viernes, 26 de junio de 2009

Michael Jackson, superhéroe de barrio


Bienvenidos a la página de esquelas de Blogolandia. Del underground a lo sobreexpuesto: acaba de morir Michael Jackson, el niño prodigio convertido por los medios (pero no sólo) en Dorian Gray. Los ingredientes de la sopa ya los conocen: talento explotado a conciencia desde edad temprana, fijación con la infancia perdida (que acaba volviéndose un tanto turbia) y un mejunje de glamour y morbo, en plan Nocilla de dos sabores. La imagen de la Nocilla mixta nos recuerda también el conflicto de colores: Jackson, ídolo del mercado negro, fue absorbido a comienzos de los 80 por el mercado blanco, y este blanqueo de capitales tuvo su reflejo (ah, azar objetivo) en el blanqueo literal de su efigie, obra de colaboración al parecer entre el vitíligo y el escalpelo.

En la película horrorosa que perpetró, Moonwalker, Jackson se complace en presentarse como un gigante superdotado, un Mazinger humano. El tema del endiosamiento tiene una expresión temprana, mucho más simpática, en el vídeo de los Jackson Five que les traigo, de 1980. Jackson y sus hermanos aparecen aquí como redentores de la raza humana, en un invento que recuerda a Starwars y 2001. Desde su posición privilegiada, los Jacksons derraman polvo dorado sobre la ciudad de los hombres, oscura y dormida. Este orín mágico representa la excelencia real de los artistas, pero también la ilusión creada por la propaganda, un opio a medida de las gentes del suburbio, que sueñan con ponerse nudillos y piños de oro.

El texto inicial, sobre la Edad de Oro perdida, evoca el comienzo de Yellow Submarine y prefigura el famoso recitado de Thriller, donde la palabra recitada funciona también como hechizo, movilizando un mundo encantado.

Muere alguien que amaba, sin duda, el arte y la inocencia. Se le concedió el primero (aunque gravado por serios impuestos). Esperemos que la Parca (en piedad) aparque de una vez la obsesión colectiva con el linchamiento de Jackson, que, si a eso vamos, parece haber apurado de sobra las hieles de la fama. Queda su música, siempre bien hecha y a ratos genuina. Gracias por ella.



martes, 23 de junio de 2009

Hugh Hopper abandona el local


En los últimos tiempos, la Muerte ha hecho sentir su dominio en Arcadia. La penúltima baja: Hugh Hopper, bajista y compositor de algunas de las mejores canciones de Soft Machine. Asombra (o no) saber que un músico de tanto talento las pasó canutas en varios momentos de su vida, llegando a abandonar el instrumento para intentar ganarse la vida con menos suspense. Por suerte, antes de morir vio renacer el interés por Soft Machine y el rock inventivo en general, etiquetado, según el caso, como psicodélico, progresivo o fusivo. La biografía oficial de la banda, de Graham Bennet (Soft Machine. Out Bloody-Rageous, 2005) trae, entre otros testimonios, un pequeño prólogo de Hopper que habla del tema y demuestra que, como otros grandes de su época, nuestro hombre, además de tocar, se explicaba estupendamente. Lo traduzco:

Para cuando los ochenta echaron a rodar, los discos de Soft Machine no eran algo que quisieras mostrar en público. El Síndrome del Viejo y Aburrido Coñazo... Pero en los últimos años, gracias a Steve Feigenbaum, de Cuneiform Records, en Estados Unidos y Rob Ayling de Voiceprint Records, en el Reino Unido (ambos fans con solera de Soft Machine), ha renacido de repente el interés por estos lejanos dinosaurios. De acuerdo: todavía no tripulamos Maseratis ni vivimos en la Côte d'Azur gracias a los royalties —pero cuando echas un vistazo a las reediciones, los Cds recopilatorios y las bandas que refrescan el repertorio de Soft Machine, como Polysoft, resulta reconfortante pensar que la música no ha desaparecido para siempre.

Y los libros, artículos de fanzines y documentales siguen llegando: primero la biografía de Mike King sobre Robert Wyatt (Wrong Movements) y ahora la obra de Graham Bennet, también cuidadosamente fundamentada. Es interesante leer lo que los demás componentes del grupo recuerdan o dejan de recordar. Hay que tener en cuenta que todo empezó hace cuarenta años, en una neblina de humo y egos musicales.

La relación de Hopper con Soft Machine es compleja: ayudó a crear el sonido de su época de gloria, experimental y pop al mismo tiempo; pero después se alió con Ratledge, el teclista, para expulsar a Robert Wyatt y reducir el grupo a una banda puramente instrumental. Decía un comentarista, con maldad, que tras perder a tres genios (Daevid Allen, Kevin Ayers y Wyatt), los virtuosos que tomaron el mando comenzaron aburriendo al público y acabaron aburridos ellos mismos. Algo hay de eso. Hopper dejó de hecho el grupo en el 73, para embarcarse en colaboraciones varias; aunque nunca abandonó el sonido magnético patentado por la banda.

Sus aventuras en solitario son inabarcables. Mi momento favorito es el disco que editó con el teclista Alan Gowen en 1980, Two Rainbows Daily. Sin batería ni guitarra, el sonido que crean los dos es audaz pero cálido, impredecible pero siempre melódico. Música interior, sin apuros ni compromisos. Piensa uno que a Erik Satie o Debussy les hubiera encantado escucharla.





domingo, 21 de junio de 2009

Un cuento


La una y media: buena hora para un cuento de Dani.

*

E.A.

Prefiero, antes que el barullo indigno y el asfalto ardiente como un sol negro,
la oscura tranquilidad de una noche con luna
o el frío de bordes de cuchillo en las noches sin ella.

Lo prefiero.
Ondulante,
Siguiendo al pie la traza negra, prefiero la veloz montura del color del carbón, que lleva en su piel el estigma dorado de cada ente solo. Lo prefiero.
Y prefiero la cadencia cuando ruedas tras la estela del Icaro; o aquellas veces en que el silencio acompaña la oscuridad total,
y tú, por tu almena de castillo medieval,
te pierdes;
por los canchales que fueron lápidas, te pierdes;
y por el desagüe, junto a la noche y junto a mis sueños.
Como una herida, como un disparo perfecto y olvidado, atraviesas los dominios de tu cómplice de azabache.
Es una nueva sensación al dar las doce por el cuco mas ingenuo...
Al dar las doce,
vuela por el circuito contra el reloj que mide la eternidad con granos de arena. De puntillas. En silencio.
Y haz tu ronda, inaccesible, en el sereno reposo de los fantasmas.

____________________________

Antes de llegar a esta casa, recuerdo que mi vida era una tira de asfalto pegada al suelo con super glue tres. Eso era antes de llegar a esta casa.

Justo justito antes, si me apuras, mi vida era un minuto y pico, mi edad era un minuto y pico, un pico pequeñín, de diez segundos y algunas décimas. Y las décimas eran lo más importante de mi vida.

Llevaba una existencia intensa, porque la tira de asfalto pegada al suelo con super glue tres, de pronto se despegaba, y se ponía a bailar y a serpear como una serpiente, y a bailar como una puta árabe, y a culebrear como una culebrilla o como un reguerillo de agua. Yo estaba tan cerca que podía tocarla con extender el brazo. Pero yo no la tocaba, yo sólo la veía bailar muy asombrado y con un pelo de respeto, porque algunas culebrillas tienen el veneno jodido cuando muerden. Además, a mí que se me contagia casi todo, se me contagiaba aquel ritmo por dentro de una manera particular: yo movía eléctricamente las manos, muchos movimientos circulares como si agarrara el contorno de algo, y después la mano hacia atrás, así y así, y entonces otra vez los movimientos circulares. También meneaba la cabeza hacia los lados, e imperceptiblemente las piernas.

Todo esto, repetido unas cien mil veces, había llenado por completo el minuto y pico de mi vida antes de llegar a esta casa.

Y un día cualquiera, mientras me solazaba mirando el asfalto bailarín, el mundo empezó a dar vueltas delante de mí. Giró y giró hasta hacerse una espiral, y yo vi claramente como mis ojos se agrietaban y el humor vítreo se escapaba de ellos. Después todo fue oscuro.

Mas después me desperté y por dos razones quedé sobrecogido: que la tira de asfalto ya no estaba conmigo fue la primera. La segunda, la terrible, fue que yo era viejo como un árbol, tan viejo como el vino viejo o como Robinsón Crusoe; varios minutos de viejo, acaso una hora.
En esos instantes de turbación y tristeza se acercó de no sé donde un tipejo delgado y amarillo, flacucho y cetrino, de ojeras profundísimas, y me dijo:

—Elio, Elio, mi buen Elio, no te aflijas. Mira que casa tan bonita —y en tanto me hablaba, sus manos habían separado las ramas de los setos y yo pude ver la casa.

Era una mansión de tres pisos, toda de blanco, creo que es de mármol pero no estoy seguro porque hasta que llegué aquí no conocí otra piedra que el asfalto. Tenía columnas adosadas y arcos, muchos arcos con archivoltas y parteluces y estatuas en cueros. Tenía escaleras, y escalinatas y barandillas, y un cenador precioso justo en mitad del jardín anglo-francés que la rodea. Tenía una azotea, un observatorio, una alfombra de quinientos metros, un pasillo que asciende circular desde el sótano a la azotea, un pasadizo secreto, un juego de candelabros y una lámpara de araña. Tiene más cosas pero no quiero decirlas.

Ahora vivo aquí y soy inconcebiblemente viejo. Echo de menos un piano. Hay un clave en el gabinete naranja, pero está un poco cascado. No he vuelto a ver a nadie desde que el tipo delgado y amarillo se esfumó. A veces también echo de menos un amigo.

Pero en conjunto yo estoy bien aquí. Por las mañanas me despierta un gallo versado en el arte de no dejarse ver. Me aseo en la fuente y después exploro el jardín (del que he llegado a pensar que es infinito), o busco en mi casa un gabinete nuevo, de otro color, con sorpresas nuevas, con un piano quizás, o con un amigo.

Desde que descubrí el circuito las tardes las paso siempre allí, girando y girando sobre la superficie de adoquines, montado en un coche invisible que no me puedo explicar. Es un coche que no existe, pero existe. No se le puede buscar, ni esconder, ni hallar, ni perder. Yo bajo al circuito, me sitúo en la pista y de repente sé que estoy dentro de él. Entonces empezamos a girar y pasamos la tarde girando y girando, y llega el alba. Yo no veo el coche, el suelo corre veloz bajo mis pies, no veo el volante ni la caja de cambios, pero los veo. Así hasta que es de noche y el sol sale por la copa de los árboles. Así hasta que decido volver a casa, veinticuatro horas más viejo.

Y me acuesto, y sueño con la cinta de asfalto de mi juventud, y empiezo a recordar vagamente que mi nombre es Elio de Angelis y soy piloto de fórmula uno, pero ya no ejerzo porque estoy muerto.

(Daniel)


lunes, 15 de junio de 2009

Versión celeste


(Así llamó Juan Larrea a su poemario.)

Ésta va por don Joaquín Andújar, que me sugirió (allá en los mundos de Facebook) que no estaría mal espolvorear Días de ocio en el País del Yann con el polvo feérico de una celesta. No he visto cómo; pero en lo que no veía, me he entregado a la sonoridad del instrumento, y éste es el resultado, con ecos inesperados de Nyman (que nunca me ha gustado, pero) y, más habituales, de Wyatt y compañía. Como otras veces, juego con dos acordes (fa menor y do sostenido menor, esta vez) que generan dos tonalidades distintas, dos escalas modales gemelas (en modo dórico) con pocas notas comunes: una de ellas, el bajo continuo que sostiene la pieza (y que, sin cambiar de altura, funciona como dos notas distintas: primero, la bemol; después, sol sostenido). En mi cabeza, al menos, el paso de una tonalidad a otra sugiere una grieta que comunica dos niveles de realidad: un motivo característico de los cuentos de hadas y la literatura fantástica.

*

Edito (sábado, 2:10): cambio el final de la pieza, que no me convencía, por una coda bárbara, aunque dulce (o viceversa).



domingo, 14 de junio de 2009

Días de ocio en el país del Yann (video)

Una observación, por si la comparten: cuando un músico de rock adopta los timbres y estructuras de la música clásica, el resultado, si se deja oír, se parece muchísimo a una banda sonora. La norma tendrá excepciones, pero constato que yo, al menos, la cumplo. El fenómeno sugiere muchas cosas. Señalo dos: la continuidad entre la música clásica 'moderna' (post-impresionista) y las bandas sonoras; y la sed de imágenes del rock 'sinfónico', banda sonora de un viaje interior.




viernes, 12 de junio de 2009

Elogio de Disney


Por imperativo familiar, me he dado una buena dosis (sobredosis, incluso) de Disney. Algunas respuestas del paciente son previsibles: me agradan más las películas que vi de pequeño que las que descubro ahora, y en general encuentro mejores las de la época dorada (con Disney vivo y al mando) que las epigonales (aunque El Rey León, remake de Plutarco, tiene su punto).

No es del todo justa la asociación que suele hacerse de estas películas con una moralidad rancia y periclitada. En al menos un par de ellas, el patriarcado queda al pie de los caballos: el malhumorado señor Darling de Peter Pan y el pomposo Coronel Hatti de El Libro de la Selva son machotes incompetentes, acompañados de mujeres inteligentes y sensibles que salvan la situación (digna Lisístrata, la de Hatti amenaza con tomar formalmente el mando si su marido se niega a ayudar a Mowgli).

Es cierto que algunos aspectos se han quedado anticuados, políticamente incorrectos. Hoy la industria se cuidaría de presentar unos indios estereotipados como los de Peter Pan, y entre los juguetes de la casa de Gepetto vemos unos cuantos móviles que deben dar sudores a los pedagogos: una oronda madre o criada azotando el culo de un niño travieso, un alegre borrachín que saluda el día con su botella, un granjero que intenta decapitar a un pavo...

Otras veces, sin embargo, la subversión se cuela por un recoveco: son ejemplares el desfile lisérgico de los elefantes de Dumbo (Kesey hubiera aprobado ese champán) y el elogio apenas disimulado de las tinieblas en la escena de La noche en el Monte Pelado de Fantasía.

El dibujo es a menudo memorable, y la música, aunque tiende al pastelón, tiene también sus cimas (toda la banda sonora de El Libro de la Selva es de antología, y hay otros momentos realmente señeros: ¡La vida pirata, la vida mejor!).

Las ediciones antológicas de estos últimos años, en DVD, incorporan comentarios fascinantes. El de Dumbo, por ejemplo, insinúa que la película es en realidad un manifiesto de los trabajadores de la Disney, por entonces en huelga, contra su jefe, que explotaba su talento sin darles el debido reconocimiento (no es casual que la película acabe con un Dumbo que ha renegociado su contrato y goza al fin del status de estrella: el Circo es él, no su patrón ni sus adictos, los payasos esquiroles).

Las libertades que se tomaron en la adaptación de los clásicos literarios correspondientes son notables, pero casi siempre justificadas. El Pinocho de Collodi es un niñato insoportable; el de Disney, un niño inocente que tiene en esa condición su flaqueza (se deja engañar) y su punto fuerte (sus enemigos no logran corromperle, volverle rencoroso o malévolo). El Peter Pan de Disney se aparta bastante del texto, pero conserva el espíritu: en su primera aparición, hasta se aprecia el fuego pagano, demoníaco, que desprende su figura. La traición a Kipling es quizá la más notoria: pero se redime por el resultado extraordinario, una tergiversación que tiene valor por sí misma.

Aunque se habla mucho de Hergé, está claro que la línea clara del comic debe lo suyo a Disney. Su huella está clara en la serie Peter Punk de Max: un ejemplo (como El Baile de los Vampiros, de Polanksi) de cómo la parodia virtuosa puede constituir el mejor homenaje.

Tendremos Disney hasta en la sopa, y no me parece mal. Al igual que los hermanos Grimm (cuyas versiones artificiosas hay a veces que apartar o contextualizar para comprender adecudamente el corpus de los cuentos tradicionales), Disney ha creado un canon de las principales historias para niños (tanto tradicionales como literarias) que sigue vigente, más allá de la promoción, por méritos propios. Hay que procurar, desde luego, que no sea el plato único del menú; pero sería tonto negarle el lugar que ganó y conserva.

sábado, 6 de junio de 2009

Días de ocio en el País del Yann


En la vida no abundan las decisiones afortunadas, que realmente cambian las cosas. (A cierta edad, ni siquiera las decisiones a secas.) Apuntarme a clase de guitarra y comenzar a trabajar con el programa Finale son dos pequeñas excepciones. Con un buen profesor y un buen compañero, voy logrando sacar ánimo y hasta tiempo (lo más difícil) para arreglar las canciones para dos instrumentos y asisto asombrado a la vida que adquieren en ese formato. Alguna cientovolandería tenemos ya lista para la próxima audición, si los dioses nos dejan. Sobre la canción de hoy, homenaje a Lord Dunsany, he vuelto otras veces, pero creo que ésta podría ser la versión definitiva, con la melodía ampliada, un acompañamiento mejor planeado y un dúo de timbres para mí nuevo, y que me encanta: laúd y violonchelo.

[La primera parte de la melodía se puede cantar, si apetece: Fuera del mundo, el mundo no está. / Dentro del alma y el alma se va. / Días de ocio en el País del Yann (bis).]





*

Edito: así con clarinete (menos clásico, quizá).




martes, 2 de junio de 2009

Chocolate


Mañana me toca volver al tajo, después de tres meses de descanso. Siento más inquietud que ilusión. Por la razón que sea, el cuerpo ha dejado de pedirme dulce con la intensidad de antaño; pero cuánto me reconozco en estos versos del 2008, que había olvidado.

Chocolate con leche, con almendras y pasas,
con formas invitadas, con esdrújulas,
con restos de parábola.
Un niño entra en sospechas, una flauta
raspó su corazón. Unas por otras,
las horas se conceden ilusiones
por las que desistir. Arde el catálogo
de nuestras inquietudes. Animales
domésticos inundan el lugar.