martes, 31 de diciembre de 2013

¡Qué tiempo el tiempo!


Los caminos del amor son sabios. Luli, Dani y yo tuvimos, durante mucho tiempo, un grupo (Ciento Volando). Luego, en los últimos años, mientras en Navalmoral crecía uno (La Bossa y la Vida), en la Sierra de Madrid la vena folkie de mi amigo Daniel creaba varios (entre ellos, los magníficos Altresbolillo).

Ahora nos reúne de nuevo el cancionero de Agustín García Calvo, y de repente, con Fátima y Juanfran de nuestra parte, somos La Bossa Volando o Cientobolillo, con influencias de todos los caminos tomados y una gran curiosidad por las posibilidades de un repertorio tan amplio como abierto. El día 11 de enero (si los dioses no se oponen demasiado) estaremos a las 20:30 en el Rincón del Arte Nuevo de Madrid para celebrar las canciones de Agustín García Calvo. Nos acompañarán Isabel Escudero, compañera de tantos años del maestro, y Virginia. Y sonarán, entre otras piezas, estos dos minutos, mis favoritos de nuestro último ensayo:


miércoles, 25 de diciembre de 2013

Christmas Sun



Pues eso: un regalo de Navidad que me ha traído Papá Haile Selassie. Las hechuras armónicas son modales y jazzeras, y la melodía más bien melancólica, pero el ritmo puede con todo. Y más que le echen.


(Pero, por si el experimento fuera un tanto extremo, y el ritmo en vez de propulsar todo lo demás lo arrebatara, aquí va una mezcla alternativa más cercana a las costas de casa:)


((Aunque quizá la percusión, no tan presente, quepa después de todo; y esa melodía ¿no quedaría mejor reforzada con una tercera que resaltara la armonía? Mi última palabra. De momento.))


martes, 24 de diciembre de 2013

Cantos rodados


Ando estos días coplero. Me ha dado, lo confieso, por hacer y deshacer seguidillas, soleares y haikus, a la manera de la maestra Isabel Escudero. Y como el mundo y el asombro no tienen fronteras, sucede que de vez en cuando la propia Isabel Escudero acude como un hada buena, me ayuda a pulir los cantos (quitando pedanterías, sonsonetes y obviedades) y arroja a la corriente los suyos. Y aquí sigue, en desorden ortográfico, que diría Borges, una muestra de todos ellos, suyos y míos y de nadie. La propia copla aclara de quiénes son los buenos.

  1. Al cruzar el arroyo / de santa Clara / se me cayó el orgullo / dentro del agua. / Cógemelo tú, prima: / no pesa nada.
  2. Amor que se demora, / que se apresura; / el resto de la copla, / literatura.
  3. Cántamelo al oído / quedito quedo, / que amor que no se sabe / es el más bueno.  / (Es el más bueno: / de convicción vacío, / de savia lleno.)
  4. Carne y pescado. / A más de amor-herido, / amordazado.
  5. Carne y pescado. / A más de amor-herido, / amortajado.
  6. Con arte artera / se escapaba la gota / de la gotera.
  7. Con qué jolgorio / se celebran las muertes / y los casorios.
  8. Con qué pasión / reventó la coraza / tu corazón.
  9. Flujo y reflujo. / Nácar, coral y perlas. / Nada de lujos.
  10. Fondo de nubes. / Un rayo de esperanza. / ¿Por qué no subes?
  11. From Me To You: / un hilo que no sabe / norte ni sur.
  12. Las canciones que me salen / si salen buenas, / esas no son mías, / son de cualquiera.
  13. Por sacar conclusiones, / saqué una duda: / una raspa y un verso / que vuela a oscuras.
  14. Por sacar el orgullo, / saqué un pañuelo, / todo mojadito, ¡ay!, / de lágrimas del Duero: / con él te digo adiós / y así lo seco.
  15. Por sacar el orgullo, / saqué un recuerdo: / doradito por fuera, / por dentro negro.
  16. Por sacarme la espina, / saqué un tesoro: / una mano. En su centro / me mira un ojo / y me guiña: mis males / son los de otro.
  17. Por sacarme la espina, / saqué la rosa, / una gota florida / de sangre roja.
  18. ¿Qué pasaría / si supiera la ausencia / lo que no había?
  19. ¿Qué pasaría / si supieran las letras / ortografía?
  20. Soy el que somos. / Cuando me falla el ego, / de todo como.
  21. Tengo el alma en ayunas; / el corazón, / repleto de asaduras / y espumillón.
  22. Una de dos: / o no sabes lo que dices / o sabes lo que no.
  23. Vengo de donde siempre / (papel mojado) / y voy donde me quieras / (ya estás tardando).
  24. Voy a la cocina, / que si no la familia / se me echa encima.

sábado, 21 de diciembre de 2013

La lista de la compra


Pocas cosas producen mejor la ilusión de infinito que topar con escritos propios que, sin dejar de resultarnos reconocibles por la música o la intención, no recordamos en absoluto, ni antes ni después de (re)leerlos. Buscando cuentos que rescatar (y hallándolos casi todos, ay, impublicables), encuentro en la carpeta equivocada este soneto abierto por última vez en enero de 2010. Y me hace gracia. Allá va.

Un juego de preguntas y respuestas
a estrenar, una foto de Sabina
masturbándose al son de una vecina
que menea dos tetas muy bien puestas;

una suma de amor que con sus restas
viene a ser dos por dos, la pasta fina
con que envuelves tus miedos, la aspirina
que apacigua tus últimas protestas.

Todo esto y casi nada. Llega el coco,
cual suele, en los tercetos, y se anuncia
que tanta verdad suelta (qué barroco)

no es más que decorado, odio al vacío
que viene a ser, al cabo, lo más mío:
el vértigo al que nunca se renuncia.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Algo de margen



ALGO DE MARGEN
(cuento borgiano y moderadamente profético; diciembre 1998)
 
       Los ángeles rebeldes tenían la costumbre de anotar en unos cuadernos las conversaciones que sostenían los otros ángeles en los confines del cielo. Lo hacían con la esperanza de descubrir secretos que les permitiesen entrar otra vez en el Paraíso y pensaban dar cuenta de ello a su jefe. Pero eran muy malos alumnos y lo anotaban todo al revés. Salomón se enteró y confiscó los cuadernos. Los encerró en un cofre y colocó este debajo de su trono. A su muerte, Satán se apresuró a indicar a los israelitas el lugar donde se  hallaban... "Y así surgieron" —dice el comentario— "las falsas leyendas..."


En unas traviesas páginas cuyas letras se antojan aladas, el folklorista Andrew Lang demuestra, aplicando las teorías de Max Müller sobre el mito —enfermedad de las palabras— que Napoleón Bonaparte es un héroe solar, una larga alegoría del astro que despunta y arrolla para luego declinar cruentamente, y que las fábulas sobre sus miserias y hazañas en Waterloo o en Elba no tienen otra procedencia que la de una viejísima metáfora cuya naturaleza, con el tiempo, se ha enturbiado.

Lang bromeaba. Tal vez ciertas verdades especialmente ominosas sólo de esa forma pueda alguien plantearse decirlas. No es bromear, empero, lo que ahora me propongo hacer aquí; por más que, tal vez, no quede otra cosa que hacer para mí, para nadie.

Se me crea o no, las consecuencias no serán mejores. No lo serán, tampoco, si decido no escribir, mandar en blanco a Port Selin estas hojas. Mi silencio podrá ser leído con la misma mala fe que ha dispuesto escribir estas palabras.

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Abizmael Guzmán nació en la Chinantla, México, en 1985. En las mismas fechas, los periódicos informaron del encuentro casual de dos gemelos de piel verdosa, hembra y varón, en una espelunca del Cerro Ixtatlán; bebés a los que el pueblo chinantla consideró progenie de los chaneques, los duendes cavernícolas que huyeron en su día del conquistador español, y cuyas ciudades subterráneas albergan viejos dioses que no duermen.

No es cierto, o tal vez sí, que Abizmael fuera el tercero de esos niños gemelos, y que su mero nacimiento fuera ocultado durante treinta años por los medios de formación de masas.

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No pasaba nada. Pasaba lo de siempre. Habíamos llegado a un punto crítico después del cual todo sería distinto. Cualquiera de estas tres frases, puestas en boca de un historiador, definen con igual exactitud lo que fue el tiempo de entre milenios. Cualquiera de las tres; y ninguna.

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En el principio era la ausencia, y el aliento de Dios flotaba sobre los signos vacíos. Alguien echó sangre en los huecos tallados de la piedra, y las fieras del cerro proclamaron graznando el nombre gris de Abizmael.

Abizmael no es un nombre de gente. Para sus guerrilleros, para sus torturadores, Abizmael era abismo; El Elyon es el nombre más viejo del Dios único cuyos hombres mandaron, hace tiempo, masacrar a las mujeres y niños de Madián.

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La CIA inventó a Abizmael. En un determinado momento, aletargado el integrismo islámico, simplemente hacía falta un enemigo que batir; ello sería mucho más fácil si este pelele era simple ilusión, invento de los medios, un estereotipo cuyas acciones, por arquetípicas, estuvieran previstas de antemano, y que jamás pudiera sorprender a quienes lo habían animado para poder jactarse de su muerte.

Varios profesionales, algunos de ellos significados por su labor en las mejores teleseries del Margen, fueron la voz y la mano de Abizmael. El actual Premio Nobel de Cine fue, tal vez, el rostro de su única (e incierta) aparición grabada en video: Abizmael masturbando al anciano general Tomás antes de darle a masticar a su mujer sus testículos.

Sus golpes de mano tenían algo de Guevara; sus discursos, del subcomandante Marcos; su oscura religión indigenista, de Gadaffi o el Imán palestino Izmalah. Fue el centro de la información durante muchas temporadas. Muchos izquierdistas acudieron a los lugares que la información dejaba entrever pudieran ser cubiles del comandante Guzmán, y sólo unos pocos de ellos llegaron a tener la oportunidad de hablar sobre aquello en lo que se implicaron. La hipótesis de un genocidio político casi masivo parece, pese a la falta de datos, una de las más consistentes; si ello fue un desarrollo premeditado o una respuesta de los guionistas a la  inesperada afluencia de indios, ni a mí ni a nadie le es dado saberlo.

Los asesinatos atribuidos a Guzmán fueron siempre atroces, crueles y al tiempo simbólicos, del viejo tipo del sacrificio que sacia, pródigo en efusión de sangre prócer, la inextinguible sed revanchista del populacho. Doce diputados del PRI fueron hallados, el 25 de diciembre del año 2015, sentados en torno a una mesa de juego; en la rugiente ruleta, en vez de bolas, flotaban 12 ojos que habían contemplado la faz de Abizmael. Otros doce, a modo de uvas, ocupaban un paquete pisoteado en el suelo con una tarjeta prendida de felicitación que deseaba buen apetito al presidente electo americano François Donought. Don Florencio Hidalgo, financiero y  principal sustento de la democracia cubana, fue hallado a la puerta de su casa; los guerrilleros le habían cortado la lengua y los dedos. Interrogado sobre lo sucedido, sólo pudo responder sí o no, asintiendo con la cabeza. Aunque vivió aún quince años, sus versiones son contradictorias, necesariamente vagas y truncas, y no han iluminado nada de lo sucedido. Me hubiera gustado, no obstante, entrevistarle, dejarme guiar por él hasta el lugar elevado. 
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Jamás ha pasado nada. Este aserto historiográfico ha movido la pluma de Marvin Harris, de Claudio A. Gilardoni, de Analía Zyger. Todo cuando parece prodigioso o providencial se revela, bien mirado, necesario, predecible, baladí. Jesús no pisó las aguas. No hubo extraterrestres que revelaran a los Dogon la existencia de una segunda estrella gemela de Sirio. Mahoma fue un epiléptico. Los diez acrósticos del nombre de Beatriz, hallados en la Divina Comedia, se encuentran también en cualquier guía de teléfonos. Los judíos de Sión inventaron la horrenda fábula del Exterminio. Abizmael Guzmán era un producto de su época, de la necesidad de un enemigo: un producto de diseño embaucador e inconsistente, semejante a las drogas fungoides que, en su vaporizador, inhalaban y aún inhalan nuestros jóvenes en cuartos cerrados.

Sin embargo, ¿quién puede convencer de que jamás sucedió nada a aquellos que perdieron un hijo, que arriesgaron una vida? Cientos de hombres, vencedores y carnaza, han dado testimonio de lo que fueron los ataques de la guerrilla de Abizmael, en la década de los 20, contra Tuxtepec y Benquinté. Hay libros ciertos o apócrifos escritos por Abizmael, libros que han provocado insurgencias y suicidios, y cuya confección no está al alcance de un hábil guionista o un falso predicador. Quien no sabe distinguir esto no sabe lo que hace cuando usa la palabra verdad.

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Albergué durante tiempo la sospecha de que un falso Abizmael precedió y motivó al verdadero. Ciertos datos me hacen imposible negar que su origen es falso; otros —un encuentro en la estación de Chuparrosa, una carta en mi buzón con sobre negro— me dan la certeza de que Abizmael ha sido.

Si Napoleón nunca vivió, no es menos cierto que no ha muerto: los psiquiátricos alojan cientos de ejemplares suyos. Si la CIA parió a Abizmael, muñeco sin hilos, y arrojó con estridentes sirenas su nombre falaz sobre la selva, alguien en Cerro Ixtatlán lo escuchó en la noche cerrada y se sintió aludido, convocado a luchar.

Puede haber habido, hay aún, muchos Abizmael, como hay Elvis en Graceland, Cristos en Getsemaní. Pero hubo un hombre, uno solo, que tomó Benquinté en el 2028 y ordenó a cada mujer ordeñar y ametrallar a su marido; un hombre cuyas acciones, cuyas proclamas, no hubieran tenido, tal vez, ningún eco, si no las hubiera amplificado la máscara funesta de Abizmael. Muchos hombres se apuntaron al ejército de un fantasma y se encontraron bajo las órdenes de un general lúcido, implacable, resuelto a destripar tantos huevones como  signos adornaban la piedra de Sochiapán.

Bajo la mirada atónita de EE.UU., los chaneques empuñaban fusiles, los enanos crecían y escupían aceite hirviendo sobre las brigadas internacionales enviadas a purgar los desfiladeros.

El Creador mandó morir al fantasma y este no respondió. Iba matando canallas.

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Hubo barreras que separaban la historia y la prensa. Luego las hubo, aún, que separaban información de interpretación, análisis de ficción, agua de aceite. Un día las agencias de información y los servicios secretos fueron, tal vez, conceptos discernibles. Hoy yo no sé para quién trabajo, quién me ha encargado redactar estas letras, qué uso se les dará. Vagamente malicio que mi inseguridad contribuirá a hacer verosímil, más neutral, el mensaje que interese, a su través, vehicular. Alcanzo a conceder que el mensaje sea accesorio: tal vez sólo interesa que vuelva a hablarse de Guzmán, y es ya inverosímil (quizás quise escribir indiferente) que ascienda o que descienda la creencia en su verdad. Puede que haya una película esperando salir, un juego de rol o una nueva guerrilla, y esto que escriba forme parte del imprescindible, y obligadamente crítico, dossier que dé respetabilidad de obra intelectual al empeño.

Yo no siento pena por los diputados del PRI, por los campesinos que huyeron al Cerro Itxatlán y que afirman haber luchado junto a Guzmán, pero jamás haber visto su rostro u oído su voz levemente aflautada.

Mi piel es verde y mis padres fueron, una vez, chaneques olmecas. No sé si esto es cierto o si alguien me ha obligado a recordarlo, a escribirlo. Tal vez esto descalifica la seriedad de este escrito (tal vez es añadido desvirtuador del mismo).

En la selva, mi máquina de escribir suena, yo sueño, los leños crepitan. Hoy es la fecha marcada y vendrán a miles o quizás nadie. No sé si seré Abizmael, si seré Tlalepuzco, cuando salga a entregar estas páginas y suplique que no me disparen. No sé si será ella o no quien venga.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Rosalida

Como un par de amigos me animan a ello (son las responsabilidades propias de su condición: ¡pobres! —¡y gracias!), continúo rescatando algunos de los relatos que escribí en otra era.


ROSALIDA

Le preguntaba por ella. Por él, en realidad. Por los dos. Cómo la había conocido, cosas así. Si a ella le gustaban, como a mí, los lunares que él tenía en la boca, escondidos tras el bigote, y que a mí me parecían marcas de nacimiento, señales de un destino noble y remoto.

Me dolía, al principio, tanto. Sus silencios después de hacer el amor. Todo el mundo se calla, se queda triste después de hacerlo. Pero yo no lo soportaba. Imaginaba comparaciones, audacias femeninas, deliciosas ingenuidades. Me odiaba, a veces, por no haber sido la primera; por no haber sido ella.

Yo supe, desde el principio, que él no me quería. Primero lo temí, y luego lo supe, pero de algún modo lo supe todo el tiempo. Yo no digo que no me quisiera, que no le gustara; era, más bien, como aquél que ha hablado con Dios, ha estado suscrito a su Reino, y un día comprende que la línea, su línea, se encuentra cortada para siempre.

Le conocí, según supe después, cuando llevaba ya dos o tres años solo. Había dejado de fingir que estudiaba, que creaba, que era alguien. Había dejado, incluso, de compadecerse. Llevaba entonces una barba terrible; olía mal, y nunca hablaba cuando, a veces, coincidíamos en el portal, a bajar la basura, o por las mañanas, cuando yo iba a la Editorial, y le veía abajo, desayunando en el bar de la esquina, acariciando la máquina de tabaco.

La gente del piso sabía poco de él. Solo Charo, que vivía encima de él, me contaba a veces que su marido, el bueno de él, solía golpear el suelo, preso de furia, por las noches, cuando él conectaba a Bach, o al Hilliard Ensemble, sobre las tres o cuatro de la madrugada; que al principio, él subía el volumen, por desquite, pero que luego lo ponía muy bajito, tan bajito que los dos se dormían a su arrullo. Que a veces, y todo el mundo lo sabía, recibía cartas negras sin remite. Que estaba, según parece, suscrito a una revista de hombres, de esas que se envían de forma discreta, y que los chicos del bloque, haciendo alarde de ingenio, le robaban, casi todos los meses, los ejemplares del buzón. Conociéndole, supongo que nunca reclamó.

Su madre (la de Charo) se acordaba todavía del abuelo, el que había comprado el piso, y después de quedarse viudo, había vivido con su nieto, su ordenador y su gata. Hubo cierto lío (cosa de herencias, supongo), pero al final, después de volver de la mili, él se había instalado en el piso.

Nunca le vi (y eso me fastidiaba) en las Juntas de vecinos. A mí siempre, lo reconozco, me han gustado esas cosas. Como dice mi madre, yo hubiera valido para comunista, o hasta sufragista, si la Historia me hubiese dado la oportunidad. En aquellas reuniones de vecinos (que eran también el bar de al lado, a las siete de la tarde, subiendo la escalerilla de caracol) se hablaba a menudo, por hablar de algo, del inquilino del tercero A; verdad era que pagaba lo suyo, que no daba problemas por ahí. Con esa pinta, decía Charo, lo mismo trabaja en el tanatorio, o de hombrelobo en el Pasaje del terror. A mí se me corta la mayonesa cuando pienso en él. Y se reía; y yo me enfadaba, porque todos los vecinos debíamos ser solidarios, porque la Junta de vecinos era, a estas alturas, la única democracia en la que yo creía, y me fastidiaba que aquel tipo, con su barba y su gata que a veces maullaba, nos ignorara tan olímpicamente. Me ignorara, como a veces me ignora.

A veces, jugamos los dos a la contra. Él me pregunta por mis amores, y yo le digo, por mortificarle, que los tuve, a edad muy temprana. Que perdí mi virginidad, y buena parte de mis ilusiones infantiles sobre los chicos, una noche de campamento en que todos habíamos bebido mucho, y en realidad a ninguno nos apetecía, pero así decía que había que hacerse, en el Libro de los jóvenes castores se indicaba claramente, ni una sola noche sin animación, y él me había dicho que no me dolería, que no se lo diríamos a nadie, que casi no iba a suceder.

Jugamos, pero yo pronto me aburro. Me cansa inventarme cosas, recordarlas, fingir que de veras me importan, que alguna vez he estado viva lejos de él. Y entonces nos quedamos callados, y él pregunta: ¿de verdad quieres que te hable de ella? ¿De verdad no te importa? Y yo le digo que no, que no me importa. Que lo necesito. Y él, entonces (quizá no se da cuenta) cambia el tono de voz y el de los ojos, mira hacia otra parte, y comienza a hablar de un modo atropellado, atropelladamente dulce y sereno.

A él nunca le han gustado los fotos. Quizá las destruyera todas, pero nunca ha querido aceptarlo. Dice que en su familia no las hacían, que siempre ha odiado a la gente que se obsesiona por eternizar los instantes, por crear falsos instantes memorables y conservar en realidad tanta angustia, tanta alegría polaroid y rostros mirando hacia la cámara, hacia el futuro, hacia la muerte. Él dice esas cosas y yo no le creo, pero nunca le llevo la contraria. Yo sé cómo jugar a hacer sus fotos, las que él ha quemado. Volvemos a los sitios donde iban, donde solían discutir tanto. Yo le pregunto cómo podría ponerme, cómo te gustaría que posara, y él me dice súbete a ese banco, abrázate a esa farola, abrázate muy fuerte a mí, mírame como si me odiaras; y yo hago foto, foto tras foto, y las ordeno luego, en los álbumes que él finge no hojear jamás, y los ordeno, como fotogramas de una película, la película que los dos jugamos. Ésta es la toma de cuando se conocieron. Ésta es la toma de cuando ella le dijo que le engañaba. Ésta es de un día que él tenía mal aliento y ella le decía, le conminaba a que tomase manzanilla, y dejase de comer esos bollos apestosos, esas palmeras de chocolate y merengue.

Charo nunca me lo perdonó. Al principio le hacía gracia. Maldita la gracia. Me citaba, como a escondidas, en algún bar del Centro o de Atocha, y después de tomarnos tres cervezas me decía, riendo, pero le ducharás antes de iros a la cama; no me digas que te lee versos. Porque tiene pinta de escribir versos. Y a mí al principio me hacía gracia, porque siempre he querido a Charo, y le podía perdonar casi todo, que me dijera lo que pensaba, así era desde pequeñas. Maldita la gracia. Un día me dijo que él no me quería, que no me había querido nunca, y aunque yo sabía perfectamente que era verdad, agarré mi bolso, me callé, la invité al café y los bollos, y le dije que, en ese mes y el siguiente, iba a estar muy ocupada. Que él estaba trabajando otra vez, presentando un proyecto a un laboratorio, e íbamos a estar los dos, los dos, muy ocupados. Ella entendió que no quería volver a verla, y estuvo a punto de llorar, pero le pudo más el orgullo. Ahora ella tampoco va a las reuniones de vecinos.

Apuntaba, en una libretilla, lo que iba averiguando de ella. No todos los días. Una vez, a la semana, y había semanas que conseguía olvidarlo, que vivíamos en el presente, y yo no apuntaba ni averiguaba nada. Una vez él me juró que me quería, que me quería como a ella, que me quería más; yo le creí y quemé la libreta. Luego, a los dos meses, lo volví a escribir todo otra vez de memoria. No había conseguido olvidar ni un detalle.

Sé que ella no era muy guapa, que yo lo soy bastante más. Que sólo hicieron el amor una vez; lo suficiente para no hastiarse, supongo, y además lo habían hecho sin tomar ninguna precaución. Que él la hizo faltar a clase, una mañana, y se fueron al extrarradio, a la farmacia más lejana, a comprar un Predictor y un chocolate con churros, y mientras se iba al baño, a probar, él, además de comerse todos los churros, había ido a pagar, y se había dado cuenta de que no tenía bastante, y el dueño se había molestado, y hay días que uno no debería levantarse, pero ella no estaba embarazada, y él dijo que dejaba el DNI, que volvería a pagar en una hora, pero el dueño les dijo que no volvieran, y que se metieran el DNI por el culo, y a la salida los dos se habían reído mucho, pero luego discutieron, y ya no volvieron a intentarlo más veces, con la de avances de la técnica que existen.

Que a ella le gustaban los cuentos de hadas, y que a veces se los leía, pero eso les ponía a los dos, con lo jóvenes que eran, tan tristes. Que iban a veces a comer a casa de los padres de ella, y en la sobremesa se abrazaban los dos, más ella a él, y un día la madre le dijo, llena de odio, que la vida les tenía mucho por enseñar, que algún día se acordarían de cuando estaban así abrazados, y se reirían, pero él nunca se ha acordado de esa día como la madre insinuaba, nunca ha pensado que era ingenuo, o se engañaba, o que los dos hacían mal besándose en familia, dos pequeños maleducados.

Sufrí, mucho, antes de saberlo. Él, al principio, nunca hablaba de ella. Yo la deducía, matemáticamente, de sus silencios, de las incoherencias en el relato (me vine a vivir aquí después... después de acabar la mili), de esa idea suya de que iba a dolerme, o que yo no iba a querer hacer ciertas cosas, o que no iban a gustarme los ramos de flores, y sí los partidos de baloncestos, y sí la música de los años sesenta.

Me preguntaba, sobre todo, si él la dejó, o si ella le dejó a él. Si él la dejó, pensaba, aún puede arrepentirse. Seguro que se arrepiente cada día, que es como si hubiese jugado un juego, el único importante de su vida, y lo hubiese perdido por descuido, vaciándose por completo. Yo llenaba ese hueco, sí, pero a poco que no lo hiciera bien, que no lograra ser mejor o igual a ella, él echaría de menos el original; quizá la llamaba escondidas, o se veían una vez al año, y esos pocos minutos en que hablaban, sin verse siquiera, eran para mí la mayor de las traiciones, peor que si se acostara con mi mejor amiga o se fuera de putas todas las noches para humillarme.

Pero si ella le había dejado a él (y eso me parecía lo más probable), entonces todo era mucho peor. Él nunca, nunca jamás, perdería la idea, infantil, de que ella volvería. Le seguiría, como yo veía a veces, palpitando el corazón cuando llamaban, y él cogía el primero el teléfono, aunque tuviera que salir de la ducha, quién es, lo decía como un niño, como si le fuesen a llamar de la tele, a concederle quién sabe qué premio, y luego yo siempre notaba la decepción ah eres tú, Alejandro o cariño, es para ti o es el banco. Si ella le había dejado, yo tenía que hablar con ella, conseguir de algún modo su teléfono, cerciorarme de que desaparecía, convertirme en su mejor amiga, aprender a copiarla, enamorarme, matarla...

La vi una noche, una sola noche. Él me dijo esa noche, una noche que los dos estábamos alegres, que si yo iba a veces, el día de los Santos, a la Almudena, a ver a mi gente. Yo le dije que no, que no solía a ir, que no me gustaba la muerte. Que un día fui, de pequeña, con Charo, a ver el entierro de mi bisabuela, y las dos nos habíamos reído, sin poder controlarlo, al ver, en un grupo de lápidas Aquí yace la familia Revuelta, y mi madre me había dado dos hostias, y estuvo a punto de darle otra a Charo, pero eso se gana de ir con las madres de las amigas. ¿Tú vas a ver a tu abuelo?, pregunté, y entonces él vaciló un instante, lo suficiente, y yo lo comprendí. ¿Está muerta, verdad? ¿Por qué no me has dicho que está muerta? ¿Cómo fue? Y habíamos cogido los dos el coche (esa noche no pusimos a Bach) y habíamos llegado cuando abrían el cementerio; yo compre un ramo grande de rosas (es la única venganza que me permití) y las puse sobre la lápida, Rosa Lida, quizá por eso odió tanto las flores, yo tampoco sabía su nombre, no hubo mala intención, y aunque él me llevó a ver la de su abuelo, de vuelta al coche dimos una vuelta, y yo la distinguí en seguida, sus ojos clavados en el nicho, es aquí, y sentí una inmensa, oscura alegría que apenas me duró dos segundos.

lunes, 16 de diciembre de 2013

¿Quieres probarlo?



Llevo tiempo dudando si rescatar aquí algunos de los cuentos que escribí después de publicar mi primer y único libro de cuentos, Lo único que importa es no perder el rumbo (1993), y antes de abandonar tan dudoso hábito. Al final he decidido que sí: que se merecen al menos esa pequeña cortesía por parte del que fue su autor. Así que aquí va el segundo. Son cuentos expresionistas, por no decir tremendistas —pero el mundo es tan amplio que no es imposible que alguien les encuentre su punto. 

*


¿QUIERES PROBARLO?

—¿Quieres probarlo, Santi? —dije, y levanté el bote, sin precauciones, por el lado más pringoso. Se lo di y me olí los dedos.

—Te gusta, ¿eh? —dijo Nelia.

Santi no respondió. Nosotros no solíamos responder nada. Te pegaba la policía y te callabas. Hacías exámenes, de pequeño, y nunca respondías nada. Los profesores se exasperaban, te hablaban, intentaban hacerte reaccionar, te contaban cuentos, te amenazaban con suspenderte. Al final casi siempre te pegaban. Los profesores, después de los padres, eran los primeros en pegarte; los primeros en hacerlo sin cariño. Terminaban pegándote, por esto o porque aquello, y ese día cualquiera ya no volvías más. Te dejabas manchar el uniforme, te ibas al parque a jugar entre la porquería, terminabas en la hoguera, con tus amigos, los que, antes que tú, habían dejado de perder el tiempo en clase.

No. Nosotros nunca respondíamos, o casi. Pero no había que ser un listo para ver la cara de Neli, esa forma boba de abrir la boca, de mirarle fijo a Santi, y la cara de Suso que la miraba, y luego a Santi, y luego se iba, sin decir nada, a dar una vuelta por el descampado.

Santi no sabía esnifar, pero no le dijimos nada. Neli estuvo a punto, pero la miré y comprendió, no era tan tonta.

Santi hundía la cabeza una y otra vez, hasta casi tocar con la nariz el fondo. Pronto no levantó cabeza. Neli le miraba con los ojos muy abiertos y nos miraba a nosotros, como pidiendo permiso, como si fuéramos su padre o su hermano. Menuda imbécil.

—Voy a ver cómo está Suso —anuncié, y me levanté de la hoguera con rapidez.

—Venga, vale, te acompaño —y se fueron levantando, de uno en uno.

Nos fuimos y dejamos a Neli junto a Santi, mirándonos con ojos de perro. Nadie decía nada, pero todos pensábamos en Suso, tratando de reconstruir, sobre la marcha, el rumbo más probable de sus pasos. Primero cruzar el parque, hasta el lugar en que la hierba empieza a rebosar de mierdas de perro. Luego el error de pararse a pensar, y ver aparecer por el callejón a la Plasta con el perro cagaplastas.

—Eh, vosotros, venid aquí. ¿Estáis con Nelia? ¿Sabéis dónde está?

Estrategia errónea, pero eso quién podría explicárselo. Empecé a pensar que Suso había sido el más listo, y que si fuéramos buenos amigos habría que avisar a Neli de que su vieja andaba tras sus pasos. No éramos buenos amigos. Nos quedamos mirando a la Plasta, que pronto sintió que nos incomodaba con su falta de tacto, y quizá se exponía a algo estrellándose contra un silencio que en cualquier momento empezaría a ser tenso.

—Bueno, si la veis decidla que venga para casa. Mañana vamos a ver a su padre.

Tiró de la correa como si el perro plastero tuviera algo interesante en lo que interrumpirle, y se lo llevó, sumiso, a continuar la ronda.

También nosotros la seguimos, con más o menos el mismo olfato. Puto Suso.


Ø

El Suso es listo. Me contó cómo se lo hizo por primera vez con la Neli. Venía de las casitas de Elíptica con dos gatos entre las manos, sin saber qué hacer con ellos. Neli estaba con sus amigas, jugando a la comba, el lápiz y las tijeras, esas cosas que con doce años se empieza a saber que son bobas, y a los catorce te ratifican como tarada mental. Neli todavía iba a la escuela, y llevaba el uniforme muy limpio, pinzas de plástico azul en el pelo, pulseras de colorines. Todas se acercaron a ver a los gatos, ronroneando boberías y qué lindos; pero Suso no dejó que ninguna los tocara. En unos minutos todas habían acabado hartas de las pocas palabras de Suso, y desinteresadas de la suerte de aquellos bichos, como uno se desinteresa de la vida y muerte de esos negritos cuando se comprende que no existen más allá de la televisión —igual que nosotros no existimos para ellos. Sólo la Neli se quedó, también en silencio, con la mirada fija en Suso y en los gatitos legañosos que le lamían, rasposos, las manos. Suso no preguntó. Dijo ven conmigo y bajaron las escaleras de los servicios del parque. Dejó los gatitos en el lavabo, bajo el grifo seco y roto, y dijo simplemente:

—Te los enseño si me las enseñas.

No había luz para saber si Neli enrojeció. Suso dice que pasó casi un minuto antes de oír, por primera vez, sus labios.

—¿Si te la toco me dejas tocarlos?


ØØ

El pegamento es algo íntimo, sin filtros. Te metes en él, agachando la cabeza, haciendo campana con las manos —y él se mete en ti, como un tubo de color sepia que entra por narices y boca, una culebrilla de tolueno que te traga y en la que caes hasta estar dentro de otra historia, de otro espacio. El pegamento es el silencio, las paredes calientes, y por eso todo lo que digas va a sonar a tontería y está, en realidad, de más. A cada cual le da por su movida. Yo empiezo a pensar, por ejemplo, en la gente que se ha caído dentro, como el Santi, y no han vuelto. Pienso si querrán salir. Me imagino que viven en una casa muy grande y muy destartalada, toda de color hidrocarburo aromático, color amarillo-marrón supergén, un color como de lefa o de leche condensada, o del café que pone mi abuela y que dice mi madre que es aguachirlis. Si pasas mucho tiempo en esa casa (y yo lo paso) empiezas a hacerte indistinguible del paisaje, de la tele que brilla como única luz en el salón inmenso, de las enciclopedias del año 78 en pequeños tomos encuadernados en rojo, del Nigo-Pum y las revistas porno donde las tías no tienen rostro pero soplan la polla como si fuera una flauta. Yo me agobio si pienso que en una de esas puertas que me acechan en el pasillo, cada una con su olor a carne frita o a papel viejo, me está esperando Santi sentado frente al ordenador de pantalla verde mohosa, una piscina digital en la que las naves marcianas siguen su coreografía cansina mientras él aprieta el dedo, indiferente.

—¿Has visto a Neli? ¿Qué tal le va sin mí?

Estrategia incorrecta. Pero se ve que, por allá, también de estas cosas acaba uno olvidándose.


ØØØ

No le puedo contar a Santi que esa noche, no me preguntes por qué, la Neli acabó en mi casa. Después de tanto preguntar, fue la Plasta la que no apareció cuando Nelia nos alcanzó en el Puente y nos dijo que no quería volver a casa, que le iban a hacer preguntas, que quería escapar de su casa y no volver nunca. Como en las películas. No lo dijo pero los dos lo pensamos. De Suso solo encontrábamos rastros vagos, gente que nos miraba y ya ves, buscando al Suso, y su sonrisa podía querer decir que no andábamos desencaminados.

Le dije a mi bata que Neli se quedaba a estudiar.

—Podéis ver la tele en el salón —dijo, y yo pensé que quizá traería patatas fritas, pero ni siquiera se molestó en sacar sábanas y hacer la cama.

—A lo mejor viene mi hermano y te tienes que ir —le dije, pero Nelia no dijo nada y hasta llegué a pensar, leyendo su sonrisa, que la idea le había hecho gracia, quizá demasiada.

—Putada lo del Santi —dije por putearla, pero ella se fue a buscar las sábanas sin darme tiempo a mirarla apenas, y a los pocos minutos dormía, con el rostro ausente ladeado y casi sumergido en la almohada.

Si te la toco los puedo tocar, resonaba en mi mente, pero parecía extraño imaginarse que de aquellos labios secos pudieran haber llegado a salir tales palabras. Yo no tenía sueño. Desde mi cama, a un metro de la suya, tuve esa idea tonta, como de pegamento, de que en realidad ya estaba durmiendo con ella, me había acostado con ella, a su vera —y su ausencia, su retirada al otro mundo del sueño, me la dejaba aún más cerca. No mentiré cuando le cuente al Suso que lo he hecho, que ella lo ha hecho, pensé, y cuando aquello ya era ingobernable bajo la tela blanda del pijama, di aquellos pasos tan largos y le di, mentalmente, al click para inmortalizar aquella polaroid de mi polla rozando sus labios secos, humedeciéndolos ligeramente con aquella gota clara como pegamento Imedio. Se ha dormido vestida, pensé; pero yo nunca había sentido tan desnudo a nadie. No me atreví a nada más. Fue ya en sueños cuando vi que la Neli se relamía. Sus labios nunca volvieron a estar secos.


ØØØØ

Cuando imagino el cuarto de Santi, el escritorio lleno de cajones, pienso en lo que él podría guardar allí. Quizá esos experimentos que los dos solíamos planear, como meter una lagartija viva en un vaso con alcohol y, dos meses más tarde, comprobar si aquello se había convertido en tinta verde o si olía como los chicles de clorofila. Pienso en aquellos papeles que una máquina imprimía sobre nosotros, con nombres y apellidos por los que nadie se conocía, dirigidos a padres y madres que casi nunca estaban y que jamás los recibían. La mayor parte ardieron en el parque, pero cuando me da el punto me los imagino pulcramente encuadernados en álbumes de fotos, y pienso que el Santi, en cuya casa sin duda los siguen recibiendo, debe coleccionarlos como si fueran números del Muy Interesante.

—Mira, en esto me han puesto Insu en vez de Emedé. Y eso que el tipo no me ha visto ni en pintura.

—Los hay que creen a ciegas en la bondad humana.

Pienso, pero no se lo digo a Santi, que su caso no debe ser único: debe de haber miles de tipos que ha dejado de ir a clase y que la máquina de turno matricula, diligente, una y otra en vez en séptimo de EGB, repitiendo el mismo curso desde 1936 o desde la Guerra de Troya. Si la fe en la bondad humana prospera, algunos terminarán aprobando (un curso, una asignatura). Cualquier día los buscas y se han escapado de casa de Santi.


ØØØØØ

Encuentro al Suso pocos años después y no tenemos que fingir que no nos conocemos. Es la verdad. Está hablando con un pringadillo, un pinflois (me la tocas y me voy) que ha venido por primera vez a los recreativos con un monederito muy visible del que saca billetes verdes.

—¿Tú estudias mucho, eh?

Algo sabe el chaval, porque no responde, pero no lo bastante para echar a correr, así que yo me acerco y añado:

—¿Pero estudias a mano o a máquina?

Y los tres nos reímos, la ostra, la morsa y el carpintero. Amigos así son los que valen. Así que el chaval nos invita a jugar toda la tarde (él nos mira jugar, con la misma atención boba con la que mira cada cinco minutos el reloj hasta darse cuenta de que nos está llamando la atención sobre el mismo), y cuando chapan nos presta lo que le queda para que cojamos la furgoneta, y promete estar mañana a la misma hora (nos ha dado su dirección y su teléfono, por si su memoria flaquea). Si fuera más listo se daría cuenta de que acudir a esa cita nos pondría en peligro a nosotros aún más que a él (siempre hay un primo Zumosol o un pariente madero), pero un tipo así de listo no andaría enseñando el dinero, ni se quedaría dudando qué letra inventarse para su piso. Además, ¿dónde va uno a una cita sin reloj?

—Es la D, la D. Sexto D.

—Más vale que lo sea, Nelio.


ØØØØØ

Como no recuerdo cuándo conocí al Suso, termino confundiéndole con ese chaval que estaba a la puerta del mercado cuando mi madre se metió dentro con el carro y acabó perdiéndome entre la frutería y la tienda donde hacen llaves. No tenía más de seis años, la ropa negra manchada deblanco, y una sonrisa fugaz que desapareció cuando me acerqué y, apartando la mirada con respetuoso desinterés, me mostró la tiza que guardaba en el puño derecho.

—Son tetas —me dijo, mientras trazaba círculos amplios en la pared de ladrillo—. Las tetas de tu hermana.

—Las de tu puta madre.

Y después ese sabor extraño de la primera vez que te tragas los dientes.


ØØØØ

Estoy comiendo patatas fritas y viendo la tele en casa de Nelia cuando encuentro, entre el Superpop y el Interviú , el cuaderno de raspa con hojas de cuadraditos azules. No me da tiempo a esconderlo cuando llega de la cocina y me fulmina con la mirada.

—Cuando me traigas el tuyo, puedes leer el mío.

Y yo no escribo, así que nos quedamos quietos viendo la película, la pantalla azul en vez de sepia (qué estará viendo Santi), y yo pienso que sería lindo que para mi cumpleaños la Neli se acordase de regalarme alguno de esos cuadernos.

—Hoy he visto a Suso. Me preguntó por ti.

—Pues yo no quiero volver a verle.

Iría a decir algo cuando sus labios sellan los míos y es su lengua la que se hunde, impertinente, en la mía, como sus dedos bajo mis pantalones.

—¿Vas a hacer algo tú o tengo que decírtelo todo?


ØØØ

La Plasta prepara una merluza excelente y yo llevo algunas semanas aprendiendo a responder con cierta educación a sus preguntas. De todas formas, decir que a mi viejo no lo conozco, que mi hermano mayor es heroinómano y está en la cárcel (aunque quizá lo dejen volver pronto, cuando sea terminal de SIDA) y que a mi madre (y por tanto a mí) están a punto de echarnos de casa un día sí y dos también es casi menos educado que no abrir la boca, así que también la Plasta es responsable de que últimamente me dé por imaginar cosas, cosas de aquí y que parecen sacadas del Semana , pero ella se traga con el mismo buen gusto con que yo el pescado precocinado del DIA. Neli se ríe. Ella no come pescado, pero se sorbe con delicadeza la sal de los dedos, antes de volver a hundirlos en vano en el cuenco de las patatas fritas

—Mi padre está en Barcelona, buscando un piso en la costa. En cuanto lo encuentre nos vamos para allá. Este barrio es una mierda.

La Plasta asiente. Una mierda, sí, y nosotros los gusanos que viven de ella. Un ecosistema perfecto, en realidad, en el que las mentiras, las palabras de más, tienen algo de costra superficial, de exótico. La Plasta lleva aquí años y sigue sin vivir en el barrio. Neli le podría abrir los ojos, si quisiera; pero no es eso lo que se hace con los muertos. Mejor tapárselos con el dinero que deja sobre la mesa antes de cogerme de la mano y sacarme de aquella tumba.


ØØ

Desde que estudio FP en La Paloma, como Neli me dijo, encuentro más palabras para decir lo que quiero. Es como si las fuera sacando de un caldero pegajoso, con dificultad, y tan embotadas que no sé si me van a servir de veras para algo. Ese tipo, por ejemplo. Lo llaman el Muerto, y nos explica las coplas de Manrique con una emoción tan sincera que da pena saber que es totalmente superficial. ¿Ha estado ese tipo alguna vez cerca de la Muerte, con la nariz rozando el fondo? ¿Se da cuenta de que nunca ha vivido? Casi dan ganas de esperarle a la salida, en el descampado, y darle un par de clases prácticas, una pequeña visita a la casa amarilla para que sepa qué hay de verdad tras todas esas metáforas que él cree, por indoloras, bonitas. ¿Le haría eso gracia a Neli? A Suso seguro que sí.


Ø

Hace ya tres o cuatro años que dejó de circular el pegamento, y desde entonces siento que la cara de Santi, que la casa entera, se desdibuja y se pudre. Tal vez como debe ser. No es que haya dejado de buscar la entrada. Con la coca me vuelvo un témpano inteligente. Con los tripis veo chiribitas mágicas que se mueven por el aire como luciérnagas en forma de Mandala. Con los porros me duermo. Ninguno de ellos lleva hasta la puerta tapizada de rojo. Mi mente no encaja en la cerradura. Me levanto con sabor a clorofila en los labios, pero estos no son de color verde Amstrad. Empiezo a entender qué significa ser Obélix, no poder volver a la marmita mágica, haberme vuelto invisible a los invisibles. La máquina azul se ha vuelto más inteligente, e imprime mis notas con letra elegante, que de repente leo como por vez primera. Nelia me mira y sonríe. Yo empiezo a distinguir a Nelia.