domingo, 24 de octubre de 2010

Historias del teléfono (III)


Estoy dormido, posado sobre el suelo de los sueños, en el fondo del mar. Y hablo concienzudamente por teléfono con mi vecino. Es por culpa de esa maldita interferencia entre nuestros dos aparatos; y ese muro interfaz, que necesita urgente reparación...
—Necesita alguna reparación urgente.
—El que la necesita será Vd. No sé de qué está hablando. No me venga con esas ahora. ¿No ve que estoy dormido...?
—¿Y cómo cree Vd. que estoy yo...? Todos tenemos que dormir. Pero hay problemas mayores. Hay una interferencia.
—Sólo la tiene Vd. En su imaginación.
—No. En el muro interfaz. Es culpa de ese muro. El enchufe de su teléfono transfiere electrones hasta el mío. Cuando descuelgo, me entero de si Vd. descuelga; y le puedo espiar... Piense que también le puedo oír cuando no habla por teléfono... El muro da para todo.
—Vd. es un cotilla miserable. Porque estoy descansando..., si no...
—Sí, sí..., descanse, descanse todo lo que quiera. Pero haga algo cuando se despierte. Es Vd. quien está creando la interferencia. Va a tener que desembolsar una considerable suma...
—Mire, Enrique...
—No. Me llamo Esteban, no se equivoque. Enrique es Vd.
—¡Encima, eso...!
—Vd. verá...
—¡Ahggg...!

Cuelgo. Me despierto en un momento impreciso. Salgo de la oscuridad, me levanto, me visto. Inicio la jornada. Vivo y existo. Salgo al portal, entro en la calle; pero en la escalera me cruzo con Enrique. Me mira fija, brevemente. Yo diría que maliciosamente. Saludo, buenos días..., algo así. Sigo andando... Él no puede saber nada de mi sueño. Sin embargo, me mira como si lo supiese... Me voy.
Cuando regreso, por la tarde, me topo de nuevo con Enrique en la escalera. ¿Me estaba esperando...? Parece que no. Me mira, simplemente. Ya es inquietante. Me mira terca, penetrantemente, con cierta luz de burla. Me molesta. Adiós... Y paso, quiero pasar, subo por la escalera, entro al portal, tendría que haberle dicho:
—¿Qué quiere Vd? ¿Por qué me está mirando así...?
Pero ya no hace falta. Él viene detrás. Cierra la puerta. Y no puedo evitar preguntarle:
—¿Qué quiere Vd.?
—Cálmese, se lo ruego.
—Actúa como si supiese algo... ¿De qué...? Vd. no sabe nada.
¿De qué...? Ahora, soy yo el que se lo pregunta a Vd. Luego había algo que yo tenía que saber...
—Es al revés: que no tenía que saber.
—Pues ya ve... Demasiado tarde. Descubra al fin que yo también sabía.
—Le repito que Vd. no puede saber nada.
—¿Por qué...? No sea tan incrédulo...
—No es que sea incrédulo, ya que ha citado el término. Pero es que Vd. nunca podría tener información sobre lo que yo haya soñado esta última noche.
—Le repito la pregunta: ¿por qué...? ¿Hay alguna razón incuestionable para que tenga que ser así...? Lo cierto es que yo sabía lo que sólo Vd. sabía. ¿Lo ve...?
—Pues no lo veo... Nada sucede así en nuestro mundo.
—¿Pero de qué mundo me está hablando, señor Enrique...?
—Esteban, por favor...
—Dígame...
—Pues del mundo real. El único.
—Haga un esfuerzo. Sitúese. Vd., y le ayudo porque es mi vecino, se encuentra, ahora, soñando.
—Tampoco puedo creerlo. Vuelvo de trabajar. Lo sé bien.
—No importa. Cuando despierte, lo sabrá mejor aún. Piénselo: ¿cómo iba yo a poder conocer su sueño de anoche si no estuviese también soñando como Vd.? Es verdad que en la realidad no ocurren estas cosas. En eso tiene Vd. razón.
—Y Vd. también la tiene en lo que acaba de decir. Empieza a confundirme...
—No es una confusión. Es una aclaración.
—Entonces ¿se acuerda Vd. de lo del muro interfaz y la interferencia telefónica...?
—¡Oh...! Sabía que lo iba a mencionar... Olvídelo, por favor... Ahora no tiene ninguna importancia. Precisamente, Vd. está soñando que vuelve del trabajo y necesita descansar a gusto. Hágame caso.
—Sí..., sí..., en eso tiene Vd. razón... Hasta me da algo de sueño...
—Pues siga durmiendo. Por mí no se moleste. Yo me encuentro en la misma situación que Vd. Buenas noches, amigo mío...
—¡Oh, sí...! Buenas noches, buenas noches, señor Esteban...
—Señor Enrique. Pero, en fin, da lo mismo.

Entro en mi madriguera y sueño que beso a mi esposa Natalia a mi regreso del trabajo. Después, sueño que veo la tele, que juego con Nino, nuestro bebé animado, tan animado que parece real. Y sueño que lo sueño todas las tardes. Sigo soñando que ceno, leo filosofía y me da sueño, me acuesto en breve y continúo mi sueño en sueños. Y llamo por teléfono a mi vecino.
—Hola, Enrique –me contesta—. Le he reconocido.
—No. Soy Esteban. Pero da lo mismo. ¿Qué tal...?
—¿Se refiere a lo de la interferencia...?
—Ahora es Vd. el que lo menciona.
—Es que ahora estamos despiertos, ¿ve...? Es diferente, ¿no...?
—Sí... —reconozco—, como del día a la noche.
—Es al revés: como de la noche al día.
—Hasta habla Vd. como yo. Es asombroso...
—Yo creo que es Vd. el que repite. Pero no importa. Los dos estamos de acuerdo. Y todo porque estamos despiertos. Ahora, podemos conversar con franqueza y sin interferencias, ¿me entiende...?
—Perfectamente –le aseguro—. Yo también creo que hay una interferencia en el muro de nuestros dos teléfonos.
—¡Claro que la hay! Si hasta le oigo bostezar de sueño por las mañanas...
—Yo pienso que se debe a ciertos óxidos de los enchufes, que han podido volver conductor al muro. Es mi opinión.
—Y yo pienso lo mismo que Vd. Es por culpa del óxido.
—Pero yo me refiero al teléfono. Hay una interferencia telefónica evidente.
—Le repito que es mucho más que eso. —Y me aclara—: Conozco todas sus intimidades electorales. Y sólo estoy de acuerdo con su política internacional.
—Por lo menos, Vd. está de acuerdo en algo. No acostumbro a ese éxito.
—Lo sé. No le comprenden. Pero Vd. se lo pasa bien aun así. Lo sé todo.
—Yo también sé de Vd... –le dejo caer—.
—Lo sé... Y sé que Vd. sabe que lo sé.
—También sé que Vd. sabe que yo sé que, aún sabiéndolo, Vd. también lo sabe.
—Es verdad –asevera—: Hay un muro conductor.
—Así es. ¿Qué podemos hacer...?
—Nos tocará pagar a medias alguna forma de reparación. Yo no veo inconveniente.
—Yo tampoco. ¿Algo así como 50+50?
—No. –Y matiza—: Quiero decir 100+100. Cada uno pagaría un 75% de reparación más un 25% de desplazamiento. En total, 100. Telefónica siempre gana.
—Según Vd., ganaría mucho más. Ganaría el doble. En cambio, el muro sólo precisa de una reparación, sólo una, que pagaríamos ambos.
—Es lo que yo le digo; que ambos pagaremos la reparación y el desplazamiento. Ya lo verá.
—Vd. siempre me convence al final –he de reconocerle—.
—Sabía que me comprendería, que nos entenderíamos mejor despiertos.
—Pues ya lo ve. No se ha equivocado. Despierto, uno se siente más seguro.
—Hágame caso..., Enrique.
—Soy Esteban, pero da lo mismo, ¿no cree...?
—Claro que sí... Adiós, Esteban.
—Hasta luego, Enrique.

Cuelgo el teléfono y me despierto. Pero soy yo, Enrique. Soy Enrique y estoy en mi lecho, de mi casa de Enrique. En la cocina, mi esposa Noelia hace girar un molinillo. Soy Enrique y lo soy desde siempre. Algo está mal en todo esto. Algo muy grave. ¿Cómo es que soy Enrique...? Porque yo soy Enrique. Y eso me recuerda lo del muro oxidado. He de actuar rápidamente, sin que Noelia se percate y descubra que soy Enrique como todos los días. Hay que llamar a Telefónica. Rápidamente.
—Telefónica. Dígame...
—Tengo un problema angustioso.
—Entonces, espere atentamente nuestra señal. No cuelgue aunque prefiriese hacerlo. Gracias.
Era sólo una voz electrónica. Y ahora me ponen el hilo enrollado de la Partita para flauta en La menor, de Bach, y la llevo por la mitad cuando una voz dorada de señorita me pregunta:
—¿Qué tal...?
—Señorita, tengo un problema.
—Veamos... Cálmese. Vd. tiene un problema, ¿no es así...?
—Sí..., es así. Mire : yo soy Enrique; y, además, lo he sido siempre. Y creo que lo voy a seguir siendo..., ¿comprende...? Ayúdeme, por favor. Es angustioso...
—Le comprendo muy bien. Vd. tiene un problema.
—Sí. Un grave problema.
—No sea tan pesimista. Dentro de cinco minutos, verá llegar a nuestros oficiales, que pondrán fin a su problema. ¿Cómo se siente ahora...?
—¡Oh...!, bien, no crea... Pero es como si no se tratase de mí...
—No piense en eso. Adiós, señor ¿Enrique...?
—No. Esteban.
—Oh, gracias.
—Quiero decir: Enrique, sí, Enrique.
—Vale, sí, como quiera. Pondré Enrique. Adiós...
—Adiós, señorita...
¡Todo es tan rápido...! Hago pasar el tiempo muy deprisa. No transcurren ni cinco minutos y ya están los oficiales llamando al timbre. Son dos oficiales vestidos de amarillo, con una escalera naranja y un ladrillo verde.
—¿Qué tal se siente...?
—Bien. Yo soy Enrique. Pero, a veces, es como si no fuese yo...
—Háganos caso. No piense más en eso. Nosotros se lo vamos a arreglar en un momento.
Y manipulan algo en los inferiores del muro prodigioso; e introducen el ladrillo verde. Después lo dejan todo igual.
—Son 100$
—Me parece excesivo por una escalera naranja y un ladrillo verde.
—Son 75 de reparación y 25 de desplazamiento.
—Ya lo sabía... Vds. ganan siempre. Váyanse; y que no se repita.
—No se ponga así, señor Enrique.
El oficial segundo interrumpe:
—No. Éste es Esteban.
—No. Es Enrique. ¿Quién es Vd....?
—Ese es el problema. Que soy Enrique.
—No se preocupe. Verá cómo dentro de un rato se le pasa.
—Adiós, señores.
—Adiós, Enrique.
...Y despierto. ¡Uf...! ¡Qué sueño...! ¡Qué pesadilla con el teléfono...! ¿Cuánto he dormido...? ¿Cómo es posible...? Ha sido un sueño tan largo...; y sólo ha durado un par de minutos, desde las siete en punto. No sabía que la urgencia atacase también a los sueños. ¡Va todo tan rápido! Tengo que moverme. Al fondo, Natalia hace girar un molinillo. Entonces, llaman a la puerta.
Abro y se presentan dos oficiales amarillos, cargados con una escalera naranja.
—¿Es Vd. Enrique?
—No. Yo soy Esteban.
—Entonces, es Vd.
—¡Alto! O soy Esteban o soy Enrique.
—No se preocupe. Eso quedará listo en sólo un par de minutos.
—¡Pero yo no los he llamado!
—Aquí pone que sí, que Vd. se llama Esteban.
—Eso es verdad...
—...O Enrique.
—Ese es el problema, créame.
—Déjenos entrar y se lo arreglaremos.
Y ellos pasan, circulan por sí mismos, se introducen, llegan al muro, tantean, mueven, quitan, ponen y dejan un ladrillo verde; y, luego, cierran.
—Son 150$
—¡Pero Vds. me cobran casi el doble de lo establecido!
—Es lo que deberíamos hacer, ya que Vds. son dos. Pero, pensando siempre en Vd., le hemos adjudicado el descuento Ciudad Plus de Telefónica para que pueda seguir llamándonos...
—Oh, comprendo. Son tan amables... No hay forma de oponérseles...
—No hay forma...
—Está bien. Tomen. Tengan.
—Tomamos y tenemos.
—Adiós, señores.
—Adiós, señor Enrique.
—Soy Esteban. Pero no tiene importancia.
—Ya lo sabemos. Adiós, señor Esteban.
—Adiós.

¡Qué rápido va el tiempo...!

(Antonio Hernández Marín, 4-12-2001)


2 comentarios:

Gharghi dijo...

A la mitad de la lectura ya me llegaron ecos de la voz de Antonio contándonos la historia en su cocina... Le hecho mucho de menos.

Al59 dijo...

A quién se lo vas a decir, Gharghi. Ajo y agua. Y a adivinarle a través de su escrito: esa suerte tenemos.