sábado, 31 de enero de 2009

El Círculo Intacto

Gracias a la tecnología y a cierta constancia, son días de felices reencuentros. Para los amigos que nunca dejaron de serlo, va esta canción de la Incredible String Band.





Cambian las estaciones
y llueve sangre helada.
Os he estado esperando
más allá de los años
y sobre el horizonte,
hermanos de lo eterno,
distingo vuestra estela
que acude a este reencuentro.

Es hora: construyamos
la nave del futuro
siguiendo el viejo plano
que sabe viajar lejos.
Partamos a la Isla
de Siempre, naveguemos
por mares de partida
y estrellas de verano.

Cambian las estaciones
y sigue la mirada.
Hermanas de ojos hondos,
¿qué veo? ¿Sois vosotras?
Semillas de belleza
lleváis en vuestro vientre
de niños no nacidos,
alegres y sin leyes.

Dentro de vuestros dedos
devanan ya las Parcas
el hilo siempre sacro
del amarillo grano.
Dispersos fuimos cuando
cayó la larga noche.
En la mañana blanca,
de nuevo conversamos.


viernes, 30 de enero de 2009

La Serrana de la Vera


El romance tradicional de la Serrana, que ya corría en tiempos de Lope, sigue muy vivo en la zona que lo vio nacer, entre Garganta y Piornal. Guadalupe Alegre, vecina y amiga, lo canta con una melodía simple pero preciosa —un hilo de oro que, con las libertades de costumbre, viene a sonar así.





*


Caramba. Como diría Espada, cortesías. Me agrada que Elena Medel me considere un factor de riesgo. Lo soy; para mí, al menos.

miércoles, 28 de enero de 2009

La Ciudad Sumergida (redux)


Vieja melodía, nuevo arreglo. La tesitura es para dos guitarras, aunque Monsieur Midi, pianista invitado, hace los honores.



martes, 27 de enero de 2009

Tarde de agosto (mi amiga mejor)


Otra pequeña canción (aquí, instrumental) a tiempo de vals. La letra, en tinta invisible, dice así:

Cuándo ha de ser,
dónde he de perder
lo que más quiera.
Carne de abril,
rosa sin fin,
dulce y traicionera.

Tarde de agosto,
mi amiga mejor,
baila conmigo
este buen rock'n roll.





viernes, 23 de enero de 2009

Patio Maravillas


Está a punto de caer el Patio Maravillas, en Madrid, uno de esos espacios muertos que la gente convierte en poco tiempo en útiles y entrañables. Acerco los enlaces de varios medios y el testimonio de Ricardo, buen amigo, que ha sido usuario del Patio y conoce bien cómo funciona.


Este cuento se acabó, el cuento que ha sido el Patio Maravillas durante año y medio.

De nido de ratas a centro social. Libreteca (préstamo/intercambio de libros + sala de lectura), Fotopatio (grupo de fotografía social), Chikiasamblea (ludoteca + apoyo escolar a niños), Hacklab, el restaurante vegeta con terracita nocturna para cenar al fresco en Madrid por 6 euros, BAH (bajo el asfalto está la huerta, unos piraos que compran terrenos rústicos y los cultivan en plan ecológico, son más de 300), taller de cuerda (música de cámara, si no tenías violín ellos te prestaban uno para que ensayaras en casa), asistencia legal a inmigrantes, taller de rap magrebí (toma ya), grupo de literatura horizontal (sea lo que sea eso) y, por supuesto, el coro. Y os hablo sólo de los grupos que conozco Directamente. Y, claro, todos gratuitos y todos formados por gente de todas las edades (creedme que todas) y pelaje social. Uno tiende a pensar en los okupas como chavales con cresta y chupa con clavos, pero yo he visto de todo, de rastas a pajaritas (y no es coña), de 6 años a unos 60. Parados, camareros, albañiles, doctores en biología, profesores de conservatorio que dan clases por la cara, editores de libros de texto, abogados y hasta un ingeniero de instrumentación espacial.

Ayer la gente terminaba de sacar las cosas (libros, ordenatas, pianos, lámparas de mesa, colchones...) y preparaba la resistencia. Cortaban travesaños aquí y allá y convertían lo que había sido su casa (vivían allí unas 20 personas, en unas aulas decoradas como hogares) en una sucesión de barricadas y vías de escape. No plantean una lucha numantina, tan sólo que el desalojo dure lo suficiente como para que llegue la prensa. Y entre martillazos y soldadores y maestros de la radial, los compañeros se despedían, macuto en mano (los hay ya con juicios pendientes por otras ocupaciones y no pueden arriesgarse más) y otros llegaban a echar un cable la última noche. No me dejéis ponerme muy sentimental, pero tenían todos un gesto de saber que las próximas horas serían muy largas, que aquel cuento se había acabado y que tan sólo quedaba la gran traca final. Alguien con pendientes por todas partes explicaba a un grupo que había que tener muy claro que la policía siempre entra a hostias, que lo de sacar a la gente por los sobacos y los tobillos sólo pasa en las pelis y que lo primero suele ser una patada en los riñones. "Hay que saber lo que se viene encima y aguantar... o apoyar desde la calle". Apoyar desde la calle, como he hecho yo y un montón más de gente del barrio, aplaudiendo, cantando y coreando consignas... y preguntándome por qué no estoy ahí dentro, defendiendo lo que ha sido la casa más mágica del barrio desde que llegué a la calle de la Palma hace un año.

Cuando me he venido aún no había llegado la policía (lo harán cuando se hayan ido todos los medios, por eso es importante resistir hasta que regresen... si regresan). En V. me espera una reunión, un seminario y unos bonitos chorros de telemetría en los que leer cosas fascinantes y maravillosas. Maravillosas. Como el Patio Maravillas.

Habrá otros patios, otras ocupaciones y más gente lista que sepa sacar de una escombrera cultura, sueños y libertad. Este cuento se ha acabado, pero no se vayan todavía, aún hay más.

Buena suerte.




miércoles, 21 de enero de 2009

La casa encantada


Vivimos, y eso es todo, siendo nada:
las llaves de una casa abandonada.

*

Los más escépticos de entre nosotros habitan una casa encantada.
(André Breton)





Charlotte sometimes

*

Teoría de las nueve



sábado, 17 de enero de 2009

Soluciones


—Ha sido horrible. Ayer murieron trece personas. Por suerte, hemos tomado medidas.

—Me alegro. ¿Han sido efectivas?
—Por supuesto. Hoy llevamos mil —y subiendo.

miércoles, 14 de enero de 2009

In Averno


Cuando la memoria me lo permite, retomo al despertarme los caminos del sueño. Es un momento difícil: todo tira en ese instante hacia la ducha, que arrastra consigo los restos de la noche y nos bautiza para la jornada laboral. El yo recién despierto es mal cómplice (por necesidad) del juego que acaba de abandonar: aunque desfilen ante él algunas briznas del sueño, suele descartarlas con fastidio. Un segundo después, ya no están.

Hoy, sin embargo, he recordado las imágenes y me he detenido unos minutos a dialogar con ellas. La historia venía de más lejos (siempre es el caso), pero se vuelve reconocible a partir de una alfombra roja en la que alguien acaba de morir, en algún país oriental. A muchos kilómetros de distancia, un grupo de policías dialogan en un bosque urbano de farolas. Hablan del crimen. A un costado, un hombre borroso sostiene en la mano un vaso de plástico con café. Es Peter Falk, Colombo, envejecido de forma extraña. Su cara no es particularmente decrépita, pero está descolorida, casi en blanco y negro. Mirándole, tienes la sensación de que se trata de una foto fija, estática: sin embargo, un segundo más tarde oyes su voz y compruebas que, sin que tú sorprendieras el giro, se ha movido. Falk interviene en la conversación para explicar que el rojo de la alfombra es una añagaza, que disimula el tóxico también rojo vertido en ella. En un momento determinado, tiende su vaso de café a uno de los policías más jóvenes, que se aparta del corro y muere abrasado, los dedos pegados al vaso, sin decidirse a llamar la atención sobre su agonía.

En el sueño soy el compañero de Falk, un policía más joven. A veces veo las cosas desde los ojos de este personaje; otras, le observo desde la nada, como si fuera su sombra. En la siguiente secuencia, Falk está en la barra de un bar, custodiando un vaso de ginebra. El bar es en realidad un chiringuito playero, o al menos callejero, abierto al tránsito, sin paredes. Afuera luce el sol, pero el local tiene la profundidad oscura de un chiringuito de madrugada. Miro a Falk y pienso lo que todo el mundo: tiene un problema serio con la bebida. Sin embargo, a diferencia de todo el mundo, yo sé que el problema es más y menos que eso, una fachada que permite a las ventanas menos visibles del edificio observar, sin ser vistas, las calles.

Oigo a Falk hablar con la camarera, aunque apenas sorprendo su movimiento. Hace un comentario salaz sobre una mujer (la camarera, pienso). Ésta ríe con soltura, sin ofenderse, pero Falk se dirige a mí, corrigiéndome:

—¿No es ésa tu ex-mujer, Benja?

Y lo es. A unos metros del bar (ya invisible) hay una plaza cuadrada, con dos edificios que se observan frente a frente, inmóviles. Uno podría ser un colegio, el otro un internado o residencia. De uno a otro, las colegialas fluyen en animado flujo. P. es una de ellas: el pelo largo y negro recogido con una goma, la falda de cuadros. Sé que no quiere saber nada de mí, pero desde alguna parte Falk me anima a insistir, y lo hago por dos veces. La primera, me acerco a ella cuando está a punto de entrar al internado. Enojada, se aparta (o me aparta con un gesto cuya fuerza, sin tocarme, me arroja a varios metros de distancia). Sin embargo, poco después está saliendo de nuevo del colegio, rumbo a la misma puerta. Yo ya no soy yo: me observo desde cierta distancia y veo cómo arrojo a P. una pelota. Aún enojada, ella se la pasa a la compañera con la que va hablando y ambas llegan hasta la puerta, pero ya dentro me tiran la bola, y al final acaban saliendo a jugar conmigo. No oigo la conversación pero siento la tensión que se va disolviendo, hasta que al final somos, como entonces, dos alegres compañeros de juegos y entramos juntos en la Residencia.

El portero no quiere dejarme entrar, pero P. aclara la situación: es cierto que yo no tengo derecho a pasar (me falta el carnet), pero ella sí lo tiene a llevarme. Cruzamos el Umbral y compruebo que la puerta conduce en realidad a la cabina de un ascensor, bastante amplia. No recuerdo que pulsemos ningún botón, pero el ascensor inicia el descenso, que no tarda mucho en volverse mareante. Parece que alguien ha cortado el cable y caemos a plomo, en caída libre. Sin embargo, poco antes de llegar el traqueteo desaparece, y el aterrizaje es plácido, como en un cojín mullido.

Hemos llegado. Estamos en el Averno, el Soterraño: el Metro. La estación se llama Chasey Lane, o Cytherea. Toda la línea tiene nombres de heteras o actrices porno. La estación tiene tres andenes: dos laterales y uno central. Por este último aparece Cytherea arrastrando, sin demasiado esfuerzo, una red cargada con bloques de piedra. Los va disponiendo de modo que formen (simbólicamente: como quien dibuja en una página unos puntos que hay que unir con la imaginación) una nave. Los galeotes de la misma son sus partenaires en el número sexual que van a montar: unos garañones con indumentaria sádica, terriblemente sumisos en realidad a su presunta víctima.

De uno de los extremos del andén central parte una escalera mecánica. En realidad, son varias: dos o tres que suben y otras tantas que bajan, pero mezcladas sin criterio discernible. Nuestra atención se desplaza del número de Cytherea a la obra de teatro callejero que va a tener lugar en las escaleras mecánicas, y de la cual oímos hablar, confusamente, a la gente. Se trata de un encuentro entre la señora número cinco (a la que todos llaman Carlota) y Don Muerte. Pronto somos espectadores tan próximos que nos hemos integrado en el reparto. Como no sabemos dónde empieza y acaba la obra, subimos escaleras arriba y volvemos a bajarlas en compañía de un grupo de jubilados aficionados a este tipo de funciones. Son vejetes típicos, de media sonrisa entre apacible y aviesa. Tardo en comprender que el más anodino de ellos, un tipo con aspecto de acomodador, es en realidad la Muerte (o más bien, pienso ya despierto, Caronte).

La obra que esperaba ver es en realidad un diálogo que debe tener lugar en el último tramo de la escalera, entre Carlota y Caronte. Los viejetes van hablando sobre ese famoso diálogo, que incluye preguntas y respuestas ya clásicas, pero ellos se libran muy mucho de contestarlas, y por eso llegan indemnes al final del viaje y desaparecen. Pronto estoy solo con Caronte, de nuevo escaleras arriba. Uno de los tramos laterales está en obras, y puedo ver la maquinaria: pese a la apariencia metálica, se trata en realidad de láminas de madera, agrupadas de tres en tres para formar rodillos, como aquellos que, según se cuenta, servían a los esclavos de las Pirámides para arrastrar enormes piedras.

Pregunto a Caronte si las demás entradas al Averno son también estaciones de Metro como éstas. La charla del vejete es interesante, pero escurridiza y fría, como un pescado. Me dice que sólo en Grecia había cien entradas conocidas al Hades, y que al menos diez de ellas tienen esta equipación, completa. En lo que charlamos, me conduce a una de las salidas (o entradas). Es un vestíbulo polvoriento, abandonado, cuyas puertas chirrían. Todo parece a punto de derrumbarse, o está derrumbándose de hecho, pero con un ritmo pausado. El derrumbe, siempre incompleto, está en los planos —forma parte de la estructura.

Salimos al exterior: la boca del Metro da a un gran espacio, un soportal bajo una enorme cúpula. Ya no voy solo con Caronte. Me acompaña otro viajero, un chico joven y fornido que podría bien ser algún amigo de aquéllos. La sensación de derrumbe y locura se intensifica, y de pronto Caronte, con una agilidad impensable, echa a correr y desaparece por una bocacalle. Se oye el ruido de un tranvía que se acerca (las vías atraviesan el suelo de aquella plaza). Aunque intento disuadirle, mi compañero se sube a una enorme moto roja que parte rugiente, rumbo a un accidente seguro. Yo salgo del espacio protegido por la cúpula y me acerco a un quiosco cercano. Lo llevan unas chicas muy agradables, con las que comparto mi aventura. Ellas han pasado también por ello, pero Muerte les dio un salvoconducto que aún conservan y que se ha convertido en herencia familiar. Para enseñármelo, a través de un cristal roto, sacan una de las revistas que están expuestas en los laterales del quiosco: en realidad, es una de esas carpetas que todos pudimos tener en el instituto, con frases llenas de sabiduría caduca y pegatinas del Superpop. Una de ellas, que parece más bien un cromo de un grupo heavy, con abundancia de calaveras piratas, es (eso dicen) el sello de Muerte.

No me da tiempo a pensar. Me atropellan —o despierto.




martes, 13 de enero de 2009

Light My Fire


Muchas ediciones comentadas no pasan del cinco. Pienso en la antología de Leopoldo María Panero en Cátedra, preparada por alguien que (por ejemplo) se encuentra con un poema llamado Shekinah y no se molesta en explicarnos (quizá porque lo ignora) a qué diantres se refiere el autor.

Hay otras, sin embargo, que son un verdadero festín. Cuento entre ellas la de Alma. Caprichos. El mal poema de Manuel Machado, en Castalia. En las notas, Rafael Alarcón Sierra nos trae, entre otras delicias, las anotaciones que Rubén Darío hizo a su ejemplar de Caprichos: apuntes en verso que a veces mantienen el pulso del original y otras elevan la apuesta.

He recordado este juego leyendo la respuesta que ha dado Rafa a una de las décimas de mi Devocionario Pop, respuesta publicada en un comentario, y que subo, junto al original, a portada. La canción de The Doors recuerda que siempre es posible trepar más arriba, con ayuda del amor o de otras yerbas. El juego, tan virguero (mismas rimas, distintas razones) bien lo demuestra. Mil gracias, tron.

Ligh my fire

El amor es un sabor
que se aprecia y no se aprende:
por su cuenta se desprende
del más tibio pormenor.
En el amargo dulzor
de la vida, él duerme y sueña
la fiebre que nos enseña
las llagas de su virtud.
Generosa esclavitud
que alza en lágrimas la leña.

*

ALTER AB (ALTERO) ILLO:

Light my fire

Es un saber el amor
susurrado por un duende:
la cuenta de lo que vende
falta del libro mayor.
Contra el cansino sopor
de la vida se despeña,
avivando –santo y seña–
el lar de la juventud.
Recobrada la salud,
la muerte se hace pequeña.


lunes, 12 de enero de 2009

La de Gaza


Acostumbrados al Jesucristo murió por ti (Murió por tus pecados, John Winston Lennon, le gritaban a aquél los carteles, antañazo), no debería sorprendernos el giro: Los matamos por ti. La coda es la misma: ¡Ingrato! ¡Imbécil!.

domingo, 11 de enero de 2009

Gymnopedie


A ver, mister. En 25 segundos, ¿cómo sonaría una Gimnopedia de Satie compuesta por Ciento Volando y arreglada para carrusel? Pues ea: ¡adelante!




sábado, 10 de enero de 2009

La copla que está en mi boca


Iba a dedicar esta entrada a Christina Rosenvinge (tiempo habrá), pero un recuerdo infantil se ha cruzado en mi camino. La lista de los primeros discos que recuerdo haber visto por casa incluye los recopilatorios rojo y azul de los Beatles, Lord of the Ages (de Magna Carta) y uno de los discos de Jarcha, que traía este estribillo indeleble:

La copla que está en mi boca
a punto de ser del viento,
¡qué lejos de aquella copla
que estaba en mi pensamiento!

Copla que imaginé un día
poder cantar de una vez
tal como yo la sentía,
tal como yo la soñé.

No sé si Rafa Herrera conocía esta canción de antes, pero al menos dos veces, en esas sesiones interminables de guitarreo, nos entretuvimos en sacar los acordes y maravillarnos con esa letra perfecta. Ahora que rescato la canción completa, veo que algunas de las estrofas no le van a la zaga, como ésta que recuerda el Cristo asado de Krahe:

Dios está en la cocina,
que hoy es mi santo.
Mi hermana Lola al horno
lo está (a)dorando.
Mi hermana Lola
siempre está en la cocina
con Dios, a solas.

Otras son de un conceptismo juguetón que también tiene su punto:

Esta pena que vive
aquí en mi pecho,
ya más que pena manda
como un deseo:
y es que desea
dejar de ser deseo
para ser pena.

Ninguna es banal, y por el acierto más de una se diría de Manuel Machado, o de aquéllas recogidas por su padre, Demófilo. No me paro ahora a comprobarlo. El conjunto, en cualquier caso, apabulla, a pesar de la distancia que pueda separarnos de esta estética solemne progre-setentil. ¡Qué tiempo el tiempo!




jueves, 8 de enero de 2009

Limbo Rock

La memoria engaña. Reveladoramente, a veces. Pienso en Sodoma y Gomorra, cuando YHWH asegura a Abraham que salvará la ciudad si consigue encontrar cierto número de inocentes. Pienso en los niños masacrados por el fuego divino, que no hicieron peso en la balanza. Ahí reside el engaño: no se trataba de inocentes, sino de justos. Un bebé, un niño, rigurosamente amorales, no son justos. Qué demonios. Desde el punto de vista cristiano, ni siquiera inocentes: marcados por el Pecado Original, ni los niños de Sodoma ni los muertos por orden de Herodes llevaban visado para el Paraíso. Durante siglos, habrán paseado por el Limbo (en latín Borde, Frontera: la misma metáfora que lleva a nuestros cronistas a hablar de daños colaterales). Las márgenes del mundo son su parte principal. Lo son, al menos, para los que no aceptamos que los adultos utilicen sus armas de destrucción masiva (¡pero precisa!, presumen algunos) para llevarse por delante, en plan bonus track, a los niños de la franja de Gaza —o a los de cualquiera de esas casas o plazas de Israel que codician, por fortuna sin mucho éxito, los cohetes de Hamás. (Luego, eso sí, los imaginarán durmiendo en paz. ¡Angelitos! Plan de Paz: muerto el perro, se acabó la rabia.)


domingo, 4 de enero de 2009

Cantar de las Dos Torres


La Fe levantó estas torres. La Fe las ha derribado. Con estas mayúsculas gemelas glosó Agustín García Calvo (por boca de Isabel Escudero, o viceversa) los atentados del 11 de septiembre, que parecían contradecir en cierta medida la explicación de la Realidad habitual en su tertulia. Si el Dinero y el Progreso son los nombres actuales de Dios, y la Democracia su Reino, ¿a qué venían los islamistas con sus versiones caducadas del Sistema a declararle la guerra al Ahora?

Con el Cantar de las dos torres, que acaba de publicarse (Lucina, diciembre del 2008), García Calvo insiste en la identidad entre tirios y troyanos. Como antaño el comunismo real, las versiones antañonas del Programa cumplen su función dialéctica: en algo hay que emplear el armamento, y el contraste con los muslimes medievalizantes sirve para que los súbditos del Progreso Progresado cierren filas: es esto o el Caos.

El tema bélico pide el hexámetro, y el maestro nos lo sirve en una depurada parodia de Homero que recuerda por momentos aquélla de la Lucha de los Ratones y las Ranas (Batracomiomaquia). La influencia de su propia versión de la Ilíada se aprecia en el verso elegido: hexamétrico, sí, pero arromanzado, con ecos del Poema de Mio Cid. Así comienza el libro:

Canta, diosa, la Fe de los hombres hijos de muerte,
Fe que alzaba a los cielos altivos torres a veces
y a veces las arrumbaba por tierra, y di de qué suerte,
siendo una y misma la Fe, guerreaban como si fuesen
una con otra.

Aunque el relato periodístico sirve de base, García Calvo se aparta de él con soltura, trocando personajes y sucesos de actualidad por otros arquetípicos, cual de tebeo. Los aviones que se estrellan no son de vuelo regular, ni están poblados por pasajeros secuestrados a punta de cutter: llegan del Oriente como pájaros de mal agüero. El Alto Estado de las dos fuerzas en guerra está compuesto por potestades sin nombre propio, herederas de los reyes y sotas de la baraja: del lado muslim, tres reyes (que son uno: el Rey de Rosas) y tres Imanes deciden sobre la suerte de los guerreros suicidas, también trinos: el Siete de Verdes, el Nueve de Moras y el Diez de Granates. Del lado occidental, el Uno de Gansos (vagamente Bush) pide consejo a los ministros del Sumo Conglomerado: el titular de Economía (Cinco de Grajos), el de Exteriores (Ocho de Loros, Nuncio de Tratos Interculturales), el de Defensa (Once de Cóndores, Fusta de Ejércitos) y el de Cultura (Cuatro de Buitres).

El libro se cierra, significativamente, con el llanto de las viudas de los tres suicidas y sus maldiciones contra los maridos muertos, cuya gesta es en realidad una huida del amor conyugal:

Dijo así Fátima, esposa del Nueve de Moras la última
y la primera en su amor: "Ah perro, ah, hijo de puta
por muerto te llamo. Ah, nada te importa: el caso es que huyas
de mí y de mi amor. ¿Tan triste era ya la casa, tan dura
la tierra te era?, que has ido a estallar como una burbuja
ni aun el consuelo dejar de cuidar de tu sepultura,
maldito consuelo, o lo mismo medallas de oro y ayudas
a viudas y a hijos que caigan de arriba: a mí eran tus mudas
manos sobando mis nalgas limosna y gracia la única,
y ésa me la has negado tú mismo. ¡Ah, vuela y triunfa
con tu gran muerte!".

Como otros libros de García Calvo publicados en este año (los dramas Diosas cosas y El otro hombre y el poemario, también contraépico, Suma del vuelo de los hombres), el Cantar se lee en un respiro, con más agrado que sorpresa. Siendo los mecanismos de la Realidad siempre los mismos, aburridos y deprimentes, su denuncia corre el riesgo de volverse ella misma cansina si no hay en ella un qué sé yo de descubrimiento ágil e imprevisible: como canta el poeta a la Muerte en una de sus mejores canciones, Hasta para cantar al abismo de la melancolía / hace falta un aliento de gozo, una sal de alegría.

Bien distinta, todo hay que decirlo, es la tercera entrega de la saga de canciones y soliloquios, que también acaba de publicarse: Y más aún canciones y otros juegos. En efecto, aquí se juega a muchas y variadas cosas, con predominio de los zarpazos del amor y el tiempo. Pues éste apremia, en otra les cuento sobre el libro, que me parece el mejor de este año próspero en alumbramientos.


sábado, 3 de enero de 2009

Moon River

Lo confieso. Pensé que podría ser Wynona Rider, pero al final siempre es Audrey Hepburn (y la reina de las piedras, ya sabe ella quién) quien se mueve a sus anchas por la parte más niña e insobornable de mis entretelas. No compusieron Lennon y McCartney nada más lindo y secreto que esta canción de Mercer y Mancini, vera Ofelia en el río de la memoria.