viernes, 28 de febrero de 2014

Eufonía


Un día que había ido a la Taberna Encantada, en la calle Salitre, para escuchar a Javier Bergia, vi un anuncio de un tal Juan Manuel, que buscaba músicos para tocar con él. Matizaba que no hacía falta instrumentos, porque él lo ponía todo.

No sé qué demonio me llevó a responder a un anuncio así, pero la decisión fue trascendental. Gracias a Juan Manuel, músico notable y persona desprendida donde las haya, tuvimos entre otras cosas acceso a la mesa de mezclas grabadora donde se registraron las diversas maquetas de Assahar y Ciento Volando.

Además, el proyecto musical de Juan Manuel, heterodoxo y variable de un día a otro, pasaba en gran medida por la música antigua que le encantaba a Alfonso. Fue natural invitarle a aparecer por la casa de Juan Manuel, sita entonces en San Bernardo. Y al poco ahí estábamos, ganando el acceso a la final en el concurso municipal de música folk del año 92 mediante actuación apoteósica en el Centro Cultural El Torito de Moratalaz.

A las pocas semanas, Eufonía se disolvía, pero el momento de gloria es imperecedero. Elegimos un arreglo entre reverente e iconoclasta de dos piezas renacentistas que Juan Manuel conocía por John Renbourn: la pavana Belle qui tiens ma vie y la danza del Tourdion. El arreglo a cuatro voces de la pavana tenía a Juan Manuel en los graves, Alfonso y Manuel (notable flautista) a los medios y Ana (una bella dama) a los agudos.


En la danza instrumental, Juan Manuel se ocupa del órgano endiablado, Juan Carlos del punteo eléctrico, Manuel de la flauta, yo del punteo acústico y Ana de la pandereta. Cortando súbitamente el instrumental, el mismo tema del baile se expone en arreglo vocal arcaísta: de lo que se pasa sin tregua a una breve parte instrumental de nuestra invención, con improvisación progresiva setentera. Tras ella, una variación insólita del tema principal (¡en modo locrio! —mi grano de arena en el arreglo) y vuelta al redil del Tourdion propiamente dicho. Fusión a tope. ¿Quién da más? Creo que es una pieza de las que se no olvidan. Recuerdo, de paso, que a Alfonso le encantaba la variación locria, mientras que Juan Carlos nunca la digirió enteramente. A veces los premodernos son más amplios de miras que los músicos de rock.

jueves, 27 de febrero de 2014

Qué profunda distancia


Uno de los empeños en que ando estos días (y que hace que no escriba mucho por aquí) es rescatar viejas grabaciones cientovolanderas que yacen en cassettes de los años 90 e incluso 80. Una de las más queridas, para mí, es esta de 1992, para la que Alfonso García Pecharromán compuso un arreglo inolvidable de flauta —que aquí interpreta, como puede, el teclado. Es uno de los primeros intentos que hice de componer canciones en un estilo modal (en la menor eólico, esta vez), aunque justo antes del estribillo se cuela un acorde de paso beatlémano (un fa menor).


La letra (que al pasarla ahora se me hace muy danielera) dice:

Y hoy de nuevo, mi pequeña, como un viento marrón
voy cayendo lentamente hasta ti,
voy quedándome dormido en este viejo cajón,
voy hablando a solas, quiero dormir
viejos sueños nada más, viento sur de primavera,
viejos sueños nada más, voy rodando entre la niebla.
Voy no sé muy bien adónde, pero voy lejos de ti.

Qué profunda distancia
cabe aún entre los dos,
cien mil metros de altura
y nada nuevo en derredor.
Qué distinta es la vida
sin color, sin dolor;
voy sangrando y el viento
va bebiéndome la voz. 

domingo, 2 de febrero de 2014

Días lúdricos y geniales


Creo que no es muy frecuente escuchar contrapunto en piezas de música modal. Por consejo del maestro Aníbal (al que no sabría decir cuánto le debo ya; y eso que pago puntualmente mis mensualidades), he intentado explorar esa vía en esta pieza, que fluye por el que quizá sea el modo 'exótico' más frecuentado hoy, el dórico. El oyente curioso lo reconocerá dondequiera que aparezca, lo mismo en Thriller que en Scarborough Fair, por el sonido arcaizante de su sexta mayor (la nota si, si tocamos en re menor dórico); pruebe a tocar las teclas blancas del piano de un re a otro re y ahí lo tiene, intacto y dispuesto a todo.

La pieza está pensada para una flauta y un clarinete; o esos mismos instrumentos pasados por la mente lúcida de un melotrón.

(El título lo he tomado de una obra curiosa, no muy conocida, de Rodrígo Caro. En este libro, pionero de los estudios de folklore, recoge Caro los juegos infantiles que conoció de niño, a finales del siglo XVI. Hay algo en la sonoridad del modo dórico que remite a las fuentes de la infancia.)