lunes, 2 de junio de 2008

Ella nunca se pierde las fiestas


Es curioso que la zozobra cotidiana me arroje de vuelta a los géneros que más aprecié en mi adolescencia (a qué engañarnos; como cantan Los Piratas, 'Mi infancia ha sido tan larga / que nunca acaba de terminar'). Cómics, ciencia ficción, terror y fantasía acuden a arrullarme después de cada día de desasosiego. No hay como el terror cósmico de Lovecraft y sus monaguillos, estético al fin y al cabo, para desengrasarse del hastío pavoroso que le producen a uno mentiras, conciábulos y abajo firmantes.

La Factoría de Ideas ha publicado una serie muy apañada de libros que agrupan relatos dispersos de los mitos de Cthulhu, congregados en torno a un eje o tótem: el Necronomicón, Hastur, Cthulhu, Nyarlathothep. En el tomo dedicado al Libro Maldito, con el que estoy ahora, hay un poco de todo: relatos, reconstrucciones fallidas del grimorio y consideraciones posestructuralistas del antólogo, Robert M. Price, que a veces se pasan de vueltas pero resultan siempre curiosas. Hasta ahora la mejor pieza es La víbora, un relato de Fred Chappell que nos revela el modus vivendi (et necandi) del Necronomicón: cuando entra en una biblioteca, succiona la vida de los libros que lo rodean, robándoles sus palabras y hasta la encuadernación. Lo que llegó como una vulgar agenda con una transcripción chapucera e incompleta del texto árabe puede en pocos días, en compañía de una edición barata de los poemas de Milton, convertirse en una traducción esmerada al inglés, con hechuras de pergamino. Mientras, no sólo el ejemplar de saldo que alguien puso junto al libro maldito, sino todas las ediciones de estos versos, donde quiera que se encuentren, van perdiendo sentido, reducidas a un sonsonete ininteligible y blasfemo...

Como no hay (para mí) lectura sin banda sonora, expresa o elíptica, me he sorprendido tarareando aquella canción de Bauhaus sobre la Dama que nunca falta a las fiestas. La Muerte, creo yo (et in Arcadia ego), Señora de la Máscara Roja —aunque la letra, bastante ambigua, permite pensar en alguna actriz de películas de terror, o incluso en el suicidio de Marilyn Monroe. Hay ligereza (y fosforescencia) pop en esta pieza de época, pródiga en claroscuros, voces brumosas, épica sadomilitar y peinados imposibles. Hongos de Yuggoth, sin duda —qué lástima que el mago Hoffmann no pueda ya analizarlos y arrancarles su fórmula secreta.



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