domingo, 30 de diciembre de 2012

Haz que parezca una biografía


He pasado un par de días sumergido en Las muchas vidas de John Lennon, de Albert Goldman. El libro es un ejemplo señero de lo que se ha llamado patografía: una biografía tan desfavorable al biografiado que parece más bien el informe de un abogado del Diablo decidido a acabar con él. Goldman llega a la tarea con un currículum impresionante: meó anteriormente en la tumba de Lenny Bruce, Bruce Lee y Elvis, provocando una ira descomunal entre los fans de este último. Timothy Leary sufrió un tratamiento similar a manos de otro biógrafo decidido, Robert Greenfield. Aunque el damnificado principal está muerto, en el caso del libro de Goldman la viuda de Lennon, viva y activa, recibe tal cantidad de golpes que es inevitable preguntarse por qué no llevó a su inflexible censor a los tribunales. Es difícil no coincidir con Goldman en que Ono (que dijo haber considerado el suicidio tras leer la obra) no habría podido permitirse que se airearan aún más sus manejos y torpezas, y la persecución legal del libro le habría dado aún más notoriedad.

El libro no solo provocó una reacción digamos fundamentalista (en plan no pierdan Vds. el tiempo con esa basura); George Martin y otros señalaron, con razón, que contiene múltiples errores fácilmente constatables, como presentar Love Me Do como un disco de 78 rpm o confundir la autoría de las canciones (Drive my car, analizada como obra de Lennon, es en realidad hija de McCartney). Goldman admitió estas meteduras de pata, minimizando su importancia, y prometió subsanarlas en próximas ediciones —pero la española de 2011, que he leído, las conserva todas, añadiendo a la mezcla un surtido generoso de errores de traducción (por ejemplo, alguien debería aclarar a Rosalía Vázquez, responsable de la tarea, que chords no significa cuerdas, sino acordes). La falta de acribía en cuestiones menudas implica un descuido que incita al escepticismo respecto a las afirmaciones más audaces que contiene el libro: por ejemplo, esa ocasión en que, supuestamente, Lennon se negó a subir al escenario con los demás Beatles hasta "vaciar sus huevos", por lo que sus gorilas procedieron a traerle a la primera fan de buen ver que encontraron para que la violara.

Peor impresión aún que los errores la produce la inconsecuencia: Goldman afirma con frecuencia cosas contrarias en el espacio de unas pocas páginas, de forma que el Lennon de los años de silencio tan pronto aparece como un recluso prácticamente inválido incapaz de actividad alguna como se transforma en un viajero hiperactivo; del mismo modo, Yoko Ono es en una página una supersticiosa sonrojante que no da un paso sin consultar el Tarot y en la siguiente una escéptica que utiliza a su red de presuntos videntes para dar autoridad a sus propios designios, presentándolos como si tuvieran origen divino.

Dado que Lennon, por su muerte trágica, se ha convertido en objeto de un culto bastante acrítico, no se puede decir que el libro de Goldman sea enteramente pernicioso: dejando aparte las acusaciones fantasiosas, con lo que el propio Lennon declaró en vida sobre y contra sí mismo, amorosamente recopilado por su verdugo, hay material de sobra para restituirle a una estatura menos disparatada. Fue un hombre impulsivo, con una marcada tendencia a la violencia (especialmente hacia las mujeres y los gays) y una oscilación (bastante comprensible) entre la megalomanía y la inseguridad. Lo llamativo es que supo tomarse estas limitaciones con un humor y una capacidad de autocrítica nada frecuentes. De hecho, no encontramos en las declaraciones de los demás Beatles  la franqueza desarmante con la que Lennon habla de su abuso de varias drogas o admite haber dicho tonterías, exageraciones o mentiras en el pasado, llevado por la ira o el interés estratégico.

Como señala con astucia Louis Menand, la patografía, lo que los antiguos llamaban la damnatio memoriae, no solo constituye a su pesar un testimonio reticente de la valía del vilipendiado, sino que engrandece el misterio: cuanto más despreciable e inane resulta la persona del artista, más enigmática se vuelve la distancia entre sus defectos y sus logros. These books only scratch where it itches. They still can't explain why it itches, and the itching doesn't stop.

Los logros de Lennon, con y sin los Beatles, apenas necesitan defensa ni elogio: si detrás de All you need is love, Instant Karma y My mummy's dead está la melodía inicial de Three blind mice, como señala con razón Goldman, uno se pregunta quién más habría sido capaz de convertir esas tres notas en otras tantas canciones tan notables.

Otro asunto es el valor de la obra de Yoko Ono, que parece haber gastado cantidades ingentes de tiempo y dinero en promocionarse sin haber conseguido, hasta hoy, la aprobación gratuita de casi nadie. Podemos creer en la sinceridad, al menos inicial, de Lennon cuando afirmaba que los berridos de Ono constituían algo tan valioso como las canciones de Chuck Berry o Buddy Holly —pero solo para él. En cuanto a la corte de aduladores y hechiceros que la rodea, de la que procede buena parte de la bilis del libro, es imposible no recordar la observación de Freud sobre la marea pestilente del ocultismo. Si, en fin, la acusación de Goldman de que fue Ono quien arrojó sobre McCartney al servicio de aduanas de Japón en 1980 tiene algún fundamento (y sorprende que nadie se haya lanzado a desmentirla), la distancia entre el personaje y la Bruja Piruja se hace extremadamente tenue.


viernes, 28 de diciembre de 2012

Disolución


Como el ano junto al sexo, desde Quevedo, al menos, la poesía escatológica sigue a la amorosa como una sombra deforme, usurpando sus formas características (el soneto, especialmente) con una suerte de virtuosismo impropio (lo que JRJ llamaba 'poesía al revés'). La degradación de lo poético, tan penosa, tiene también algo alquímico: es Orfeo (o Ishtar) bajando a las cloacas, al infierno gástrico, un ciclo de metales y digestiones pesados, donde André Breton, por ejemplo, creyó imposible poesía alguna. Tiendo a darle la razón —pero en la duermevela de hoy la Musa sublunar ha venido a visitarme lira en ristre, pidiendo turno. Pues ellas mandan, procedo:

Un pedazo de mierda,
un zurullo viscoso y repelente 
que con constancia cerda 
esparce en el ambiente 
su hedor desaprensivo y estridente.

Materia cero, prima,
estiércol donde toman las raíces
venganza de su cima,
sorbiendo entre lombrices
el hilo de sus telas más felices.

Ingratos pies de barro,
pero botas también de siete mares,
desvencijado carro
que siembra en los pajares
la aguja de sus éxtasis vulgares.

Desagües y letrinas,
estanque saturado de presencias
incómodas, espinas
que grapan evidencias,
museo torturado de las ciencias.

La vida hecha residuo
resiste declarándose solvente;
doblado, el individuo
se aleja bajo el puente,
disuelto en la quietud de la corriente.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Camina la Virgen pura (villancico melotrónico)


Hace años, esta fue de las primeras tonadas que me trajeron mis alumnos cuando les pedí que recogiesen canciones populares de la generación de sus padres y abuelos. Acabo de escuchar ahora la transcripción fidelísima que hizo de ella en su día el gran Félix Contreras para el Cancionero y Romancero del Campo Arañuelo y veo que mi memoria la ha transformado un poco. Como en ese tipo de transformaciones consiste la vida de la tradición oral, no me apoco y traigo 'mi' versión del invento. Así suena, con la melodía a cargo de un melotrón (que combina flauta y fagot) y el acompañamiento al clave. (Sobre la letra del romance hablamos en otra ocasión: hela acá, con doctísima aportación en los comentarios de Antonio Hernández, Grifo —cuyo pintor favorito, Patinir, ilustra esta entrada.)

domingo, 16 de diciembre de 2012

Las hadas alfonsíes

La canción que sigue, de nuestro querido Alfonso, rara vez ha dejado de sonar en nuestros conciertos cientovolanderos. No sé si es la mejor de las suyas, pero desde luego es un buque insignia de su sonido; la armonía es sencilla, pero contiene los giros exactos para situar la melodía en un terreno equívoco, tonal y modal al mismo tiempo.  El arreglo, con unas frases estupendas de Dani a la flauta, ha ido mutando con los años. Esta es la versión más madura hasta el momento, de agosto de este año, con una interpretación memorable de Luli. Los que sintáis curiosidad, tenéis aquí la versión original, en voz de Alfonso, y acullá una versión cientovolandera en directo del 2007, con Luz a la percusión.


miércoles, 5 de diciembre de 2012

Españoles, Albiac ha muerto


Releo, por si contiene algo útil, La muerte, de Gabriel Albiac. Es un libro agradable, escrito sin la verborrea que hace ilegibles sus panfletos sharónicos. La grandilocuencia está ahí, desde luego, pero contenida. Hay ratos impecables (durante bastantes páginas, es poco más que un comentario admirativo del Heráclito de García Calvo), pero fatiga el derrotismo de Albiac, para quien todo lo importante y digno de memoria pasó hace muuuuuuucho tiempo.

A veces, parece que ese tiempo dorado es Grecia. Otras, la frontera está en los albores de la Revolución Francesa, o en los surrealistas, o aun tan cerca como los últimos años sesenta. Parece que en la película de Albiac la muerte de la civilización tuvo lugar por estratos: la filosofía muere con Grecia, pero la política sigue siendo actividad notable hasta San Just, la escritura dura hasta Éluard y la música hasta Jim Morrison. En cualquier caso, él nos escribe en el después del después, cuando ya no se entiende la letra de aquello y apenas se puede tararear, desafinando, la música. Vamos, que sólo queda la COPE, su biblioteca y esa panda de chorizos del PSOE que encarnan cuanto de corrupto y prescindible hay en el ser humano.

Admito mi escepticismo, pero me da la sensación de que Arcadi Espada (creo que fue él) acertó al aludir a Albiac como un hombre que confunde su ocaso privado con el público. Uno aprecia su entusiasmo por cada una de esas edades doradas perdidas, pero queda la sensación de que podría haber elegido otras (haberse entusiasmado con el punk, por ejemplo) o, mejor aún, seguir abierto a lo que pueda venir, que nadie sabe.

Hasta su militancia sharónica, aunque intragable, revela que después de todo el hombre conserva cierta capacidad de entusiasmo por la política. Recuerdo un artículo suyo en el que él mismo se sorprendía de la distancia entre la visión desdeñosa que tuvo en su día del gobierno de Aznar ('pobre diablo', le llamaba entonces) y el balance que se le impuso cuando el 'pobre hombre' se retiró y resultó que, a ojos de Albiac, no lo había hecho tan mal y merecía una palmadita en la espalda.

Lo de menos es que uno no comparta ese entusiasmo tardío por Aznar: lo de más, esa distancia entre la película en que Albiac vive y el flujo de los hechos, que amenazan salirse del guión en cualquier momento. Creer que todo va a peor es una forma invertida del progresismo de toda la vida, igualmente irracional y de trasfondo (¡horror!) religioso. Al final Albiac es (quiere ser, al menos) ese druida de las pelis artúricas que constata que el mundo ha cambiado a peor de forma irreversible y se retira a barajar sus runas. Un pesado, en fin; y un cenizo.