jueves, 16 de enero de 2014

Esperpento vital y etimológico


Hay algo escandaloso en la etimología. Es como acceder a la escena primordial: la concepción impura del concepto. Una vez que te envicias con ella, cuando de repente te paras a mirar una palabra y no tienes ni idea de su origen, sientes vértigo. Me pasó estos días con esperpento; compruebo, no sé si con alivio o con inquietud (Borges dixit), que tampoco Corominas y Pascual, autores de esa joya que es el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico,  tienen ni idea.

La geminación perper (cf. gargar-, barbar-) sugiere algo molesto u ostentoso que se produce de manera repetida, enojosa. Y el es- inicial podría provenir por analogía de términos como estruendo, estridente, escalofrío, etc.

Eso se me ocurre. Corominas y Pascual siguen otras rutas, pero admiten que no tienen especial fundamento. Que venga del italiano spavento. O de espíritu. Pensando siempre que la idea de partida es un ser monstruoso más o menos sobrenatural, una estantigua. O, ya puestos, un estafermo, cabría añadir —que es una suerte de espantajo ridículo contra el que se embiste, para entrenarse. Un espantapájaros metido a sparring.

Antes y durante Valle (que profundiza en el concepto sin apartarse de su sentido popular), el esperpento es ante todo espectáculo: pero un espectáculo penoso, patético, que da grima. Más que en los espejos deformantes, piensa uno en las fotos desenfocadas y en esa forma en que la realidad comienza a desdibujarse cuando uno se va quedando dormido o siente el subidón de una ola química. Los rostros de las personas se vuelven (o revelan) máscaras, y la persona toda se agita o aquieta con la brusquedad exagerada de un títere. Como en el cuadro de Dalí, alguien levanta la superficie del mar como si fuera una alfombra y vemos al perro sarnoso que echa la siesta a su sombra.

El esperpento es, en fin (al menos para mí ahora que lo observo), lo que sucede cuando, rota la ilusión escénica, la obra continúa. Público y actores se sienten avergonzados de seguir con el paripé, pero no encuentran otra opción: están atrapados en la obra, como personajes del teatro del absurdo, comensales de El ángel exterminador o diputados que votan lo que dice el partido (y se preguntan, mientras lo hacen, si no sería más económico tener en el Congreso un solo representante por partido, y que su voto valiera 198 o 35 o lo que sea en función de los votos recibidos).

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