sábado, 29 de septiembre de 2012

Habanera septembrina

Como quien no quiere la cosa, llega la primera composición de este curso: una habanera (ya perpetré alguna otra) en re mayor, para clave y melotrón y percusión, un tanto psicotrónica ella.

lunes, 24 de septiembre de 2012

¿Por qué me persigues?


He pasado un verano sobrio, pero rico en lecturas psicodélicas, de las que iré contando alguna cosilla. La que cierra por ahora el ciclo es To live outside the Law de Leaf Fielding. Es un libro magnífico (con hábil guiño dylaniano) en el que este hombre cuenta cómo, tras una niñez desastrosa, su primer viaje de LSD le convirtió en apóstol del fármaco, y cómo poco a poco se vio involucrado en una red inmensa (y muy lucrativa) de tráfico de drogas.

En lo que llevo leído, hay una escena conmovedora. Fielding está ya entre rejas como resultado de un montaje policial muy aparatoso, la Operación Julie. Acude a verle Wally, un policía que ha desmantelado uno de los laboratorios clandestinos. Al retirar el material, él y sus compañeros policías se exponen sin saberlo al LSD y tienen un viaje glorioso. Pero al final casi todos se sienten culpables y acuden a un hospital a que les 'curen'. El policía necesita hablar con alguien que entienda lo que ha sentido (en su entorno nadie quiere oír hablar del tema) y busca a Fielding. Y se hacen amigos.

En medio de toda la represión absurda, surge esa amistad y ese viaje de los policías, como un regalo inesperado. Después de algo así, es imposible que los agentes no se planteen lo absurdo de perseguir una sustancia que les ha abierto los ojos, aunque haya sido durante una sola noche, a la belleza infinita del mundo. Aunque Fielding no lo dice, queda flotando la idea de que si jueces, políticos y demás pasaran por la experiencia, otro gallo cantaría. Y así, se hace justicia (poética): el ácido se vindica a sí mismo a través de quienes lo persiguen, como Dioniso haciéndose cargo de Penteo, o el Galileo apareciéndose a Saulo.




martes, 11 de septiembre de 2012

Érase una vez (pero ya no sé cuántas)


Volver sobre los versos ahora célebres, 
ya secos de aquel jugo que les daba 
su incógnita vidilla, su sustancia. 
Contemplarlos muñón, latiguillo, Museo,
refrán, frase deshecha, cortinilla, retuíter. 

Decir, entonces, 
como quien abre un viento, 

Hoy la tierra y el cielo se sofríen; 
hoy el fondo del alma huele a alcohol; 
hoy la he frito, he untado y me he empapado. 
Cásome en Dios. 

Seguir

Me gustas cuando hablas; imparable, eres fuente 
de noticias, rumores, sinsentidos hirientes 
que me arrastran; de pronto, te detienes en seco 
y estoy alegre —alegre de inventar tu silencio. 

Constatar

Puedo escribir los versos más hueros esta noche. 
Imitar a Neruda, sentir que me disperso. 
De otro, son de otro los trajes que me pruebo 
y yo soy su relleno: la muerte de un deseo. 

Recordar, moralista,

 Vinieron a buscar a Bisbal, pero no me importó porque yo era muy indie. Cuando, extrañado de que no me llamaran, acudí por mi pie hasta el plató, ya era tarde: habían cerrado el casting

Concluir, fiel al día

Sigan ustedes sabiendo 
que mucho más temprano que tarde 
abriremos las líneas telefónicas 
 para que puedan hablar los muertos.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Hágase la oscuridad

Para Fátima, Aníbal y David, que la oyeron toser antes que nadie.

 ¡Y se puede bailar!, dicen que dijo Dylan cuando escuchó por primera vez la versión lisérgica que hicieron The Byrds de su Hombre de la Pandereta. Pues sí: también a esta canción que he hecho estos días, que empezó sonando más bien intimista y sinfónica, sin dejar de sonar así, con sus acordes invertidos, su nota pedal y sus giros modales, ha empezado a latirle el corazón a mil por hora.

Es mi hora drum and bass: de las canciones de Ciento Volando, me fascinan sobre todo los momentos en que Benja y Luli se quedan solos marcando el ritmo y el grado cero de la armonía; y me encanta arreglar con la Orquesta Encantada la percusión y el bajo de los temas nuevos que voy haciendo. Es como darles el beso de la vida.

En lo que grabamos la canción bien cantada, con instrumentos de verdad, así suena en las voces tuneadas de mi orquestina portátil:





sábado, 8 de septiembre de 2012

Lecciones





El hombre es fuego, la mujer estopa; llega el Diablo y sopla. A este poema popular, tan acertado y vigente, solo le sobra casi todo: el sesgo sexista, el heterosexual y el religioso. Un poeta moderno lo escribiría de otro modo: Semos fuego y estopa; llega el Deseo y sopla.


*

La función de los cuentos: no tanto dormir a los niños (aunque lograrlo ayude), sino infiltrarse en sus sueños —para ensancharlos.

*

La comprensión de un poema importa, pero menos que la convicción de que nuestros poetas predilectos hablan en clave, en un dialecto que conocemos por nuestros sueños.

*

Cuando los alumnos dejan de serlo empieza, por ambas partes, la verdadera evaluación, que no registra boletín alguno.

*

Mantengo mi amor por los maestros que me enseñaron, de veras, algo: me llevaron a un barrio que antes no estaba en mi mundo. Y ahí sigo.

*

Viejos amigos: esta tendencia, de la que no me curo, a apartarme de lo que funciona probadamente bien en cada medio e intentar lo inusual —por gusto y por si acaso.

*

¿Es cosa mía o tener mucha razón es menos que tener razón a secas?

*

Llega septiembre. —¿Yo era profesor? —Te ganabas la vida con eso. —Buen matiz. Vale.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Fortuna falaz


Lo del cariño que se siente por las canciones es asunto complejo. A algunas se las quiere porque han sido un éxito, en el sentido noble del término: han logrado comunicarse con el oyente y hacerse cosa suya; pero a otras se las quiere casi por lo contrario, por ser hijos secretos, poco o nada divulgados y quizá mal comprendidos: una entraña irrenunciable. Las alegres y marchosas te arreglan sin perdón la tarde —pero en las melancólicas te juegas algo más que el pase a la final, una suerte de apuesta por lo que en principio nunca puede ganar, pero acaso merece algo mejor que el triunfo.

Compuse esta canción, que no sé dónde colocar (es melancólica, pero ha sabido hacer amigos), hace muchos años, mientras estaba de vacaciones en la costa (Benidorm, nada menos). Veraneaba con mis padres, sin nadie de mi edad, y merodeba a solas por el pueblo, sin llegar a entablar conversaciones. Más hurón que nunca, paseaba por el mercadillo con una libreta en la que a intervalos febriles iba apuntando versos al modo surrealista, procurando no descartar ninguna ocurrencia por extraña o poco poética que fuera (de esos paseos medio alucinados entre manzanas y camisetas estampadas surgió la poética de las cosas de comer, que nunca me ha dejado del todo). De vuelta a casa, a media tarde, registraba la guitarra acústica por si tenía algo que añadir. Y lo hubo: compuse allí Anabel (un sorbito de zumo de miel y mercromina), cuyo tono un tanto así da fe de esas mañas vanguardistas, y esta otra canción, de tono más clásico, que combina un recuerdo doloroso de la infancia (un beso que no pudo ser) con la dulzura Canterbury (que no Cadbury) de Caravan.

Hablando por entonces con mi amiga Eva, le comentaba que me obsesionaba la idea de alguien que al final de todo, en los últimos momentos de mi vida (o quizá de un sueño), viniera a llevarme de la mano de vuelta a los columpios, a mi infancia. Una figura extraña, mezcla del primer amor, la madre y esa Muerte que después encontré en los tebeos de Neil Gaiman, amable, lisérgica y comprensiva. En la canción la voz le pide a la Fortuna (falaz como en los Carmina Burana: velut Luna) que la lleve con Ella: un recorrido en dos tiempos, de una dama a otra (la Fortuna y la amada), que quizá son fases de la misma.

Esta es una de esas canciones que piden un cantante apto: yo nunca le hice justicia. Alguna vez, he preferido entregársela a las hadas de la Orquesta Encantada: voces exactas, aunque muertas. Por suerte, en esta versión Luli y Dani se hacen cargo de ella y la llevan donde debe estar, cogida de la mano entre el bajo y el saxo. Y con ella (pero no se lo digan) es a mí a quien llevan —a un Alejandro póstumo, un tanto más ligero y llevadero que el de ahora.






domingo, 2 de septiembre de 2012

Extraños juegos

Tuve la suerte de conocer este año, vía Facebook, a Bernardo Bonezzi, que ha muerto de manera inesperada hace unos días. Solicité su amistad sin muchas esperanzas, pero pronto comprobé que Bonezzi (adicto a las redes sociales, lo llama su amigo Diego Manrique) no era nada escrupuloso y abría la puerta lo mismo a ovejas que a lobos, sin solicitar santo y seña.

No diré que Bonezzi se publicaba completo, pero casi: hablaba a calzón quitado de sus proyectos y desengaños (muy ligados, por desgracia) y nos recomendaba cada día alguna canción, generalmente setentera, dándonos pistas valiosas sobre sus referentes.

Una tarde, me animé a escribirle en su tablón, para agradecerle una de las canciones que más me impresionaron de niño: Extraños juegos. Resultó que Bonezzi también prefería esta canción a su hit oficial, Groenlandia. Animado por su calor, le confesé que yo, aunque hice algunas concesiones puntuales, y he revisado mi criterio más tarde, por entonces crecí contra la Movida que él, queriéndolo o no, personificaba, arrimándome a destiempo a los discos de King Crimson y otros sinfónico-progresivos. Su respuesta me sorprendió: si había pasado mis horas escuchando a Fripp, Eno y cía., no me había perdido nada de bueno —ni de nuevo.

Aproveché también la ocasión para hacerle un guiño: en alguna de sus intervenciones, me había parecido detectar referencias a Aleister Crowley, el más pop de los magos de antaño. No me equivocaba. Recordamos el aire mágicko (sic) y pagano de algunos de los discos de entonces: las Canciones profanas de Dinarama, los tambores de Llegando hasta el final y su evocación de tiempos paganos, de ritos divinos, las galas irónicas de Isis, el ambiente fantasmal de De máscaras y enigmas... Bonezzi descartaba todo aquello como pura, aunque grata, frivolidad, concesión a la moda británica, pero dejó caer que por su parte sí había un conocimiento directo del tema. Extraños juegos, desde luego, es la canción más pagana, mágica, de esos años: en vez de hacer referencias culturales desde un escepticismo juguetón, como hacía (y muy bien) Carlos Berlanga, recoge el testigo de El pueblo blanco, de Arthur Machen, y revive de forma inolvidable (a la distancia de sus pocos años: Bonezzi era un adolescente, casi un niño, cuando compuso las primeras canciones de los Zombies) las sensaciones infantiles de asombro y de vértigo. Como en la canción, yo también había pasado buenos ratos cavilando cómo serían las casas y las plazas si el techo fuera el suelo y viceversa; y una de mis primas me contaba este verano que ella y su hermana estuvieron a punto de salir ardiendo cuando se vieron atadas a un palo en nuestro cuarto y los indios insistimos en encender una hoguera para darle más verismo al ritual.

Bonezzi tenía la mirada puesta en lo que iba a hacer en septiembre, cuando acabara la reforma de su estudio de grabación. No tengo ni idea de las circunstancias de su muerte, pero es un hecho que se ha librado del comienzo de curso: quedará en mi memoria como espíritu tutelar de este verano que ya nos deja. 


sábado, 1 de septiembre de 2012

Santo y seña

Para Sergio Herrero

No tengo nada que decir. Me sobran
incluso estas maneras de decirlo, 
estas pruebas de imprenta que ahora obran 
en tu poder lector. Sin percibirlo,

el signo, esa serpiente desdentada,
devora sin piedad su propio rastro:
una bola de sangre abandonada
que alcanza en soledad trazas de astro.

Si doble es mi natura, no mi lengua,
es una mi desdicha: ser la clave
que ha crecido sin puertas ni cerrojos,

el vértigo infecundo que sin mengua
ignora su derecho, pero sabe
quebrarse en los cristales de tus ojos.