparencia le acompaña una gran felicidad verbal, que le lleva a formular estas verdades eternas de forma memorable. Por ejemplo, cuando escribe (en Anunciada derrota) que

En la larga batalla que la vida propone
solo hay un vencedor, y ese es el tiempo.

Por último, me parece también significativo que un repaso a su blog nos deje ver que los autores a los que ha dedicado más espacio son sus propios contemporáneos, autores vivos y presentes como Francisco Castaño, Pedro Tenorio, Alfredo J. Ramos e Hilario Barrero. Siento que a Antonio le hace feliz formar parte de esa hermandad de poetas vivos, que no muertos, y estoy seguro de que esa hermandad está abierta para incluir también a cualquier lector que acepte el envite que hoy nos plantea con este libro lúcido, abierto y sereno.