domingo, 10 de febrero de 2008

El Barco de Velas Rojas. Historia del Timonel


La distinción es de Nietzsche: libros planeados y ejecutados como tales (negociaciones con la página en blanco) vs. vivencias y enredos que se vuelcan en algún momento, quizá accidentalmente, en ese formato. Sólo los últimos, decía, están vivos.

El legendario Barco de Velas Rojas puede ilustrar la segunda categoría. A finales de los 70 e inicios de los 80, tres buscadores de tesoros reúnen sus fuerzas. El tópico vigente los situaría dentro de la New Age o las sectas esotéricas, pero partiendo de esas plantillas nunca nos haríamos una idea veraz del clima en que floreció el empeño. Las claves son otras: viajes lisérgicos (o mescalínicos), libros de Castaneda, organizaciones realmente secretas (no todo el esoterismo pasa por quiosco) que se contagian de la ilusión de cambio colectivo y expanden a un público más amplio (pero aún restringido) ciertos ejes y mapas del mundo. Uno de los rasgos más peculiares del fenómeno es que resulta casi imposible separar qué proviene de tradiciones de largo recorrido (filoegipcias, sobre todo) y qué es propuesta novedosa, inspirada por la Gestalt y el estructuralismo. No he conocido otro fenómeno religioso con esta consigna: cada cual ha de escribir sus propios libros sagrados, aggiornar las reliquias que le leguen (o saquee) como quien poda y sanea un árbol. Todo lo importante remite a un Ahora que es su único sello de autoridad: el arte, la magia, serán psicotrópicos o no serán.

En ese clima de experimentación, uno de los buscadores propone a los otros repentizar historias, adoptar por turnos el rol del narrador y dejarse contar aventuras improbables. La actividad crea pronto su marco: inventar en grupo es como navegar. Hacen falta talentos específicos, funciones: un timonel, un capitán, un cartógrafo, un físico (en el viejo sentido, hipocrático, del término). Quienes asisten a las sesiones con un rol más pasivo, o lo hacen sólo ocasionalmente, contribuyen también a crear la Estructura: toda una tripulación de piratas ansiosos de Infinito y abiertos a la guía de los que han puesto su vida en este juego.

La actividad acaba generando su libro de bitácora, su cronista. Alguien se toma el placer de grabar las sesiones y transcribirlas. Coherente con la filosofía del empeño, sabe desde el principio que el material repentizado es sólo un punto de partida. En poco tiempo, las historias son ya un copioso libro inédito: El Barco de Velas Rojas. En medio de una tormenta de sablazos y espejismos, el cronista desaparece, pero el libro queda, y con él la estructura que lo trasciende. Aunque el núcleo original se disgrega, la Escuela de Navegantes continúa su viaje.

A comienzos de los 90, el Capitán de la nave, Mei, retoma el libro y lo entrega a la prensa (Ediciones Mandala, 1993). Le siguen otros libros: La Salida del Laberinto, El Castillo del Acuerdo. Luis Antonio Lázaro explica muy bien las circunstancias de esa divulgación paradójica, que huye del proselitismo y sugiere sin explicar. El libro se presenta sin ninguna noticia sobre su génesis: un extraño libro de viajes que debe tanto a las Mil y unas noches y Flash Gordon como a Gurdjieff y Castaneda. (Algo, en fin, como lo que intentó René Daumal con su fallida Montaña análoga.)

Hay historias, sin embargo, que llegaron a tener forma escrita pero no aparecen en el libro. Ésta es una, quizá la mejor, y con licencia del Físico, me apetece hoy regalarla. Que la disfruten.

*

Historia del Timonel

El suicidio del Timonel abrió un gran interrogante. Todos desconocían las causas que habían llevado a este huraño marino del Barco de Velas Rojas a tomar tal decisión en solitario —aunque no faltaba quien manifestara sospechas de que el suicida había contado con la colaboración de algún secreto cómplice.

Sea como fuere, el piloto se había abierto las venas de ambas muñecas y, con esmerada determinación, habla semicolmado con su sangre una frasca de cristal encestada en mimbres —una de las muchas que circulaban por la nave con su calenturienta embajada de ron—.

Y así le encontraron: tendido ante la Puerta de rojizo caoba de la cabina del timón con los hombros recostados sobre el quicio, la cabeza celda hacia delante y rodeando con su brazo izquierdo la garrafilla.

El Físico —un sacerdote, según él decía, del Gran Dios Abeja— afirmó rotundamente que era cadáver. Luego, siguiendo las indicaciones del Capitán, probó con la punta del dedo índice el pastoso líquido de la frasca y, asintiendo con fuertes cabezadas según giraba sobre sí, dio a entender que se trataba efectivamente de sangre.

—Bien —dijo el Capitán— He de deciros que nadie hasta ahora habla penetrado en la cabina del Timonel. Fue una condición que acepté cuando los Constructores del Navío me lo entregaron. ¡Memorable fecha aquélla!: fue en el amanecer del mundo; todavía no había mares (ni jamás habría llegado a haberlos si yo no hubiera aceptado esas condiciones… o hubiera preferido quedarme con ellos para proyectar nuevos y más originales vehículos). Pero el caso es que di mi palabra y ahora todo parece indicar que debo romperla.

—Perdona que te interrumpa, Capitán. Creo que todos estemos de acuerdo en calificar el Timonel de persona muy singular (incluso entre nosotros resultaba raro). Yo puedo preciarme de ser uno de los pocos, si exceptuamos al Capitán, que ha mantenido con él una cierta relación. Era un personaje muy responsable y, como sin duda conocía la tal promesa, estoy por asegurar que, de alguna manera, debe haber previsto este asunto.

—Sí, por cierto —dijo el Cartógrafo—. Además, anoche, cuando vino a la sala de derrota, se mostró desusadamente comunicativo. Me explicará. Generalmente, yo le entrego el pergamino con las coordenadas escritas, si las hay, y suelo hacer alguna observación sobre los vientos, las derivas y todo eso. En balde. Ni parece escucharme ni me mira a la cara. Su gesto habitual es quitarse su pipa renegrida de la boca, lanzar una bocanada de humo que me hace parpadear y arrebatarme de las manos el pellejo. Lo escudriña durante un buen rato, absorto, como si de un gran jeroflífico se tratase (cuando lo cierto es que no suelen figurar más que dos o tres signos). Luego da media vuelta con su pierna a rastras y, con un gruñido inintelegible, se larga.

Anoche, en cambio, cuando dio por concluida la observación del mapa que le había entregado, ahuyentó con la mano la nube de humo que nos separaba y me miró largamente a los ojos. ¡Por Ptah!, me dije, es el momento de conocerlo... Y, como podéis figuraros, me metí hasta lo más profundo por ellos. Fue un largo camino. Efectivamente: era el genuino Piloto. Iba ya a darme por satisfecho y regresar a la superficie cuando su mirada ¡me atrapó! Se descorrió como una ventanilla y percibí un brillo irónico y turbador. No tuve tiempo de adentrarme por él. Inmediatamente se nubló y el Timonel se marchó arrastrando su pata de palo.

—Y está la sangre —dijo el Pirata que habla hablado antes—. A mí se me ocurre que desangrarse en una botella de ron es algo muy complicado. Habrá tenido que valerse de algún embudo, supongo. Ouiero decir ...

—Sí; te entiendo. Supones que él quería conservar su sangre para que nos la bebiésemos. Yo también. Está muy claro.

—Exacto. No sabla cómo decíroslo, pues a alguno le puede parecer desagradable, irrespetuoso hasta para unos piratas. No sé… ¡pero creo que su intención era ésa!

—A mí me ha parecido una sangre de excelente calidad —apuntó el Físico—; incluso, diría, impropiamente apetecible y eupéptica. Todos sabéis, por los cruentos abordajes, que la sangre corriente es insípida, dulzona, y se coagula en nada. Ésta en cambio se mantiene entre trabada y fluida y sabe a dátiles; sí, me recuerda el saborcillo agridulce y apimentado de los datileros de mis lejanas tierras nejbianas.

—Además —volvió a afirmar el Pirata común— si no le hubiese preocupado el que se entrara o no en la cabina del timón, se habría dejado morir allí dentro. Y, en vez de eso, se ha esforzado por salir aquí fuera, moribundo, supongo; y ha cerrado la puerta y se ha tendido ante ella,como impidiendo el paso. Por no hablar del exquisito cuidado puesto en que la garrafilla no se derramara con las postreras colvulsiones del estiramiento de patas y demás miembros.
Mas, a todo esto, el Físico empezó a dar muestras de un extraño comportamiento. Movía la cabeza de un lado a otro, con brusquedad, mirando de hito en hito a todos y cada uno de los que le rodeaban. Esto provocó un silencio expectante en la tripulación, perpleja ante tal actitud.

—¿Te sucede algo, Físico? —preguntó el Capitán.

Por toda respuesta, el Físico se volvió hacia él y se quedó absorto de nuevo desenhebrando los pelos de la barba pelirroja del Capitán. Fuere la que fuese la situación que el Físico estaba viviendo, no era, evidentemente, una experiencia sombría, pues su rostro sonreía desde el hoyuelo de 1a barbilla hasta los flecos del dorado bonete con que adornaba su cráneo tonsurado. Ahora bien, unos minutos después, el panorama cambió. Hubo un grito y un estremecimiento de dolor; el Físico cayó al suelo oprimiéndose el vientre con las manos. El estupor de la tripulación subió de grado. Luego, el dolor pareció cesar, y todos le vieron arrastrarse, entre continuos y silbantes jadeos, hacia el cadáver del Piloto. Alargó trémulamente la mano para agarrar la garrafilla, pero, al tropezar con el brazo del muerto, la garrafilla cayó. Aunque el pirata parlanchín reaccionó con presteza y cogió la vasija al vuelo, una buena parte del líquido espeso cayó sobre las tablas del maderamen claveteadas con bronce.

Pero nadie tuvo tiempo de decir ¡ah! por ello, pues asombrosos sucesos seguían desarrollándose con rapidez. Mientras el Físico chupaba ansiosamente el charquito de sangre derramado, en competencia con las maderas del parquet, el cadáver del Piloto empezó a brillar. Al contacto de la mano del Físico comenzó a hacerse blanco, increíblemente blanco. Y no sólo la escasa piel visible del cadáver, sino sus vestidos, su cabello, sus increíbles botas de cuero adamascadas: todo —excepto el pendiente de plata y jade que colgaba de su oreja izquierda—. La blancura traspasó los límites azulados de la nieve para adentrarse en las gamas violáceas de lo ultralumínico.

Y nadie pudo —o quiso— explicar qué sucedió después, pues todos afirman que tuvieron que cubrirse el rostro con los brazos, incapaces de soportar tal luminosidad ante la que los muros de la carne se volvían transparentes.

El caso es que, de repente, la noche pareció rodearles. No era tal, desde luego, pues ni siquiera una nubecilla se había interpuesto entre el Barco y el Sol. Pero el asombroso cuerpo hacía desaparecido, para consuelo de los castigados ojos. Mas si esto era sorprendente, no lo era menos la metamorfosis del Físico: allí donde unos instantes antes hubiera un macilento cadáver y un reptante chupador de sangre, había ahora un majestuoso halcón blanco, de altas y poderosas patas, acero y oro, con el pico alzado bamboleando el racimno de jade engarzado en plata que llevaba el Piloto prendido a la oreja.

Doblones de una onza habrían entrado de plano, holgadamente, en las abiertas bocas de los piratas. Tan fascinados estaban por la soberana presencia del Halcón Blanco que no se percataban de la rapidez con que una planta, surgida del contacto de la sangre con la madera, iba cubriendo tupidamente toda la puerta de la cabina del Piloto.

Se trataba evidentemente de una enredadera, pero unos momentos después ya podía afirmarse que era una enorme parra, profundamente verde en sus hojas y rojo granate en sus retorcidos tallos. Tras cubrir la cabina, la Planta se dirigió veloz hacia el palo mayor
y trepó por el castillete del Vigía.

Todo esto sucedía en cuestión de segundos. Acto seguido, el Halcón dio un potente envite y se encaramó sobre el ápice del mástil, bien apoyado en lás más altas ramas de la parra vertical. Y desde allí, habló a los pasmados Piratas:

"Sabed que hoy se ha cumplido un raro prodigio, ante el cual estos sorprendentes sucesos que habéis presenciado no merecerían mencionarse en el mismo libro, ni en la misma lengua, ni con el mismo corazón. Se ha colmado un abismo y, rara avis, he nacido Yo, aquel cuyo peso de la realidad ni siquiera el Universo que le ha visto nacer es capaz de soportar sin desplomarse. ¡Vedme, Piratas! Voy a partir hacia nuestro gran encuentro: a preparar vuestro altivo castillo al otro lado del Espejo-Que-Todo-Lo-Devora. Pues Yo soy el Heraldo de mi propia germinación y jamás hubo ni habrá ausencia en la invisible plenitud de mis silencios. Cuando la Tripulación esté completa y mutuamente os declaréis vuestros sonoros Nombres altísimos y los sintáis certeros ¡llenad copas de cedro con pies de oro del zumo de estas uvas que brotan de mi sal!...

Y bebed , pues emanaciones sois de Mi Realeza antes las estatuas de los Dioses Inmortales que vivificáis con vuestro amor. Todos los tiempos y espacios os pertenecen, pues que en vosotros pulsan y alientan. Bebed tres veces y sonreíd, musitando en el silencio mi nombre tras cada libación. Entonces el Espejo caerá hacia otros ojos ciegos, pero los vuestros ya no se cerrarán nunca. ¡Nunca! Nunca...

Sus últimas palabras se fueron perdiendo en la lejanía, pues el Halcón Blanco emprendió el vuelo. Con Sus alas desplegadas se remontó rápidamente como un intenso brillo, hasta destacarse como un punto blanquísimo sobre el círculo enorme y dorado del Sol, muy caído ya sobre el horizonte.

El pendiente yacía ante la frondosidad de la puerta, como único testigo visible del maravilloso suceso. Entonces, el Pirata Parlanchín, con gesto decidido, se acercó y lo tomó del suelo. Se volvió hacia la tripulación. Algo había cambiado profundamente en su aspecto. Parecía bastante más alto y esbelto; sus cabellos habían crecido considerablemente y se extendían ahora sobre sus hombros desnudos como espumoso azabache. Miraba al grupo con una seguridad tan serena y sonriente que todos le rindieron de inmediato su corazón sin reservas.
Dejó de nuevo cuidadosamente sobre la tarima la garrafilla y el pendiente y, desatornillándose el acerado garfio que hacía las veces de su mano izquierda, extrajo del interior de la cazoleta otro pendiente semejante al que había abandonado Oferar, pero en vez de verde jade, este estaba tallado en alabastro y montado en oro. Dio unos pasos hacia el Capitán y, mostrándole ambas joyas, le dijo:

—Yo soy el Piloto. No “otro”, por supuesto, sino el Piloto. Tened por cierto que tanto la forma humana del piloto que conocíais como la mía que veis, son variantes proyectivas del Durmiente de La Torre, el Mago TUM, El Encapuchado. Pero antes de que os cuente la más cierta de mis historias, permitidme que lleve a cabo la última parte de mi regeneración.
Fue entonces hacia la parra y arrancó una ancha hoja. Se sentó en los escalones y comenzó a frotarse con ella el cicatrizado muñón al tiempo que salmodiaba un nostálgico canto. Poco a poco, toda la piraterla arremolinada en su derredor fue sintiéndose apresada por su melodioso cántico, un sentimiento impreciso de algo lejano o inalcanzable. Algunos, incapaces de contenerse, rompieron en sollozos, hasta que al fln, arrastrados por alguna extraña memoria ancestral, toda la nave era un solo canto coral. Un canto que venía a decir algo así:

Di huse sili son Háu
Yese sili Man.
He nau son libi lam
Ho Mani handi Klan.
Ho, Nimi, Sibi Kandi
Ho, Sbami, Sklandi, Hum ...!
Da liki Ari sklam Áu
mesi hali man.
Yi makti sakle son
Ha minsi hami Ra.
Hur, Liksi, yamkismanti
¡Hor! kandi lamdi Rama.
Di huse sili son Háu
Yese sili Man...


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