jueves, 13 de marzo de 2014

Fotos de lo que nunca ha pasado

Otra entrega de las grabaciones en ca Fátima: una canción muy sencilla, pero con ciertas cosillas que le dan su punto. Mapas de lugares inventados, pasos por los que nunca he pasado, formas de decirte que te tengo que contar...

)


martes, 11 de marzo de 2014

Caras que nos salen caras

No more quarrels: Brigas nunca mais. La Bossa y la Vida no es un grupo de Bossa Nova (aunque lo abossamos todo un poco), pero es curioso cómo hasta en los temas de las canciones, hablando de lo que buenamente se le ocurre, acaba uno coincidiendo con sus referentes. Sucede en Lo que nos duró el enfado y también en esta canción, que suena como nunca con estos musicazos que le dan vida: la simpar Fátima al micro, Jorge al bajo, Andreana al violín y el maestro Miguel al cajón.(Gracias también al maestro Aníbal por tejer esa memorable línea de bajo, que ya es parte esencial del empeño.)


Cara de que no me quieres, 
cara de que me da igual; 
caras que nos salen caras, 
caras que colorear. 

Cara de que te pregunten 
lo que piensas de verdad; 
cara de que no les guste, 
cara de dejarlo estar. 

Cara de que te recuerden 
todo lo que hiciste mal, 
cara de cruzar los dedos 
para volver a empezar.

jueves, 6 de marzo de 2014

My White Bicycle (despedida a Leopoldo María Panero)


La muerte y un señor en bicicleta 
me saludan: '¿Adónde, Leopoldo?'
 '¡A la mierda!', repongo, y Fernán Gómez 
me habita con su risa cavernosa. 
Toma nota el lector y el entusiasmo, 
ese vil blandiblú, nos envenena, 
nos alza, nos descalza, nos despoja 
de toda dignidad inconveniente. 
Abajo, en los cimientos de la vida, 
un ratón chiquitín roe la mano 
podrida e incorrupta de mi padre. 
Leopoldo María, Leopoldo 
Sánchez Dragó (las siglas nos avalan: 
L.S.D.), Leopoldo en fosfatina, 
Leopoldo este sángüich vegetal 
donde el bosque completo se atesora 
y regadas de luz manan las fuentes 
lenguas de gato, vértigos posados 
desde antiguo en la taza del retrete. 
Una dosis fetal de soledad 
nos vuelve irreductibles al olvido, 
a la inmortalidad de lo que escapa 
ileso, impune, incógnito a las manos 
de tantos filisteos. Corro, piedra, 
al ojo del dragón cuya pupila 
se ensancha, se dilata, me hace un hueco 
donde poderme hallar. Por fin pagada, 
mi muerte se relame las encías 
y besa al portador. Vuelta al silencio, 
vuelta y media al dolor. Otra de todo 
y esta vez ya verás cómo es de veras.

miércoles, 5 de marzo de 2014

A las puertas de la percepción (By the rivers of Babylon)


Cambian los vientos, pero no los mares;
bajo los sentimientos,
la sensibilidad cierra y nos abre
las puertas de la dicha.
Malditas, malsonantes, malnacidas
las palabras convocan al que duerme
muy lejos de palacio. Unas a otras
las flores se contemplan, se devoran
en busca del matiz. Abre los ojos,
oh cielo, y míranos: somos cristales
dispuestos a cortar o a deslumbrarte.

martes, 4 de marzo de 2014

La hermosa hija del verdugo


The Hangman's Beautiful Daughter es el tercero, y para muchos mejor, álbum de la Incredible String Band, el grupo de Mike Heron y Robin Williamson que exploró en los años 60 lo que hoy llamamos (según los casos) word music o weyrd folk, mezclando en sus canciones el folk celta y anglosajón con el blues, las ragas hindúes y cualquier otra música concebible.

Sobre el título de esta obra maestra no hay, creo, otra explicación que estas palabras de Mike Heron:

The hangman is death and the beautiful daughter is what comes after. Or you might say that the hangman is the past twenty years of our life and the beautiful daughter is now, what we are able to do after all these years. Or you can make up your own meaning - your interpretation is probably just as good as ours.
 
O no la había. Sucede que acabo de encontrar por casualidad el origen del título —o bien un sincronismo tan potente que hasta el mismo Jung se habría sentido turbado por su improbabilidad. Estaba leyendo las Memorias de Heinrich Heine cuando topé con un pasaje en el que cuenta sus amores con la pelirroja Sefchen, una bella muchacha que vive con la Gochina, su abuela, una consumada bruja. Así describe Heine a su chica:

Pero a decir verdad, no era la brujería lo que me hacía ir de vez en cuando a la casa de la Gochina. Mantuve el contacto con ella, y lo redoblé con creces a la edad de unos dieciséis años, atraído por un embrujo más fuerte que todos sus filtros con sus fabulosos nombres en latín. Tenía una sobrina que apenas habría cumplido también los dieciséis años, aunque parecía mucho mayor, pues había crecido mucho de repente, adquiriendo una figura esbelta. Tenía ese talle estrecho que encontramos entre las mestizas de las Indias occidentales, y como no llevaba ni corsé ni una docena de enaguas, su vestido estrecho y ajustado parecía la vestidura húmeda de una estatua. Pero ninguna estatua de mármol podía competir con ella en belleza, puesto que era la vida misma y cada movimiento de su cuerpo revelaba todo su ritmo interno, sí, hasta me atrevería a decir que expresaba la música de su alma. Ninguna de las hijas de Níobe tuvo un rostro tan bello y perfecto; la tez del mismo, como todo el color de su piel, era de un blanco cambiante. Sus grandes ojazos oscuros daban la impresión de haber planteado un enigma y encontrarse tranquilamente a la expectativa de su solución, mientras que la boca, con sus labios finos y abultados y sus dientes blanquísimos, parecía decir: «Eres demasiado tonto y buscarás la solución inútilmente.»

Sus cabellos eran rojos, de un rojo intenso como la sangre, y le caían en largos rizos hasta los hombros, de tal suerte que se los podía anudar debajo de la mandibula. Entonces parecía como si le hubiesen cortado la cabeza y la sangre manase a borbotones de ella. La voz de Josepha, o de la roja Sefchen, como era llamada la hermosa sobrina de la Gocherina, no tenía un timbre especialmente agradable, y a veces parecía como si lo hubiese perdido del todo; pero de repente, cuando se apasionaba, emitía una voz muy metálica, que me impresionaba muchísimo, pues su voz tenía entonces gran semejanza con la mía. Cuando hablaba, me asustaba a veces y creia estar escuchándome a mí mismo; también su manera de cantar me recordaba sueños en los que me oía cantar a mí mismo de igual modo.


Sabía muchas viejas canciones populares, y es posible que me despertase el gusto por ellas, así como es cierto que ejerció una gran influencia en aquel poeta incipiente. Pues las primeras poesías que escribí poco después, más bien imágenes oníricas, se caracterizaban por un colorido cruel, semejante a la relación qua había entre aquella figura rebosante de salud y la sombra que proyectaba sobre mi vida y pensamiento juveniles.


Un poco después, narra Heine un recuerdo infantil de la roja Sefchen: a los ocho años, vivía con su abuelo, verdugo en Westfalia. Un hermoso día otoñal acude a visitar al abuelo un curioso grupo de personas: son los verdugos más viejos del país, que llevaban años sin verse. Durante la noche, la niña asiste escondida a un ritual misterioso, que culmina con el enterramiento de algo (¿un niño? ¿un tesoro?) bajo un árbol. Años después, Sefchen le cuenta la historia a su tía la bruja y esta soluciona el enigma: se trata de la espada con la que el verdugo ejerce con su oficio, que cuando acumula cien muertes debe enterrarse, pues ha acumulado tanta crueldad y sufrimiento que puede enloquecer a su dueño. Como aquellos cuchillos del romance Lorca, que tiritan bajo el polvo, las espadas de justicia que han bebido tanta sangre no se resignan a permanecer inactivas, y a veces quien las posee se encuentra hundiéndolas en la carne de sus familiares o amigos.

Añade la hechicera que con una espada así se pueden hacer poderosas brujerías. Y, en efecto, esa misma noche acude al árbol y la rescata. El arma acaba en el cuarto de los trastos, con otros objetos mágicos. Una tarde, Heine visita a la pelirroja y le pide que se la enseñe. Ojo a la frase que cierra el párrafo:

En cierta ocasión en que no se encontraba la tía en casa le pedí a Sefchen que me enseñara aquella curiosidad. No se hizo de rogar, se fue al cuarto y regresó inmediatamente con una espada gigantesca, que blandía violentamente pese a la debilidad de sus brazos, mientras cantaba, amenazándome picaronamente, las palabras:

¿Quieres besar la blanca espada
que Dios, en su bondad, nos depara?

Respondí a ello en el mismo tono de voz:


No quiero besar la blanca espada;
¡quiero besar a la Setchen roja!

Y como no podía defenderse, por miedo a herirme con el acero fatal, tuvo que permitir que la cogiese apasionadamente por la cintura y Ia besase en la boca. Y es así que pese a la espada de la justicia con la que habían sido decapitados cien pobres pícaros y pese a la infamia que caía sobre todo aquel que rozase tan sólo a aquella estirpe maldita, besé a la hermosa hija del verdugo.



domingo, 2 de marzo de 2014

Ana María Moix besa la espuma


Ayer circuló por la Red la muerte de Ana María Moix, el gran amor de Leopoldo María Panero. Como tal llegué a ella a través de la biografía del poeta maldito. El título del primer libro de Panero, Así se fundó Carnaby Street (dedicado a los Rolling Stones), encaja estupendamente con los títulos de los primeros libros de Moix, no menos anglófilos y stonianos: Baladas del Dulce Jim, No time for flowers y Call me Stone. (Disuena en cambio el título más actual, tan sobrio él, que recoge los tres libros: A imagen y semejanza.) Los géneros también cuadran: eso que llamamos, si hablamos en serio, poema en prosa, a la manera de Novalis y Max Jacob; pero que hace años solíamos los amigos llamar postripi —y, en verdad, en estos textos de finales de los 60 e inicios de los 70 la referencia al enteógeno parece bastante ajustada.

Del mismo modo que bajo la fiebre química cualquier dibujo cobra vida (y acaso hasta voz y aroma), en estos prosemas se parte de un nombre propio o de una frase cualquiera (cotidiana o tópicamente literaria) y se salta por asociación de ideas a otro plano de realidad en que los personajes del cómic o del pop adquieren la estatura arquetípica de un Gilgamesh o un Beowulf y las palabras se abren en recovecos caleidoscópicos. El viaje imaginario a los confines (el Polo, el fin del mundo, el centro de la Tierra, la isla perdida) es el correlato del viaje verídico de la mente, espoleada por el ácido o el cáñamo indiano, por ese parque temático que forman nuestros recuerdos, deseos y temores.

Abriendo al azar el libro, encuentro estos dos textos (pp. 44-45), que hablan del mar, la nieve y otras imágenes de consumación y muerte. Parecen apropiados, además de muy bellos. Allá van.

Nevó en el mar. Y por fin caminé sobre el inmenso hielo hacia la blanca lejanía. Una cruz señalaba el lugar en el mapa. Crucé el océano y ya iba a alcanzar el sol cuando grité de pena y con las uñas abrí hendiduras en la helada capa para ver el mar. Las gaviotas, muertas de frío en las rocas, me ayudaron a recobrar el miedo que sienten los adolescentes cuando cesan en su llanto por las noches y se inventan un amable desconocido que acariciándoles la cabezas les ayuda a hablar sobre el amor.

*

Partieron muchos barcos aquel año. En la playa quedaron algunos cascos de botella sin mensaje y un plano muy completo del lugar donde empieza la aventura. A golpes de olas fui recobrando la memoria y tuve ganas de llorar sobre la arena, como si en aquel último barco hubiera partido alguien muy importante para mí. Si hubiese nevado sobre la playa y me hubiera sido imposible regresar a las ciudades, sabría ahora por qué es temible el mar, y a quién pertenecía el pañuelo blanco que flotaba en los océanos cuando el trasatlántico entraba en aguas internacionales y alguien, en cubierta, me recordaba quizás en jazz-band.

Empecé a ver elefantes color de rosa bailando sobre las olas, como las pesadillas de los alcohólicos que tiemblan ante un vaso de cerveza y beben para ahogar sus penas. Y fue entonces cuando muy despacio caminé hacia la orilla y me alcanzó el mar.