miércoles, 9 de marzo de 2011

Gesualdo (I)


Por gentileza de Miguel Puya, les acerco un cuento de Antonio Hernández Marín, en dos entregas. Va la primera.

*

Carlo Gesualdo se convirtió, de la noche a la mañana, en el Príncipe de Venosa tras haber muerto su tío, sin otros herederos, debido al sobresalto del asesinato atroz perpetrado por Gesualdo, que concedió la dicha eterna a su mujer, y al amante de su mujer, de una sola estocada.
Ya en el poder, Gesualdo no se volvió a casar, sino que se dedicó a la composición de madrigales fúnebres y a la caza, ayudándose de un halcón que sabía jurar en latín.
Pero un día pusieron ante su justicia el caso de Marcello, que acababa de matar a su mujer, Leocadia, confundiéndola con una aparición de San Buenaventura.
—Es normal —alegó Gesualdo—.
—Pero es que, si ejecutamos a Marcello según la ley, no podrá concursar en el certamen de regatas del mes que viene.
—Si es así, que mate a su mujer dentro de un mes —sentenció Gesualdo—.
—¡Pero si la ha matado ya! —protestaron ellos—.
—Entonces, que se celebre el certamen el mes pasado.

El Príncipe Gesualdo se divertía persiguiendo a las mozuelas por la campiña de Venosa ayudándose de su halcón, que avisaba a su amo desde el aire mediante un código algebraico, cuando llevaron ante su justicia el caso de un labriego, que suplicaba clemencia para su hijo.
—¿Qué problema tiene?
—Es que su hijo padece una enfermedad que le pone los miembros rígidos. Y, además, viola a Angelina, la hija de Paolo, que vive casa con casa.
—Sigo sin ver el problema.
—Pero, en cambio, los médicos se han declarado impotentes ante el caso de este joven. Vuestra ley impone la castración del violador. Y Angelina está desesperada ya. ¿Qué decidís que se haga?
Y Gesualdo ordenó que se castrase a los médicos. Y que se abriese una puertecilla en el muro que dividía las dos casas para que el joven no tuviese que dar la vuelta.

Gesualdo se consolaba tañendo el laúd por disipar la melancolía de su gobierno, mientras su halcón amaestrado marcaba el compás con un juego de signos de origen persa, cuando le fueron a informar del caso de Donatella:
—Acaba de matar a su perro.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo....? —declamó Gesualdo sin soltar el laúd, modulando al semitono inmediatamente superior para confusión de todos—.
—Es que también ha matado al marido....
—¿Al marido del perro....?
Y Gesualdo trenzó una cuarta suspendida sobre el acorde de tónica.
—No. El de Donatella.
Y Gesualdo dejó caer la cuarta y resolvió melancólicamente su contrapunto. Ellos insistieron:
—Es que, además, ha matado también a su suegra....
—¿A la suegra de su marido....?
Y el laúd de Gesualdo se deslizó semitonos abajo, de enarmonía en enarmonía, de sorpresa en sorpresa. Ellos puntualizaron:
—Era la suegra de Donatella.
Y la queja del laúd reptó trastes arriba, de semitono en semitono, hasta su posición original. Recobrado, Gesualdo se encaró con los presentes:
—¿Y de qué la acusáis....?
—También ha maltratado al loro.
Esto último molestó especialmente al Príncipe, que protegía a todos los animales excéntricos del nuevo continente. Y detuvo en seco su madrigal. Los cortesanos aprovecharon para hacerse oír:
—Debes castigarla. Es una asesina.
—También yo soy un asesino.... —exclamó el Príncipe dulcemente—.
—Pero tú eres el Príncipe —gritaron ellos—. Tú eres la Excepción.
—Está bien. Castiguemos a Donatella.
Y la acusaron de indiferencia hacia la fauna, al haber prendido fuego a su vivienda enajenada por una disonancia de Frescobaldi. Y la condenaron a casarse con El Cippotone, un panadero de Venosa, bastante presuntuoso, que había enviudado por segunda vez.

Antonio Hernández Marín, 23—Nov—2001



1 comentario:

Anónimo dijo...

No conocía yo este cuento... Tiene la voz de Antonio... y, al parecer veracidad histórica.

Gharghi.