sábado, 23 de julio de 2011

Puertas abiertas (II)


...que sepa abrir la puerta
para ir a jugar.

Hablando con David, amigo de los que ya no quedan, sobre canciones que conocemos desde hace decenios, y que nos siguen dando la lata. Aunque en su día quedaron a medio terminar, o fueron descartadas por inviables, siguen insinuándose de vez en cuando, a ver qué hay de lo suyo, no vaya a ser que sí. Esa tendencia a fructificar, a cumplirse, tiene muy poco que ver con lo que uno conscientemente desea (que a lo peor es olvidarse de algunas de ellas); pero, aunque pueda resultar incordiosa y frustante, también le emociona a uno, que no es otra cosa que un borrador con patas, esa vitalidad obstinada, externa en cierto modo al tiempo.

Experiencias de este tipo nos podrían animar a creer en el destino: como si cada una de esas canciones estuviera ya escrita en algún nivel de realidad y se tratara tan sólo de acceder a él con los ojos abiertos. Es una fantasía interesante, pero no me detengo mucho en ella. Probablemente la cosa se parezca más a tener en la parte más inestable de la mente unas cuantas puertas o ventanas abiertas que hacen ruido; puedes optar por ignorarlas, y en algunos casos el ruido deja de resultar molesto. Pero en los casos más recalcitrantes, al final tienes que hacer algo al respecto, acabar la canción de un modo u otro, para que esos fantasmas dejen de dar la calda.

Para situarse en algún contexto, preferiblemente noble, se podrían explorar algunos ejemplos insignes, desde las correcciones que JRJ siguió haciendo a sus versos de juventud hasta el último día de su vida al caso de Brian Wilson, que pasó hace bien poco a limpio su fallida obra magna de los 60, Smile; pero como la cosa va de recuerdos lontanísimos, me apetece más volver a la infancia, a los Beatles.

Si no recuerdo mal, la celebrada cara B del Abbey Road tuvo algo de fiesta de restos: Lennon al menos la presentaba así, como una ensalada de canciones sin terminar que acabaron hallando unas en otras la fuerza que les faltaba por separado. Pero hubo otras que tardaron aún años en cicatrizar: Child of Nature, de la época del álbum blanco, se convirtió mucho después en Jealous Guy; tras darle once mil vueltas, Harrison grabó definitivamente Not Guilty, de la misma era, en un disco de 1979. Imagino que a McCartney seguirá perseguiéndole a ratos este otro brote, del 69, que, inconcluso y todo, es una de mis preferidas: Heather. [Junto a Macca, suenan Donovan y Mary Hopkins. La canción está dedicada a Heather Eastman, hija de Linda.]


jueves, 21 de julio de 2011

Los abanicos de Irigoyen


Hace años, me impresionó un argentino que había analizado el famoso soneto de Góngora 'Mientras por competir con tu cabello' y, aplicándose a fondo, lo había aligerado de todo lo que consideraba ganga (isometría, rimas, formulaciones tópicas). Al final, quedaban cinco o seis palabras en prosa que, al parecer de nuestro estudioso, concentraban la esencia del poema, aquello que se encontraba sólo en éste y no suponía una repetición enojosa de otros previos, o una concesión al esquema-sonajero del soneto.

He recordado la anécdota hojeando los versos completos de Ramón Irigoyen, recién publicados en Visor. Las 310 páginas de su Poesía reunida (1979-2011) evidencian que, después de todo, es un poeta de pocas palabras. La cosa es aún más evidente si se considera la peripecia del segundo libro de poemas que publicó, Los abanicos del Caudillo (1982). El libro incluye un apartado en el que se recoge la polémica que se planteó cuando Irigoyen, que había recibido una ayuda del Ministerio de Cultura para la creación literaria, se encontró con que el jurado (formado, entre otros, por Antonio Tovar y Torrente Ballester) le denegaba el cobro de la segunda parte de la beca por estimar que no había trabajado suficiente.

Como aclara Irigoyen, lo que sucedió fue que el libro comenzó siendo un largo poema enterizo de más de 900 versos, La hoz y los zarcillos. Cuando llegó la hora de presentar ante el jurado el material que Irigoyen había elaborado durante los meses en que disfrutó de la ayuda del MEC, los ilustres lectores se encontraron con que, en vez de añadir nada, el poeta había reducido el material de partida a 350 versos, organizados ahora con un título distinto y dispuestos en 14 secciones o movimientos. Donde Tovar y cía. vieron choteo, Irigoyen nos asegura que hubo un trabajo ímprobo de decantación, guiado por las sugerencias de un lector inmejorable, Gil de Biedma.

No sólo tiene Irigoyen razón en la anécdota (el libro, tal como se publicó, es un trabajo sólido, muy superior a su poemario anterior), sino en la categoría: como también indicara Erik Satie, en lo que uno renuncia a escribir, con lo fácil y grato que sería hacerlo (o, al menos, acaba tachando), reside el juicio del artista, la prueba de su gusto.

El adefesio gongorino del argentino y el libro esenciado de Irigoyen suman una evidencia paradójica. Podríamos añadir una edición que recuerdo haber visto en su día (y que, por desgracia, no adquirí) de las Canciones de Lorca, que mostraba todo el proceso creativo de los poemas, desde la versión primitiva hasta la publicada. Un 80% largo de los cambios eran supresiones. Poemas que contenían una narración más o menos clara quedaban así convertidos en atisbos enigmáticos —dejándole de paso a uno la duda de si podía considerarse que el material adicional del borrador iluminaba el verdadero sentido del texto, o si dicho sentido había quedado, precisamente, establecido al descartar esa información como innecesaria o impertinente.

Mi experiencia con mis propios textos va, desde luego, en el mismo sentido: cada revisión es una poda, que en algunos casos no se detiene ante la necesidad de mantener íntegro, por ejemplo, un soneto. A veces es sólo un cuarteto, o un terceto, lo que tiene valor —y lo que cabe rescatar, si es que lo que fue fragmento tiene la capacidad para mantenerse, mejorado, sin malas compañías.

El rechazo al experimento de aquel gongorino es, pues, matizado, y exige explicación. Lo que me echó y me echa para atrás no es el intento de aislar lo esencial, sino la manera en que una estética circunstancial y discutible se entromete en el proceso. Sólo desde un versolibrismo ya en retirada se puede creer que la musicalidad del poema de Góngora y su cuidada arquitectura son mera ganga. Una cosa es identificar las metáforas más notables del poema y otra creer que el poema se reduce, en cierto plano, a ellas, como si de un rostro agraciado o enigmático tomáramos únicamente los ojos o los labios y pretendiéramos presentarlos como un organismo vivo viable.

En el caso de Irigoyen y su corrección, al no tratarse de una forma musical simétrica, como el soneto, cabía el cortar secciones extensas del poema sin que éste dejara de serlo. Pero, de hecho, incluso esos cortes y la nueva disposición en 'movimientos' (así los llama Gil de Biedma en su preciosa nota sobre el poema) están inspirados en un razonamiento orgánico, musical: se trata de que el poema, sin perder unidad, se decante en partes reconocibles y procesables como tales, del mismo modo que lo hace un cuerpo. El resultado respira y camina con gracia, sin perder por ello el tono bronco y de improptu. Un suponer:

Hay que bajarles las bragas
a todas las palabras del diccionario
y sobre todo a las que se ocultan
en los rincones de los armarios.

(pág. 165)

Del tono macho de estos versos, y otros del autor, habla muy bien Antonio Hernández, Grifo, en su comentario a una entrada anterior del blog. Como cuento también allí, yo no comparto del todo sus reservas, pero bien está que consten.

Sobre la evolución posterior de Irigoyen, también cabría decir algo. En los dos libros posteriores a Los abanicos, Romancero satírico y La mosca en misa, se abandona el verso libre en favor del romance: la rima, descartada quizá en su momento por artificiosa o grandilocuente, se acepta ahora como arma humorística, siempre en tono menor (asonante). Puede que sea un sino de los rompedores (Tzara acabó estudiando a Villon) acabar haciendo las paces de algún modo con la tradición; en cualquier caso, uno compara los romances de Irigoyen con los de Fray Josepho primera época y, en igualdad de temas e intenciones, tiende a darle la palma al fraile. Incluso algunos de Sabina me resultan más graciosos. Queda la duda de si Irigoyen será capaz en algún momento de explorar una rima sin chiste ni sordina; o si, con buen criterio, ha preferido no ser aquel perro lorquiano que intentaba ser golondrina.

miércoles, 20 de julio de 2011

Hojas del Twitter caídas


PP: el brazo legal de la corrupción inmobiliaria. —Exageras. —Vale, no sólo inmobiliaria.

*

El relativismo no es asqueroso de por sí. Lo es al servicio del Poder: 'Defiende mis intereses; me da igual cómo'.

*

Chuck Berry: qué artistazo del silencio. Ya no se hacen pausas como éstas.

*

Saber y maldad, sabiduría y malicia. Sólo el segundo par de términos corresponde a una realidad ampliada, humana, habitable.

*

Un placer del anonimato: tener amigos, no entorno. No conozco a nadie tan malo que merezca lo que anida ahí, en las afueras del talento.

sábado, 16 de julio de 2011

Marcha mixolidia


La última pieza de esta semana febril es este juguete, una pequeña fanfarria modal. Está en modo mixolidio (como la escala que obtienes trabajando de sol a sol por las teclas blancas de un piano). Tiene un aire a música medieval, pero el bajo obstinado recuerda también a los secuenciadores de la música planeadora de los 70. Una combinación bastante natural: igual que lo exótico es una categoría inventada desde y para lo próximo, lo medieval es una elección (un ilustre extravío) de la modernidad.




viernes, 15 de julio de 2011

Vals blanco


Como en la trilogía de Kieslowski, van tres valses de colores: azul el primero, rojo el segundo y blanco este último. Los dos primeros son canciones; el tercero no lo parece, aunque nunca se sabe qué puede salir de ahí. Estas cosas suelo perpetrarlas con el editor de partituras, pero esta vez me he sentado al piano de verdad, ya entrada la noche (en dos pistas: la primera, piano y la segunda, voces). No me lo tengan muy en cuenta.



Actualizo: así suena la misma pieza para violín y piano, en 'limpio':

jueves, 14 de julio de 2011

Donde más me falta


Pasa a veces: en pocos minutos, llegan, por ese orden, los acordes, la melodía y la letra de una canción nueva. Ésta ha salido completa esta tarde, y aquí va, en dos versiones: instrumental y cantada.


Ciento Volando - Donde más me falta








Hora de dolor,
busco el corazón
justo donde más me falta.
Ropa de color,
tiendo la ilusión
dentro de una nube blanca.

Soplo de placer,
recto proceder
que ilumina mi esperanza.
Cielo seco y gris,
lejos ya de aquí
su consuelo no me alcanza.

Sombra de cristal,
vértigo mortal
asomado a tu mirada.
Ruta del adiós,
corro a la estación
mientras tus recuerdos pasan.

Soplo de placer...


Ciento Volando - Donde más me falta (instrumental)






miércoles, 13 de julio de 2011

Vals rojo (cantada)


Pues sí. A petición popular, aquí va la versión cantada (ejem) del Vals Rojo.


Ciento Volando - Vals rojo (cantado )









Sé que no debo esperar
que tu dulce disfraz
se levante
dejando ver tu amargo frescor,
tu evidente temblor
que me llena de asombro.

Sobre la tierra y el mar,
nada hay mejor que perderte.

martes, 12 de julio de 2011

Penélope


No me esperes despierta. Han ardido mis naves
y mi nombre es apenas un harapo salado.
Duerme. Teje una tela, un capullo secreto
donde nadie sospeche que maduran tus alas.
Cuando llegue el momento, alza el vuelo. Las islas
y este torpe mendigo te esperamos, cansados.

lunes, 11 de julio de 2011

Hojas del Twitter caídas


Las pesadillas también crecen y hacen másters. Se pasa así del ogro estúpido al Gran Hermano, omnisciente. Pero hackers y otros combatientes siguen sabiendo que el rey va desnudo. Certeza platónica: el mal, organizado o no, es siempre un simulacro, una chapuza.

*

Estar aquí, pero saberse de otra parte. No he acertado en nada, pero quién dijo que lo pretendiera.

*

Desvaríos: renunciar a tener razón y conformarse con tener un punto de vista interesante. Si sólo hay puntos de vista, yo quiero uno que dé al mar. Y a tu escote.

*

Donde no excluye la oferta, la prohibición es poco más que una excusa para encarecer el producto.

*

El vacío interior. No sé si enviar una ONG o a la National Geographic.

*

Arrepentirse: para seguir entero, romperse por dentro.

*

Conversaciones épicas: Hice lo que me dijiste, pero ya no lo recuerdo. Tengo algo que decirte, pero no creo que vivas para oírlo.

*

Flores y flemas. / Quien tanto nos quería, / nos incinera.

*

Hänsel y Gretel no vuelven. Los han devorado los pájaros.

*

Funerarias: la Muerte y el Dinero cambiando cromos. Fuimos felices / y no lo fueron tanto / nuestras perdices.

*

Cuando uno utiliza las facturas para escribir por detrás no sólo las recicla: las redime.

*

Stockhausen, El canto de los adolescentes. Por fin una psicofonía convincente.

*

Vanguardistas: «¿Rompes palabras? / Cuéntanos lo que encuentras / cuando las abras.»

domingo, 10 de julio de 2011

Librerías subterráneas


Visito librerías en sueños. Es una de mis actividades favoritas. A veces están situadas al final de un largo túnel que lleva a la luz del día; quizá una alcantarilla. Los lados del túnel se pueblan de pronto de estanterías, con el lomo de los libros uniformemente oscuro, pero seco; o con ese acabado pajizo de los libros de la vieja Gredos. [Los libros llevan tejuelo. Son, recuerdo ahora, los restos de una biblioteca municipal; al abandonar el edificio, para construir uno nuevo, quedaron allí dentro. La idea era que pudieran consultarse de vez en cuando, con un permiso especial —pero el sistema que tomó esa decisión quebró hace años, y nadie recuerda este depósito.] Se diría que, más que situarlos allí, han crecido dentro de la roca: flores de mampostería.

Otras veces, los libros ocupan el centro de una plaza: un enorme monolito o montaña de mármol, semisaqueado, con los flancos ocupados por enormes volúmenes encuadernados en piel, quizá anuarios o crónicas. [He ahí una biblioteca para grandes hombres, en sentido literal: como si los gobernantes de la ciudad hubieran sido, en tiempos remotos, gigantes, y a los prohombres de hoy en día, aunque menguados, se les siguiera tratando ritualmente como colosos. Firmar anualmente en aquellos libros, con una pluma tan alta como ellos mismos, sería una de sus obligaciones.]

La librería de esta noche se llamaba Pulpo. El sueño era largo, rico en meandros, y tenía el acabado de una película adolescente norteamericana. Todos éramos críos. Mi amiga era la presidenta de Estados Unidos, pero le gustaba calzarse unas gafas de sol, escaparse de sus escoltas y acudir de incógnito, con amigos, a cines de verano. Por desgracia, una de las amigas, una rubia anoréxica, iba muy borracha y desahogaba su envidia contra Prudy (sic) gritando a quien quisiera oírla todas las pistas necesarias sobre su identidad.

Volvíamos, así, precipitadamente; tanto que cogíamos el Metro en la dirección equivocada e íbamos a parar a una calle desconocida, en las afueras de la ciudad. Por suerte, al final (siempre al final) de la calle había una magna parada de autobús: magna porque, que aunque tenía las dimensiones de una parada común, se anunciaba que de allí partían las mil y pico líneas de la ciudad. Junto a la parada estaba aparcado un autobús o similar, con trazas de ser un quiosco o todo a cien. Para entretener la espera, subíamos adentro.

Se trataba, claro, de la librería Pulpo, especializada en arte. El arte del robo, por ejemplo, porque al poco de entrar yo intentaba localizar un libro que traía conmigo, sobre arte polinesio, y no conseguía hallarlo. El dependiente, al preguntarle, sonreía de forma equívoca.

En las estanterías, los sospechosos habituales: libros de Lin Carter, Rafael Llopis y, sobre todo, García Calvo, nunca publicados en la vigilia. Antes de despertar, me encaprichaba de uno de ellos, encuadernado en el formato de la vieja Hiperión, o de Taurus. Era un tomo de 1979, más o menos: Contra la Transición, con prólogo de Fernando Savater. El precio, garabateado a lápiz, era desorbitado: 7.000 pesetas, por ejemplo.

Esta parte del sueño se confunde con otro anterior. En este caso había pasado algo con el maestro Agustín (un premio, la muerte, algo así) y en el camino a la piscina de Hermandades, por la calle de la Verdad (un nombre muy adecuado), había situados muchos puestos callejeros con libros de segunda mano. El puesto donde vendían Contra la Transición lo llevaba mi panadero, un oyente habitual de la COPE; aprovechando el tirón de la noticia, habían sacado a regañadientes del almacén un montón de libros viejos relacionados con García Calvo. Uno de ellos era una especie de revista o fanzine de filología latina, de los años 50 ó 60, en el que todas las colaboraciones aparecían anónimas; quizá al final aparecía un pseudónimo, Homerus Zamoranus. Otros eran viejas plaquettes de versos. Todos costaban un riñón.

El camino a la piscina era en el sueño el camino a mi colegio: una mezcla del San Viator y el instituto donde trabajo. Mientras sonaba el timbre, yo me demoraba aún un minuto dudando si llevarme algún tomo o no, así que, aún sin decidirme, llegaba tarde a clase; peor aún, no había clase a la que llegar, o yo no la encontraba, así que al final terminaba del brazo de la Directora, una anciana enjuta, severa pero comprensiva, que me llevaba de paseo por el centro, quizá rumbo a las mazmorras.

En otro momento, yo despertaba y me acordaba de la librería Pulpo. Ya estaba en casa y tenía dinero, así que podría acudir a comprar lo que quisiera; por desgracia, era consciente de que la librería pertenecía a un sueño. O no, porque el decorado seguía siendo el de Prudy y sus problemas. Seguía dudando mientras me dirigía al metro, y en vez de sacar el abono de transportes, introducía la llave de casa en el torniquete.

martes, 5 de julio de 2011

Puertas abiertas


Una puerta, cerrada hasta entonces, se abre de forma inesperada. Lo que acude por ella puede llamarse de muchas maneras; y quizá haya una buena razón para renunciar, por engañosas, a todas ellas. Pero incluso en ese caso conviene saber que palabras como inspiración, ocurrencia, entusiasmo, manía, revelación, sensación oceánica o éxtasis, tan manoseadas y generalmente vacías, pueden haber servido alguna vez para referirse a una experiencia de este tipo; y que es de esta experiencia de donde parte la fuerza inicial de estos términos, que después ha ido rebajándose hasta quedar sustituida por un mero recuerdo o simulacro.

¿Es nuevo o antiquísimo lo que llega? Es ambas cosas: novedoso el hecho de que fluya, nueva la sensación de flotar en y por ello. Pero la sensación es también de regreso o restauración: la hermana, amada o madre perdidas, el Rey que retorna. El mito de la Edad de Oro, que los historiadores progresistas tanto detestan, remite a esta sensación de que, vistas con los ojos apropiados, las cosas vuelven a ser como fueron o debieron ser in illo tempore, sin filtro ni descafeinamiento. Lo mismo cabe decir de la mitificación de la infancia.

La desconfianza de los términos que pretenden dar cuenta de la experiencia o al menos aludir a la misma lleva, en su forma más pura y extrema, a la teología negativa y la guerra contra las ideas. Lo desconocido, llama el maestro Agustín a algo que desborda la experiencia a la que aludimos, pero seguramente la incluye. Otras veces unos nombres desplazan a otros, o al menos lo intentan: Wasson, Hoffmann y Ruck propusieron que se llamara enteógenos a los agentes químicos que propician este tipo de vivencia, tratando de escapar de las connotaciones estratégicamente indeseables que había adquirido la palabra psicodelia a mitad de los 70. Pero el contraste es sólo aparente, y como tal lleva a engaño: la deidad que nace (eso quiere decir enteógeno) y el alma que se manifiesta (eso dice psicodelia) son rostros o metáforas intercambiables de una misma entidad que es ambas, y por tanto ninguna de las dos. En la duda, puede servir de algo recordar que psicodelia es una palabra feliz, nacida del deseo de compartir con otros lo extraordinario; mientras que enteógeno nace del miedo, del deseo de restringir y separar un campo de estudios y experiencias (los Misterios de Eleusis y otros rituales del mundo antiguo o de las sociedades llamadas tradicionales o primitivas) de otro (la Contracultura de los 60) satanizado por los medios de formación de masas. Para mí, al menos, la opción está clara.

*

Sobre el descrédito o mala fama de la palabra, me resigno a decir algo. Paletos psicodélicos llama Elvira Lindo en un jugoso artículo a Jim Morrison y otros músicos que vivieron con intensidad aquellos años y terminaron, en muchos casos, muertos (como JM) o tocados (como Syd Barrett). La idea, si no la entiendo mal, es que si lo que se anunciaba como promesa de una vida mejor acabó concretándose tan a menudo en un paso a mejor vida, es imposible no concluir que la mercancía (no la droga en sí, sino el paquete completo: las expectativas creadas en torno a su uso y las canciones, libros y etc. que lo celebraban) estaba dañada. En voces más conservadoras, el argumento lleva a un descarte completo (cuando no una demonización) de la cultura popular de los 60. Lindo es más sensata: salva lo que le parece objetivamente excelente (buena parte de la música de aquella era) y condena sólo el (ab)uso tanto de las sustancias como de las expectativas. Es de bobos, nos dice, creer que además de ser artistas de cierto talento, Morrison y co. tendrían algo importante que decirnos, desde su bisoñez y endiosamiento, sobre la vida y las opciones que ésta nos plantea.

Siempre es complicado combatir el exceso de sensatez, pero en este caso me parece inevitable. Intentémoslo, entonces, con sus mismas armas: ¿realmente podría haberse dado lo uno (la excelencia de ciertas canciones) sin lo otro? Y me refiero con lo otro no al 'abuso de drogas', descontextualizado, sino al contexto más amplio de donde se extraen los ejemplos negativos o desoladores: la apertura entusiasta a las posibilidades que caracterizó aquel momento. Se trataba, ni más ni menos, de explorar lo que un estudio de grabación, un instrumento o cualquier otra cosa podían llegar a dar de sí, una vez que uno renunciaba a la idea de que los límites estaban ya establecidos y se sabía ya hasta dónde merecía la pena aventurarse.

Dado que la pregunta contiene la respuesta, ampliémosla: ¿no va ligado ese mismo amor a lo desconocido, y confianza en sus posibilidades, a los grandes logros del romanticismo y el surrealismo? También en estos casos cabría hacer la nómina de suicidados, tocados de por vida y desencantados (los nombres acuden solos: Werther, Artaud...); pero quizá nos resistiríamos más a quien, sensatamente, nos aconsejara leer a Keats o a Breton sólo como ejemplos de bellas letras, renunciando a lo que ellos mismos creyeron más importante, y que acaso fuera fuente de eso mismo que se acepta, descontextualizado, como bello e inofensivo, y que puede aún hoy no serlo tanto si se mira de otra manera.

¿Es, en fin, sensato pensar que puede separarse la producción artística de la vivencia que la propicia y alimenta, como hacen quienes quisieran convencerse, un suponer, de que Bach pudo escribir sus obras por mero amor a las matemáticas, en vez de a Dios, y quizá de hecho así lo hizo?

No me lo parece, desde luego. Y tampoco creo que la fiebre aventurera de los sesenta merezca el desdén de quienes, viniendo después y creyéndose más avisados, apenas han producido cosa que no desmerezca en comparación con los logros de sus presuntamente ingenuos y mal aconsejados predecesores.

Vivimos días que se dicen de indignación (y sin duda hay motivos para ésta), pero creo que no soy el único que percibe en lo que a veces, por llamarlo de algún modo, se llama 15-M o de cualquier otra forma, un poder de fascinación que no proviene del discurso contra el Poder (que al cabo, en la medida en que espera forzarlo a un acuerdo o cesión, sigue dependiendo de él y lo confirma), sino del entusiasmo de encontrarse o sentirse como una comunidad viva, sin domesticar, cuyas posibilidades nadie es de momento capaz de medir con certeza. No es necesario (y tal vez hasta sería contraproducente) enfatizar lo mucho que las acciones más notables de estas semanas recuerdan a los años 60 (por ejemplo en el espíritu pacifista que templa la voluntad de protesta y deja sin argumentos a los que babean soñando con una represión policial a gran escala; en el desafío no sólo al reparto injusto del dinero, sino al culto al dinero en sí; en la desconfianza contra los líderes: don't follow leaders, watch the parking meters...); pero al menos creo que la semejanza (o continuidad) debería enseñarnos algo sobre la facilidad con que damos por muerto o pasado de moda lo que regresa al underground del que partió para volver cuando menos se lo espera.

La psicodelia no forma parte, a día de hoy, de la ola que surge o regresa: de hecho, ha habido un claro interés en vacunarse contra el estereotipo de porreros, botelloneros o drogatas que los medios han intentado, a pesar de todo, encasquetar a los revoltosos. Para ello, las asambleas han prohibido la embriaguez en las manifestaciones públicas del Movimiento, o al menos han procurado que ocupara un lugar muy secundario.

A pesar de eso, un psinauta no es un pirado, como un enólogo no es un borrachín de taberna, y es de justicia que antes o después se vaya aceptando que la LSD y demás agentes psicodélicos, prohibidos por la reacción conservadora contra los 60, merecen y exigen una reevaluación tanto por parte de los terapeutas e investigadores que tanto podrían lograr con ellos como por parte de la gente que se pierde, por no probarlos, una experiencia tan significativa como el primer orgasmo. Hay indicios de que, al menos, la investigación clínica se va descongelando. En uno de los textos fundacionales de la movida actual, el cómic V de Vendetta, hay también un elogio, aunque revirado, de la LSD: el único investigador que logra entender al protagonista llega hasta a él tras emprender un viaje lisérgico.

Lo que tiene fundamento resiste, en fin, tanto al descrédito como a su banalización. La psicodelia vive hoy en el underground; pero el underground está hoy al alcance de cualquier curioso con acceso a la Red. En cualquier momento, lo que es minoritario, aparentemente testimonial, puede reavivarse, como la brasa ante un soplo. Ojo con creerse vacunados contra la primavera.