sábado, 31 de agosto de 2013

Dulce sombra


Hay canciones, por íntimas, extremas. Uno se lo piensa dos y tres veces antes de compartirlas con alguien, porque aunque la teoría (y la experiencia) sugieren que todos somos extrañamente parecidos allí donde dejamos de ser diurnos, cabe que el que nos escucha se quede pensando que le hablamos en morse o en broma.

Esta es una de esas canciones. La compuse hace muchos años, en la época de estos versos, que hablan de la misma pena:

Qué a solas duermo, hermano, con tu sombra,
que a veces me visita enamorada
y en nubes de sonámbula me abraza.

Qué amarga anda tu lengua con la mía,
revuelta en agridulce agua y tisana
de yerbas incurables y metales,
sabores de peseta en la garganta.

Qué a solas duermo, hermano, con tu sombra.
Qué a solas.

Sonaba por entonces tan desvalida y amarga que aunque encontró quien la quisiera (Antonio Hernández hizo su propia versión, me temo que perdida, al órgano), nunca llegamos a tocarla en directo. Así quedó durante un par de decenios. Este año me volví a encontrar tocándola, y fue tomando forma nueva, de vals. De repente, sin perder saudade, se hizo ligera, casi alegre. Y así suena ahora, con Fátima a la voz y Paco a la flauta.


viernes, 30 de agosto de 2013

Morgana


El nombre obliga, decía el maestro Agustín. Conocí hace años en la Red a una poetisa llamada Morgana —y a fe mía que honraba el nombre elegido, tanto por su dominio mágico de las artes del verso como por su gusto acendrado por lo gótico e invisible. En su honor escribí este soneto, que ahora rescato, aunque no valga gran cosa, por el juego con las rimas. Recuerda Irene en Twitter que Orwell presentaba como ejemplo de la pobreza en rimas de la lengua inglesa que solo hay siete palabras que rimen en consonante con God. En español no tenemos muchas más que rimen con Camelot. Creo que aquí van casi todas (aún cabrían Sephiroth y Thoth).

Eclipse de Avalón, hija de Ygerne,
señora del señor de Camelot:
tu voz es el licor que probó Lot,
tu reino, ínsula gris de Julio Verne.

Antes que, polvo cósmico, me interne
en los umbrales acres de Astaroth,
arcana ventajista del Tarot,
mueve esa espada negra que se cierne

sobre mi corazón. Cobra el trofeo
o al fin desátame de esta red negra
en cuya polución se desintegra
mi alegre confusión. Hazme al fin reo,

señora, de tu hechizo: ave de paso
en el candor eterno de tu ocaso.

martes, 27 de agosto de 2013

Hay cosas que admiten los inviernos



El libro de Marta Fuentes se abre con una dedicatoria:


A mi hermana Sara
porque voy a su habitación
y miro a través de su ventana,
porque viene a mi habitación 
y mira a través de mi ventana.

Tras el prólogo, sigue esta cita de Fichte:

Según esto, la realidad de cada momento, lo que real y verdaderamente es un hecho vivido, es eso en que tú te olvidas.

Y el primer poema:

HAY COSAS QUE ADMITEN LOS INVIERNOS

de terrazas altas en ciudades visitadas.
Hay cosas que requieren su forma de ver,
visiones de viajes que remontan
a una forma más ancha de morir,
de concebir la risa del cosaco.
Hay cosas tremendas como un naufragio
o nieve matutina en la contraventana.
Son como vestidos, recuerdos, figuraciones,
despistes hechos tragedias
en la conciencia de un tiempo.

domingo, 25 de agosto de 2013

El libro de Marta: prólogo



Este mes de agosto ha sido generoso en encuentros. Cierro mi estancia en Madrid en compañía de Marta Fuentes, la poetisa viva que más admiro, y cuya obra permanece secreta, o casi. En 1994 ganó el premio Blas de Otero que solía convocar (lo hizo entre 1986 y 2009, con algún paréntesis) la Universidad Complutense de Madrid con el libro de versos Servidumbre de vistas. Tuve la suerte de escribir el prólogo de ese libro, y hoy he vuelto a leerlo, después de muchos años: víctima del entusiasmo juvenil, le presté mi ejemplar a algún amigo de memoria frágil, y he tenido que pedirle uno nuevo a la autora.

Hay mucho que saborear en este libro. Haciendo caso al refrán (el burro delante, para que no se espante) traigo para empezar mi prólogo, corregido en una sola pero brutal errata: resurga, dice el texto impreso.


A LA HORA DEL VENCIMIENTO
(las facturas sonreían, ilegibles)

Pero nunca se pierde el deseo de que alguien nos hable de aquello. Que llegue ese día en que todo coincida, las frondas desciendan, se abran las terrazas de los bares clausurados; y que, haciendo memoria de puntillas, pintando al recuerdo, vaya alguien a evocarnos de repente ese secreto que las cosas se guardan siempre, eso que, por no decirse, a punto está de no existir, de no figurar en los catálogos, y sin embargo. La otra parte de un comienzo. Una ternura postrera.

Cosas terribles, calladas. En los poemas de Marta se dejan decir algunas cosas, se aclaran ciertos extremos; nos dan, en estos largos paseos por meses y calles de invierno, unas pocas y sobrias palabras, pero exactas como heridas de limpieza azul en frío. Si escribir sirve para algo, seguramente sea por clavarnos su elegancia; para hallar las tijeras entrañables, la distancia y frialdad precisas para contar lo que, por extremadamente conmovedor, resulta trivial y desmentido al declararse. Y hay que esperar a haberlo, casi , olvidado, a olvidarse, para hacer sitio donde nos resurja: donde campe, en toda su incertidumbre, la tristeza abrumadora de ciertas tardes, la risa inmensa del cosaco que acechó la caída de nuestras buenas formas. Una forma más ancha de morir. El cansancio de haber bebido el alma. 

Cuando vas a traicionar el secreto, descubres que no puedes decirlo, que has olvidado su enunciado y soluciones. Sólo Marta, desde su ventana, tiene el secreto de estos tomavistas. Te asomas y no sabes qué herida estás mirando, qué mustia delicadeza es ésta en que la lengua se queda prendida. No nos irá a doler todo esto. 

¿No nos habíamos hecho mayores? ¿No habíamos, trampa mediante, aprobado el catecismo ramplón de los maestros? Y de repente, esto. Vaya, vaya. Quién sabe si será lo que Dios sabe. Quién sabe tanto de cuanto se calla.

 

domingo, 4 de agosto de 2013

La Balada del Amor Ciego

Me recuerda Ricardo esta canción de Fabrizio de André que tradujimos en su día con Giulia y Emiliano, más bien libérrimamente, para cantarla en español. Algo así era:



Un hombre honrado, un hombre honesto, 
se enamoró perdidamente 
 de una que no le quería ni esto.

 Le dijo: Tráeme mañana,
le dijo: Tráeme mañana 
picado el corazón de tu madre amada. 

 Él a su madre se fue y mató, 
 sacó del pecho su corazón 
y al perro de su amada se lo sirvió. 

No era, no era el corazón, 
no quedó contenta con aquel horror: 
quería otra prueba de su ciego amor. 

Le dijo: Amor, si por mí te quemas, 
 le dijo: Amor, si por mí te quemas, 
córtate de un tajo las cuatro venas. 

De un solo tajo se las cortó;
cuando la sangre negra brotó,
 corriendo como loco hasta ella volvió. 

 Ella le dijo riendo fuerte,
 ella le dijo riendo fuerte: 
Tu última prueba será la muerte. 

Mientras la sangre fluía lenta
 e iba perdiendo ya su color, 
ella, orgullosa, ríe contenta:
 un hombre se mataba por su ciego amor. 

Fuera soplaba muy suave el viento 
y ella fue presa de aturdimiento
 cuando lo mira morir contento:

morir contento y enamorado 
sin que le deje ningún regalo,
 ni su calor ni su dulce pena, 
sólo la sangre fría de sus secas venas.