viernes, 28 de enero de 2011

Devocionario Pop


Tengo cierta tendencia a olvidarme por completo de cosas que he escrito o grabado. La teoría sugiere que, en esos casos, se trata de un olvido benéfico, pero lo cierto es que muchas veces me llevo una alegría al encontrar estas piezas, tan íntimas y ajenas al mismo tiempo. La que sigue es peculiar: la escribí a petición de la editorial Trea para promocionar el libro de poesía que publiqué con ellos, Devocionario Pop. No sé qué uso hicieron en la editorial de ella, pero como exposición de motivos no está del todo mal. Escribir de uno mismo en tercera persona es un tanto estrambótico, pero quizá salubre. Tengo buenos amigos que me reprochan, creo que con razón, no haber hecho mucho (más bien casi nada) por difundir el libro. Si vosotros pensáis más o menos lo mismo, os animo a mover un poco esta especie de autorreseña, a ver si con ella ganamos algún lector que otro.

DEVOCIONARIO POP

Nada nos define mejor que lo que soñamos. Mientras estudiaba a los clásicos grecolatinos en la Universidad Complutense de Madrid a comienzos de los 90, el autor de Devocionario pop fantaseaba con editar un fanzine de filología clásica. El proyecto no quiso cuajar, pero la actitud vino para quedarse, y halló otros caminos: de esa unión de contrarios nacieron, por ejemplo, un programa sobre mitos y leyendas (La rosa por defecto – en la boca del asno) en una radio progre (Onda Verde) dedicada a derruirlos; y un libro de cuentos inquietantes, sobre la infancia y la perdición, cuyo título tomaba prestado un verso del cantautor Javier Bergia: Lo único que importa es no perder el rumbo (Premio Ramón J. Sender, Universidad Complutense, 1993).

La prosa lírica de Arthur Rimbaud y las canciones y romances de García Lorca fueron para él, en su adolescencia (los primeros 80), la poesía. Desde entonces, de entre todos los poemas posibles, se inclina decididamente por aquéllos que funcionan como ventanas a otros mundos o estados de conciencia, llaves que dibujan una puerta. Parafraseando a los surrealistas, la poesía será psicotrópica o no será: no se trata de hablar en clave (o sea, ennublar y retorcer lo que podría decirse llanamente), sino de aceptar (la evidencia está ahí: en lo mejor de Rimbaud y Lorca) que detrás de las palabras, del texto del poema, puede anidar algo más que desahogos, vivencias retocadas o panfletos: en unas pocas ocasiones, las únicas que importan, el poema se constituye en ganzúa, un atajo diurno a la trastienda que visitamos cada noche en sueños, y de la que procede, siempre de contrabando, ese material que, inasequible a la planificación y la explicatosis, construye las coincidencias, imprevistos y complicidades. La vida, en suma, en lo que tiene de encuentro y sorpresa.

Si aquellas lecturas le mostraron lo que la poesía era capaz de hacer, fueron dos poetas españoles, muy distintos, quienes le ayudaron a entender cómo: Antonio Hernández Marín y Agustín García Calvo.

El primero, poeta secreto, inédito, le ayudó a comprender las formas poéticas tradicionales como lo que son: memoria viva, cada una de ellas un género de sabor particular. Por su ejemplo, aprendió a ver en sonetos y décimas la fórmula fascinante de un todo en miniatura: copias de seguridad de un mundo propio, imágenes dispuestas según la lógica de un ritual o una película.

Aunque corren publicados (y en la voz de quienes han sabido cantarlos, como Chicho Sánchez Ferlosio), los versos de García Calvo también tienen algo de secreto, clandestino: como toda su obra, permanecen al margen, en las afueras del mundo cultural. Lo que Agustín enseña es tan sencillo que casi nadie parece caer en ello: que la poesía no es un género literario ni un lujo cultural ni un arma leninista cargada de futuro, sino un caso de lenguaje, un uso musical del mismo. Si todo poema tiene un argumento, es éste: la dialéctica o tensión entre el ritmo y el significado. Un combate donde el ritmo puede y suele ceder espacio, como el mar que se retira permitiendo playas e islas, pero siempre predomina en última instancia: después de todo, una nana o un poema dadaísta, sin palabras con significado, sigue siendo poesía; las palabras de un poema, fielmente traducidas a otra lengua, no pasan, en cambio, de ser prosa hasta que el ritmo acude a envenenarlas.

El ritmo, la ley de las redundancias y los contrastes, hace del poema un sortilegio, un encantamiento capaz de torcer las voluntades de todos los implicados: obliga al lenguaje a traicionar la sintaxis, maridar los opuestos, decir lo uno y lo otro; pone al poeta en un brete para que diga lo que no sabe decir. El resultado es una pócima que no se deja reducir a sus ingredientes ni alterar en sus proporciones sin perder el punto, la razón de ser.

Desde esta perspectiva, la distancia entre lo culto y lo popular, lo castizo y lo foráneo, puede ser un mirador estupendo para adiestrar la visión, apartarla de la seguridad que dan los campos cerrados y generar en ella el vértigo de lo poético. Ésa es la llave de Devocionario pop: en realidad, la llave que Devocionario pop es. El choque entre mundos, propuestas, produce chispas y conflictos (el peor de ellos, los puristas de cualquier cuerda: apóstoles del odio y el agua destilada), pero también la lucidez tenebrosa del sincretismo. Los esclavos negros traídos de África al Caribe no abandonaron sus dioses, ni aceptaron los del amo, sino todo lo contrario: columbraron que todo lo divino es hermano, y supieron hallar correspondencias entre fenómenos que parecían incompatibles. Esa búsqueda del común denominador lleva siempre a lo propiamente humano, en lo que tiene de ajeno y hasta contrario a cualquier cultura concreta, y sin embargo partícipe y sustento de todas.

Hasta ahora, la confluencia entre la poesía clásica española y el pop (mayoritariamente anglosajón) se ha producido siempre en el mismo sentido: rescatar la raíz cantabile de los poemas y maridarlos, con mayor o menor éxito, a una música que permite visitarlos, estar en ellos (y dejar que se instalen en nosotros, en nuestra memoria), de otra manera.

La apuesta de Devocionario pop es, en buena medida, la ruta inversa: llevar las imágenes del pop (las imágenes concretas de algunas canciones, y las imágenes emblemáticas del género: las que constituyen su imaginario, su mundo) hasta el laberinto de nuestra tradición poética, invitando a Dylan a predicar en alejandrinos o endecasílabos de gaita gallega, y vertiendo el contenido numinoso de la psicodelia en recipientes aptos pero inusuales: romances, décimas, sonetos.

Por otra parte, para el ojo que busca y proyecta correspondencias, el pop es sobre todo lo que es (sus bases en el blues y el folk, cada una de las décadas doradas de la música anglosajona), pero también otra cosa: el libro se abre con los Carmina Burana (los medievales, no los operáticos de Carl Orff), una pieza de Schumann y otra de La leyenda de la ciudad sin nombre, porque hay pocas cosas tan pop como las canciones de los goliardos, esos beatniks medievales, las ensoñaciones opiáceas de los románticos alemanes (cuando aciertan a cifrarse en cajas mágicas como De países y gentes lejanas) y el fulgor equívoco de los musicales (ese teatro en que la música invade la actividad cotidiana y pone a cantar y bailar, cual baile de san Vito, a floristas y enterradores).

Dado que las canciones evocadas en el libro discurren en orden cronológico, éste funciona como un peculiar hit parade en que cada canción se ha ganado un puesto (número 1 en Nuncajamás) por su capacidad para sugerir relaciones, correspondencias. Si los 60 y primeros 70 se llevan la parte del león es porque nunca como entonces el pop quiso (y en buena medida logró) abrir todas las puertas, reventar todos los diques. El libro adelgaza y concluye con el punk y la renovación nuevaolera que lo sigue, porque, contra lo que suele decirse, lejos de traer la libertad, estas modas suponen objetivamente un empobrecimiento, una limitación de los registros, timbres y estructuras del pop. A un puritanismo equívoco (todo lo que no sea guitarreo y clase obrera es pecado) sigue una variedad decorativa, pobre en lo esencial (música, poesía) y rica en lo accesorio (poses, peinados, vestuario). Desde las coordenadas de Devocionario pop, hay poco que rescatar ahí, y aun ese poco, con cierta injusticia, se ha obviado, tomando de los 80 y 90 sólo el epitafio (The Final Cut, Llegando hasta el final; All this useless beauty).

Aunque Rimbaud y Lorca estén en la base y Antonio Hernández y García Calvo hayan formado a su autor, cuando se le pregunta por sus ancestros (¿con quién te pongo? ¿Tú de quién eres?), Devocionario pop devuelve también los nombres de otros autores que han practicado una poesía mágica o mítica: Juan Larrea (olvidado, pero enorme), Carlos Edmundo de Ory, Juan Eduardo Cirlot y algunos registros de Leopoldo María Panero. Un libro así tiene poco (nada) que ver con la poesía de la experiencia y sus contrafórmulas: el lector puede tener la tranquilidad de que no hallará aquí más de lo mismo. Juan de Mairena aconsejaba buscar en lo que no está de moda lo que podría merecer estarlo. El autor se confiesa entusiasta del concepto y aburridísimo por la corriente que predomina en ‘nuestras’ letras (las suyas: de esos renovadores que tan rápidamente se han convertido en los de siempre). Quienes busquen en la poesía solucionarios, compromisos y, en definitiva, confirmaciones no los hallarán aquí. Sería, en cambio, un placer alimentar la sospecha de que lo numinoso sigue suelto por ahí, y es lo único cuya Queste justifica (y ameniza) la vida.

3 comentarios:

José Miguel Domínguez Leal dijo...

Comparto esa concepción de la poesía. Lo expresas muy bien. Saludos.

Al59 dijo...

Saludos, José Miguel, y gracias. Imagino que no seremos pocos los que la sintamos así, aunque no sea una postura muy aireada en estos días.

Juan Bay dijo...

Hola Alejandro; mira tú por dónde:

http://los-gases-son-comprensibles.blogspot.com.es/2012/12/if-something-you-missed-didnt-even-exist.html

Saludos