domingo, 21 de octubre de 2012

A las 8 de la mañana


Despierto temprano, con una canción entre los labios. Cojo enseguida la guitarra y le doy dos, tres vueltas, antes de encender la grabadora. Esto suena, rugoso e imperfecto pero ya completo en algún sentido:

A las ocho de la mañana
cuando todo empieza y acaba,
se despiertan todas las cosas
y yo me acuerdo de ti.

Cuántas vueltas traman la vida,
cuántas cuerdas tensan la herida,
cuántas puertas que sin salida
me devuelven a ti.


Luego, con el generador de partituras, comienza la tarea de explorar las posibilidades, probarle timbres y texturas al invento, escoger el melotrón, el clave, la celesta, el cello, la batería. Así suena, instrumental, unas horas después:





martes, 16 de octubre de 2012

Ovillo edípico

Para Rafa; y para todos los alumnos que han sufrido conmigo las penas del rey tebano.

Pero entonces, esto de Edipo y su reinado interrumpido ¿de qué va realmente? Una cosa es segura: que su manera de funcionar consiste en activar a la vez múltiples resonancias, que se extienden por campos diversos.

Se trata de una historia de raíz tradicional, un mito (¿o leyenda?), con un aire de familia indudable con otras historias del mismo origen (con los cuentos de hadas que nos contaban de pequeños, para empezar, con su héroe que derrota al monstruo y se casa con la princesa); pero es un cuento empapado en todo tipo de fluidos, casi todos innombrables en el cuarto de los niños. Es una historia de sangre y lágrimas, pero también de una senara húmeda y fértil (el vientre de Yocasta) donde se reproducen a un ritmo notable (cuatro retoños tienen los reyes, en sendas parejas de dos niños y dos niñas, cual matrimonio que se somete a una terapia de fertilidad y acaba bendecido con parto múltiple) yerbas exóticas, ricas en efectos secundarios.

Tras la piel del relato se transparentan los huesos del ritual: un sacrificio cruel en que el sacerdote que sostiene el cuchillo acaba clavándolo en sus propias entrañas. El héroe trágico (cabrío) es el chivo cuyo canto, primero desafiante y altanero, luego desgarrador, da nombre a la tragedia: el canto del cabrón. La víctima se nos ofrece herida pero aún viva para que gustemos su dolor y nos sintamos presentes en él, aunque protegidos por la ilusión escénica que nos deja creer que esas cosas tan intensas, tan reales, no traspasan el escenario.

Pero ni la historia ni el rito transcurren aquí sin una interrogación explícita sobre su propio sentido, su mecanismo. Los personajes discuten sobre quién es quién y qué ha sucedido realmente; discrepan sobre quién mueve la mano que golpea o la boca que grita. ¿Hace Edipo lo que quiere, lo que debe, lo que puede? ¿Es el que sabe que es (corintio, salvador de su familia y de Tebas, padre y marido feliz) o el que ignora (tebano, propagador de la peste, parricida, incestuoso, condenado a sufrirlo todo)? ¿Se complace Apolo moviendo los hilos o se limita a azuzar al muñeco para que este avance y se despeñe por su propio peso? Ni siquiera tienen claro los personajes qué han venido a hacer: ¿vino Tiresias a callar o a decir 'lo que tenía que decir'? ¿A practicar la preterición o a conseguir que lo que dice sea, por ininteligible, una forma ruidosa de silencio, un acto de comunicación nulo?

La obra, además, es metateatral de un modo casi ostentoso. Los personajes cumplen papeles y lo saben (tú lo tuyo y yo lo mío), y hasta los hay (el mensajero de Corinto, el criado de Layo) que acumulan dos, como si la falta de actores hubiera obligado al dramaturgo a concentrar dos roles en una sola cabeza.

Se cumplen las normas de un género, la tragedia, pero se sugieren o profetizan otros: la novela policíaca, la indagación psicoanalítica y hasta esa peculiar forma de teatro que es el procedimiento judicial, con sus interrogatorios (a Tiresias, al criado…), sus careos (entre el mensajero y el criado) y hasta sus torturas para avivar la lengua del reo.

 La obra comunica con la especulación política (quizá sean necesarios reyes; pero mal nos irá si no recordamos, como Tiresias y Creonte, que nada manda más que el derecho a responder y hasta rezongar razonadamente cuando se tiene con qué) y con el dilema ético (de los personajes, pero sobre todo del espectador: ¿qué opinar de quien hace el mal convencido de estar haciendo lo correcto? ¿Es aceptable la pia fraus, la mentira melosa que nos protege de la intemperie? ¿Es humana la decisión de llegar hasta las últimas consecuencias, así se abra la tierra ante nuestros pies?).

La sofisticación intelectual que trajeron a Atenas (muy etimológicamente) los sofistas, sembrándolo todo de dudas y claroscuros, convive en la obra con certezas antropológicas de marcado sabor primitivo: el rey es la Tierra; si esta enferma es porque el rey no está sano, y no queda otra que curarlo o amputarlo.

Una de esas certezas es que, como avisó Heráclito, Natura ama esconderse. Las cosas pueden y suelen tener doble luz, que exige leerlas de frente (como hace Edipo, siempre dispuesto a afrontarlo todo) y al sesgo (como dicta, también etimológicamente, Apolo Loxias: el Sesgo u Oblicuo). Bajo la ley de la hiperdeterminación, el sentido no se dispersa, sino que se concentra en oxímoros y paradojas duros y mixtos como esfinges: Edipo hace lo que debe hacer sin dejar por ello de hacer en cada momento lo que libremente decide; Tiresias, ya lo vimos, habla para mejor callar; apenas ha visto el héroe claro por primera vez todo cuando decide cegarse, en parte por lo intolerable de la visión, pero también para abrazar en toda su intensidad esa lucidez implacable que hará de él, en sus últimos días, un santo cuyo cuerpo milagroso, tan salvífico tras la muerte como corrupto y corruptor en vida, se disputan varias ciudades.

Definitivamente derrotado, el héroe se libra por fin de las ataduras que le hicieron desde niño moverse por la vida a saltos bruscos, como si algún daimon se ocupara de hacerle de continuo la zancadilla. Freedom's just another word for nothing left to lose. Libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas, de recelo, Edipo cambia de referentes: su vida se parecerá ahora a la de Tiresias, no a la de Layo. Sófocles lo deja al final de la obra en palacio, atado en esto por la convención dramática: su verdadero final habría sido abandonar el escenario y con él los achiperres propios de su condición de actor. Algo así sugiere Pasolini cuando al final de su película saca al héroe del limbo africano en que ha transcurrido el nudo de la historia y se lo lleva, convertido en flautista ambulante, a Hamelín: a cualquier ciudad moderna donde pueda resonar su melodía.

La moraleja explícita de la obra (los versos del Coro que la cierran) suele tenerse por apócrifa. Quizá se nos permita, por eso, trenzarle una variación: no se trata tanto, como se nos propone ahí, de esperar para determinar quién ha sido dichoso al momento en que, ya muerto el perro, poco importe declarar que estuvo sano o rabioso, sino de recordar en todo momento que al ejercer los roles que de mejor o peor grado aceptamos nos cegamos necesariamente a una parte de la verdad, tanto sobre nosotros mismos como sobre lo demás, y que es preciso conservar siempre una cierta falta de fe en las funciones, consecuencias y prioridades que adoptamos; un descreimiento que tiene en realidad mucho de piadoso: consiste en recordar que, para bien y para mal, no siempre nos sucede lo previsto (al menos, no lo previsto por nosotros; otros profetas puede haber mejores), que la vida es un concurso sin notario. No es lo absurdo lo que nos da la libertad, sino la hiperdeterminación: lo que nos pasa en cada momento tiene no un sentido, sino una concentración inextricable de ellos, un ovillo que nos une con todo lo que tendemos a considerar ajeno.

Nos sale, en fin, la vieja veta junguiana: si el esquema que nos propone la tragedia es arquetípico, la conciencia de que hay una corriente poderosa que nos mueve a actuar de esta forma, edípicamente, nos da un plus de algo (lo he llamado antes libertad, pero quizá sea excesivo darle un nombre) frente a la otra alternativa, que es dejarnos llevar sin saber siquiera (como propone en la obra Yocasta) qué corriente oceánica es la que nos arrastra, convencidos de que hacemos lo que queremos o debemos, lo normal, lo único.

La historia de Edipo se reduce así, antes de acostarse, a la vieja broma: ¿Qué es una persona normal? Alguien a quien conoces poco. En la tumba del héroe, en cambio, podríamos escribir como epitafio el que dejó caer Heráclito: cumpliendo el mandato délfico, me investigué a mí mismo. Ya ven Vds. el resultado.

lunes, 15 de octubre de 2012

Edipo reconstituido


Leyendo el libro (estupendo) de Charles Segal sobre Edipo, Oedipus Tyrannus. Tragic Heroism and the Limits of Knowledge, topo con las versiones modernas (y modelnas) de la historia, por Gide, Cocteau y otros. Inevitablemente, genero la mía. Que no me parece de las peores.

Parto de una observación sagaz de Segal:
Oedipus stopped his father's journey and replaced him, making his own journey forward to a new home, wife, and kingdom coincide with his father's uncompleted journet back to his old home, wife and kingdom.  (p. 36)
En efecto, Edipo llega a Tebas vestido con las ropas de Layo. Completa el viaje de vuelta de este. Le esperan, frescas, su mujer, su patria y su reino. En esta versión (que hubiera escrito muy bien el gran Cunqueiro) Edipo mata a Layo pero durante el combate queda herido y pierde la conciencia. Con ella, la memoria. Despierta, desnudo, sobre las ropas de Layo (lo único que han respetado cuervos y ladrones). Se las pone y se cree Layo: una impresión que se confirma cuando de hecho todos los que encuentra le saludan como tal, congratulándose por su excelente aspecto. Su juventud recobrada se interpreta como una bendición de Apolo, a quien había acudido para pedir un remedio contra el monstruo que asola Tebas. Edipo-Layo no recuerda qué remedio era ese; pero se lo imagina. Crecido, arroja su espada y se tira contra la Esfinge —de hecho, se tira a la Esfinge, enseñándole cuál es la tercera (o quinta) pata del gato.

El orgasmo transforma a la fiera, cuyo rostro feroz cae a tierra como una máscara (tal vez lo era) revelando el rostro de una cansada pero feliz Yocasta.

Nuestro Edipo sería en realidad una especie de Dorian Gray. Intermitente. Agrían su felicidad con Yocasta recuerdos confusos de una infancia imposible en Corinto. Este amor por Corinto (como si fuera su propia patria) le lleva finalmente a invadir esta ciudad. En el asedio, mata a Pólibo —que, en realidad, muere de miedo al ver a su hijo (a quien daba por muerto) de vuelta de la tumba, poseído (reclamado) por Layo.

La guinda llega cuando Edipo toma a Mérope como segunda esposa, inexplicablemente fascinado por una señora que podría ser (también ella) su madre —aunque ella, coqueta, lo niegue.

Finalmente, Edipo tiene un encuentro fatal cuando pasea por el Citerón con un viejo ciego que le insulta. Irritado por su cháchara, lo mata de un bastonazo, pero Tiresias revive de inmediato, transformado (hay precedente) en una mujer joven de generosos senos. Huyen juntos de Tebas. Y los casa (vestido de Elvis) Apolo en Delfos.

domingo, 14 de octubre de 2012

Los secretos de la Esfinge


Los descubrimientos arqueológicos de los siglos XIX y XX demostraron al público que ciudades que se creían imaginarias, como Troya, habían existido realmente, y que bajo un paisaje anodino podían esconderse maravillas como la tumba de Tutankhamon.

Con estos precedentes, la imaginación sobre posibles prodigios por descubrir se ha desatado de forma imparable. En concreto, la literatura científica sobre la esfinge, aun siendo copiosa, es cuantitativamente mínima en comparación con las especulaciones pseudocientíficas y ocultistas que se publican cada año sobre sus presuntos secretos.

Como sucede con todas las leyendas y mitos, estas fabulaciones modernas no nos dicen nada cierto sobre aquello de lo que aparentemente tratan (la Esfinge), pero sí mucho sobre los que las han creado. La verdad de una leyenda no se encuentra en los hechos históricos o arqueológicos que la inspiran: estos sólo sirven de excitantes para la imaginación, que los reinterpreta a su gusto, según sus necesidades. Ejemplos de estas historias:

1. Aunque la cabeza humana de la Esfinge es reciente, el monumento original fue construido hacia el 12.000 a.C. y representaba a un monstruo terrible que los hombres han preferido olvidar. Así presenta el tema H. P. Lovecraft en su relato Encerrado con los Faraones:

A continuación bajamos hacia la Esfinge, y nos sentamos en silencio bajo el hechizo de esos ojos terribles y ciegos. En el inmenso pecho de piedra distinguimos débilmente el símbolo de Ra-Harakhte, por cuya imagen la Esfinge fue erróneamente considerada de una última dinastía; y aunque la arena cubría la tableta que tiene entre sus grandes garras, recordamos lo que Tutmosis IV escribió en ella, y el sueño que tuvo cuando era príncipe. Fue entonces cuando la sonrisa de la Esfinge nos pareció vagamente desagradable y nos hizo pensar en las leyendas que hablaban de pasadizos subterráneos bajo la monstruosa criatura, los cuales descendían más y más, a profundidades a las que nadie se atrevía a aludir, y que se relacionaban con misterios anteriores al Egipto dinástico excavado y en siniestra conexión con la persistencia de dioses anormales con cabeza de animal del antiguo panteón nilótico.

2. En algún lugar bajo las patas de la Esfinge hay una cámara oculta construida en el año 10.500 a.C. por los supervivientes de la destrucción de la Atlántida. Allí, en la Sala de los Registros, está escrita la verdadera historia de la humanidad. La entrada se encuentra en el hombro derecho de la Esfinge. 147 grupos, de tres personas cada uno, intentarán infructuosamente entrar, pero el siguiente descubrirá que la entrada se abre sola con el sonido con sus voces. Bajarán por una larga escalera de caracol. Al final de su viaje encontrarán una imagen de ellos mismos que les está esperando desde hace miles de años, con sus nombres y una fecha: la de ese mismo día. A cada uno de estos viajeros se les permitirá retirar un objeto sagrado y revelarlo a la humanidad.

 3. Hay un templo secreto bajo la esfinge, y pasadizos que conducen a las Pirámides.

4. Entre la Esfinge y la Gran Pirámide hay un OVNI enterrado.

 5. Un día la cabeza de la Esfinge caerá, y en su cuello descubriremos una cápsula para viajar en el tiempo.

Es fácil sentir que estas historias funcionan, aunque sean literalmente falsas. No es tan fácil explicar por qué. Algunos elementos para entenderlas podrían ser:

1. Al hombre siempre le ha fascinado la idea de que bajo la tierra se esconden fabulosos tesoros, que si se sacaran a la luz podrían cambiar el mundo. ¿Dónde están las llaves, matarile, rile, rile? En el fondo del mar… (como la Atlántida). Podría decirse que la arqueología es la forma racional y científica de esta búsqueda, como la química lo es de la alquimia. El creador del psicoanálisis, Freud, traslada esta búsqueda a la mente humana: en sus profundidades (el inconsciente) se ocultan las verdaderas razones de nuestros actos, que hemos preferido olvidar porque se trata de traumas, recuerdos dolorosos (“monstruos”).

2. También nos ha fascinado siempre imaginar que en algún lugar se guarda toda la sabiduría de la humanidad, un registro de todo lo que alguna vez ha sucedido. La Biblioteca de Alejandría fue para los antiguos una encarnación casi perfecta de este sueño. Desde su destrucción, hemos sentido que algo nos falta, y que alguien tiene que haberse ocupado de guardar y encriptar una copia de seguridad de todas las cosas perdidas. Los espiritistas del siglo XIX llamaban a este lugar los Archivos Akhásicos, y pensaban que no tenía existencia física, sino que se encontraba en otro plano de realidad: durante el viaje astral, el sueño o el trance los iniciados podían llegar hasta ellos y consultarlos. Jung creó con su Inconsciente Colectivo una forma moderna de este mitema: un mar de sueños donde flotan, incólumes, los arquetipos de la Humanidad. Borges le dio una vuelta literaria en su célebre Biblioteca de Babel, donde se recogen todas las variaciones posibles de todos los alfabetos que han sido y serán. De algún modo, la Internet viene a ser una nueva encarnación de este sueño: en ella está todo. Incluso los archivos más ocultos y secretos son accesibles si uno conoce la password adecuada o sabe cómo averiguarla.

3. La tradición mitológica afirma que la humanidad actual vive en un estado degradado e imperfecto, como consecuencia de una catástrofe o pecado que la arrojó fuera de la Edad de Oro o Paraíso. Frente a ella, la Ilustración inventó una tradición contraria, la del progreso, según la cual camina hacia un estado cada vez mejor, y la Ciencia acabará liberándonos de las enfermedades, el sufrimiento y la muerte. La tradición mitológica reacciona contra esta visión progresista proponiendo un cambio fundamental en la imagen de la Edad de Oro: en vez de ser un estado natural en el que no existía tecnología alguna, tal como lo describen las tradiciones antiguas, pasan a imaginarlo como una civilización mucho más avanzada que la actual. Los elementos maravillosos de todas las mitologías serían recuerdos deformados de esa tecnología avanzadísima, quizá de origen extraterrestre: seres humanos que no mueren, que vuelan, que ven a distancia… La Caída del Paraíso se convierte entonces en una catástrofe ecológica (una guerra nuclear): el hombre perdió esa ciencia avanzadísima porque la usó para hacer el mal. Quizá si la verdadera historia sale a la luz, aprenderemos a no repetir el mismo error…

4. El elemento extraterrestre que aparece con frecuencia en estas historias puede interpretarse como una actualización o puesta al día de los dioses de la mitología antigua. Con frecuencia, asumen el rol del dios o héroe civilizador (o ángel caído), que trae a los hombres la sabiduría de un mundo superior del que voluntaria o forzosamente se ha visto exiliado.

 5. También reaparece en estas historias la idea del destino, que contradice la visión ilustrada del mundo como libre azar. Todo estaba escrito (una idea que conduce de forma natural a la Cámara de los Registros o al Libro de los Destinos: ambas cosas vienen a ser lo mismo). Este aspecto de las leyendas sobre la Esfinge recuerda las tradiciones sobre el palacio de Hércules, en Toledo: también en ese caso el material antiquísimo que se encierra en los sótanos resulta ser una imagen de la actualidad rabiosa.

jueves, 11 de octubre de 2012

Por un botecito de agua que traía yo


Leo cuentos, uno al menos cada noche, para mis niños, que los devoran. Ando ahora con los Cuentos extremeños maravillosos y de encantamiento recopilados y editados por Juan Rodríguez Pastor (Badajoz, 1997). El titulado El agua de la Fuente Romana es una versión de un cuento que ya habíamos contado otras veces, el tipo 551: «Los hijos en busca de un remedio para su padre». En resumen, arranca así:

Un rey ciego envía a sus tres hijos en busca del agua de la Fuente Romana, única capaz de devolverle la vista. Los dos mayores fracasan, pero el pequeño consigue llenar su botecito con el agua mágica. Mientras se dirigen a casa, el hermano mayor, envidioso, mata al pequeño y se presenta ante su padre con el botecito. El rey recobra la vista, pero llora la muerte de su hijo menor. Mientras tanto, un pastor se detiene a cortar una caña y fabrica con ella una flauta. Al tocarla, se escucha la voz del joven muerto:

Pastorcito que en brazos me tienes, 
tócame bien, 
que me mataron 
en el camino de Fuente Romana 
sin culpa o razón, 
por un botecito de agua 
que traía yo. 

Estarán conmigo en que era imposible no ponerle música a algo así. En lo que la intentamos con el grupo, así suena en versión instrumental para flauta (de melotrón) y dulcimer:

sábado, 6 de octubre de 2012

Mediodía

Siguiendo con la cosecha de tridecasílabos construidos al modo del viejo trímetro yámbico, aquí van estos, bastante bárbaros ellos, que me vinieron ayer a los dedos cuando le daba vueltas al tema.

Al dar el sol su luz mejor, apenas hay
adónde huir; sin eco tiene nuestra voz
un tono gris de sofocante intimidad.
Estamos ya donde el amor apenas es
el hilo afín que destejiéndonos se va,
la mano en llamas que se niega a consumir
el excipiente refractario a toda luz,
el resto opaco en que consiste nuestro ser. 

jueves, 4 de octubre de 2012

Te iré a buscar

Cada vez que me toca explicar Edipo Rey, hago un intento de familiarizarme con la música del verso en que está compuesta la mayor parte de la obra: el trímetro yámbico. Aunque supone una simplificación, uno se hace una idea de por dónde va la cosa si coloca en las sílabas largas que marcan el ritmo (no todas lo hacen) una sílaba tónica; y en las breves (o largas no marcadas), una sílaba átona.

El sistema es más complejo, porque caben inversiones y resoluciones (en vez de una larga podemos encontrar dos breves). Pero esencialmente es algo así:

tatátatá tatátatá tatátatá 

En este esquema, cada grupo de cuatro sílabas constituye un metro, y la secuencia breve-larga, tatá, se llama yambo. De ahí el nombre: trímetro (tres metros) yámbicos (a base de yambos).

Vertido así al español, el esquema produce un dodecasílabo con final agudo, que sería por tanto un tridecasílabo. Las métricas académicas sugieren que se trata de un verso desdichado (ya el número de sílabas sugiere el mal fario) que solo algún romántico o modernista chalado intentó redimir; pero no es del todo cierto. Hay varias canciones pop (a falta de mejor apellido) que lo utilizan. Recuerdo solo dos:


y aquella otra de Javier Krahe, Paréntesis:

¡Oh, cuán curiosa —me decía— es la mujer! 

En el primer ejemplo se ve que el final en agudo puede alternar, como es costumbre en español, con finales en palabra llana o esdrújula sin que la medida se altere. El regalo del intento de esta tarde ha sido darme cuenta de que también Antonio Hernández, Mandul, nuestro querido amigo, practicó ocasionalmente este verso, aunque ciertamente no lo llamó trímetro yámbico. Así suena en su mano, tratado con libertad (los acentos no siempre caen en sílaba par) y combinado en cada estrofa con un eneasílabo final (dáctilo + troqueo + troqueo + troqueo):

Te iré a buscar al más allá de las mesetas, 
lejos del muro donde mueren los ocasos, 
donde no hay suelo para el pie,  donde aún florecen, 
altos y libres, nuestros pasos. 

Mas, ¿dónde ir, si tú no existes, si tu entorno 
es un osario que, insepulto en el desierto, 
mana estertores como manan oquedades 
todos los huesos que se han muerto? 

¿Qué me dirás, si no te veo, o si te viera:
—¿Quién eres tú?, no te conozco, ¿qué pretendes?
—Estar contigo.... —Yo no soy a tu medida, 
no me conoces ni comprendes....? 

No: me dirás —Yo sólo soy lo que has creado, 
yo sólo existo en la espesura de tu centro, 
somos el mismo ser, somos los dos reales, 
ven a habitar, conmigo, dentro.... 

11-4-98