miércoles, 28 de febrero de 2007

La canción de la duermevela


Las desdichas del negro le hacen filósofo; Bryan-Edwards nos dice que un esclavo dormido fue despertado por el amo: «¿No oyes a tu amo que te llama?» El pobre negro abrió los ojos, pero los cerró enseguida, respondiendo: «El sueño no tiene amo». (Rubén Darío, «El talento de los negros», en Retratos y figuras, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1993).

*

El tesoro de los lagos de Somiedo es una novela esotérica de Roso de Luna, aquel teósofo y ateneísta extremeño que fue amigo de Valle y otros modernos de antaño. Fue una novela que no logré acabar, confundido por las revelaciones blavatskianas, pero allí topé, adolescente, con el bable, que de primeras tomé por un invento del autor, un habla mágica dominada por esas es blancas como nieve:

Paso les hores muertes
mirando'l fumo...

Me ha emocionado oír a Nacho Vegas cantar en esta fabla fabulosa, como de xanes y trasgus. No disminuye el encanto el tono acerbo de algunas consideraciones, que parecen sacadas del Eclesiastés:

Una cosa na vida
ten por segura:
al final sólo hai soledá
y amargura.

Duermevela dulciamarga.


Siega el sol en el ocaso
la verdad de su fulgor,
y es entonces su dolor
quien de veras resplandece.
En el mundo, nada crece
sin andar a su final.
Es de hiel este panal.
Su sabor nos fortalece.


lunes, 26 de febrero de 2007

La Mora con dientes verdes


El niño oculta la mano en la manga del jersey y dice, imperativo: '¡A dormir la mano! ¡A dormir!'. Tiene razón. Soñar es ocultarse, dejarse llevar al corazón de las mareas. Al sueño se entra y se desciende: Lovecraft habla en algún lugar de la escalinata que conduce a las Tierras Altas del Sueño, y de los pozos y simas que conducen a estratos aún más profundos. Profundamente dormido, decimos, deep in my dreams, reconducidos a una pluralidad de funciones que nos hace ser tres y, por tanto, ninguno: el protagonista del sueño, su espectador, su guionista (el mío, junguiano, gracias a Dios).

Valente, ese poeta antipático al que sólo se le entendía cuando insultaba (Trapiello dixit), escribió, sospecho que joven, esta nana perfecta, que recoge material tradicional sobre la Mora o Reina Mora y consigue llevárselo, sin violencia, a un nivel poético nuevo. Paco Ibáñez le puso música tan bien como suele (y aprovecho para quitarme el sombrero ante este músico de enorme talento y arriesgo un juicio: su genialidad está menos presente en sus himnos políticos, magníficos pero abrasados por la historia, que en las composiciones aparentemente menores en las que musica poemas herméticos de García Lorca o villancicos medievales de Gloria Fuertes, verdaderas maravillas. En algunas de ellas está perfectamente cifrado todo el pop de duermevela que intentamos hoy algunos. Lo único malo de Ibáñez, si es que hay algo, es el pacoibañecismo cegato de los que entonces coreaban lo más perecedero de su repertorio y hoy siguen, aun renegando, reducidos a él.)


Que no venga la Mora,
la Mora con dientes verdes,
toda la noche ligero,
mi niño, duerme.
Que no venga la Mora,
la Mora con dientes verdes.
Toda la noche, mi niño,
ligero duerme,
ea, ea, ea.

Duerme ligero, duerme,
que si la Mora viene,
en el sueño escondido
no podrá verte.
Duerme ligero, mi niño,
que si la Mora viene
en el sueño escondido
no podrá verte,
ea, ea, ea.

La Mora grande,
la Mora con dientes verdes,
no llames a mi niño
ni lo despiertes.
La Mora grande,
la Mora con dientes verdes,
no, no llames a mi niño
ni lo despiertes,
ea, ea, ea.

domingo, 25 de febrero de 2007

Soñando bien despierto


El sueño es materia de las profundidades. Mañana, quizá, o esta noche, se pueda hablar de ello. La ensoñación es otra cosa, un asunto del más acá, inmediato y presente: como escribe Antonio Hernández Marín de la poesía, lo evidente al alcance de los ojos.

Tuvimos en la España de los 70 un grupo llamado Cucharada, donde veló sus armas el famosete Manolo Tena. No sé si hubiéramos tolerado uno llamado Cucharada de Amor (o de Cariñito). A los norteamericanos sesentiles, que sí se atrevieron, no les fue mal: con tres temazos como Summer in the City, Younger Generation y el que se avecina uno queda en paz con la Parca, la Crítica y cualquier otra ka que se precie.

Daydreaming es una canción de amor y pereza. Pereza activísima, claro, que es más bien odio a todos los oficios y los días laborables. Una canción así puede que no hable de psicotrópicos, pero no parece que pueda haber surgido ajena a la fantasía de ese eterno verano o domingo en el que una naranja, convenientemente saboreada, adquiere sabor a labios de arcángel.

El silbido restituye a Sebastian al reino de las aves, y el encanto se oculta al análisis, cifrado en algún lugar de esa secuencia de acordes manida pero efectivísima, como un destilado de lo mejor de los Kinks. Se puede entender que McCartney destilara a su vez Good Day Sunshine a partir de esta fórmula, volviendo completamente verde y soleado lo que aquí es más bien una brisa o neblina traslúcida. El desgarro pasota de Sebastian le sitúa por debajo de otras visiones más idílicas, en plan I Wasn’t Born to Follow —quizá por eso mismo se mantiene insolente y fresco.



*

Como diría Espada, Cortesías.

viernes, 23 de febrero de 2007

Pequeños sueños


El doctor Martinnenson, grandísimo cronopio, y el que suscribe tenemos abierto un concurso eterno, en el que el perdedor sale ganando y el otro también. Se trata de establecer un tema atractivo y buscar, hasta debajo de las piedras, canciones inolvidables que lo traten. Surgen multitud de clásicos, que es un placer volver a visitar, pero la verdadera recompensa son los descubrimientos inesperados, a los que uno no llegaría de otra forma. Nuestra última apuesta son los sueños —y ésta la canción de Árbol que hoy pongo sobre el tapete. Si alguien encuentra una más bonita, somos todo oídos.


jueves, 22 de febrero de 2007

Cuántas veces, amor, habré muerto


Un regalo para frikis de Ciento Volando y/o Agustín García Calvo: siete canciones del libro Valorio 42 veces.

*

Creo que fui el primero de la tribu en enamorarme de este poemario, que no es el más conocido de su autor, pero sí el mejor. (Luego he sabido que un bardo zamorano, Luis Ramos, había musicado también varias de estas piezas, aunque no he tenido el gusto de oírlas. A ver si alguien se anima a divulgarlas.)

Canciones y soliloquios es un universo en el sentido unamuniano, inabarcable, y el afamado Sermón de ser y no ser un intento logrado pero algo farragoso de épica filosófica. Sólo el Libro de conjuros y el Relato de amor (endecha) podrían competir en calidad e intensidad con este librino, e incluso en ellos el poeta docto y raciocinante se impone con demasiada frecuencia al lírico dolido y enamorado.

De los muchos poemas memorables de Valorio, traigo hoy éste, el XXXIV, que fue de los primeros que musiqué, un poco al estilo CRAG/Solera.




¡Cuántas veces, amor, habré muerto
desde que me conociste!

Una vez, quedé caído
de aquellas tapias entre las mimbres.
Nadie levantó mi cuerpo:
sobre él cantaban las perdices.
Pero al cabo de tres días
por una ventana
tú me llamaste, y vine.

¡Cuántas veces, amor, habré muerto
desde que me conociste!

Otra vez, me ahogué en el Duero
junto a la isla de los Caciques.
Sobre el lodo de mis ojos
zumbaban tábanos y cínifes.
Pero, como tú gritaste
mi nombre a la orilla,
«Sí, aquí estoy» te dije.

¡Cuántas veces, amor, habré muerto
desde que me conociste!

Otra, me caí del tren
por la barranca de los raíles.
A lo hondo allá mis huesos
quedaron rotos y difíciles
Pero vino un telegrama
de ti, y me puse
en pie para recibirte.

¡Cuántas veces, amor, habré muerto
desde que me conociste!

Otra vez también, un tiro
de sien a sien cruzó mis meninges.
Por las ondas de mi sangre
me desleía en arco iris.
Pero tú dijiste «Eso
te pasa por malo»,
y ¿cómo contradecirte?

¡Cuántas veces, amor, habré muerto
desde que me conociste!

Muchas veces en la noche
morí, morí por el mar sin lindes.
Era el reino de las sombras
que ni de nombre se distinguen.
Pero por la mañanita
me daba lo mismo,
porque decías «Vive».

¡Cuántas veces, amor, habré muerto
desde que me conociste!

Era yo como una ristra
de mil y mil monedas de níquel,
y eras tú su cordelito
que las sumaba en suma firme.
Cuando ya no me conozcas,
guardiana del alma,
¿cómo podré morirme?

miércoles, 21 de febrero de 2007

Silva de varia lección


Se me habían escapado estas dos joyas del folk-rock chileno, santánico more, aportadas por un amable anónimo (¿JR?) a la entrada sobre los Destellos.






*


Por cortesía de Bremaneur, un cuento poco conocido del gran Ferlosio.

El huésped de las nieves
Rafael Sánchez Ferlosio

Capítulo I

Había una vez, por los Montes de Toledo, en una tierra muy espesa de manchas que se llama La Jara, una casa de campo en que vivía una familia que tenía dos burros. Una tarde en que el padre había salido con los burros a un pueblo cerca a por harina, se cubrió el cielo de un nublado todo igual y blanco y comenzó a nevar y más nevar, de una manera como pocas veces se ve en aquella tierra; así que, oscureciendo, había ya en el suelo una manta de nieve de cerca de una cuarta, y el padre no volvía. Ya de noche, llamaron a la puerta y era un vecino de los alrededores que venía a caballo y, de parte del padre, les traía recado de que aquella noche se quedaba a dormir en el pueblo, pues, siendo los borricos algo tropezones y cargados con sacos como habían de venir, no se atrevía con tanta nieve a emprender el camino de regreso y, por tanto, que no se preocupasen si no volvía aquella misma noche ni hasta tanto que viese los caminos un poco despejados.[+]

A la mañana del siguiente día la nieve había subido hasta dos palmos; y que nunca había visto, en sus setenta años, otra nevada igual, dijo el abuelo al asomarse a la ventana.

Mirando hacia los cerros, se veía todo lo que antes eran oscuras manchas de jaral -casi cubierto de blancura, pero no del todo, porque las jaras llegan a crecer más de dos cuartas y aun las hay que levantan hasta por cima de los hombres altos. Así que las más de ellas sobresalían de la nieve, aunque también sus hojas aparecían nevadas en gran parte.

La jara es una planta con los tallos muy negros; y en el verano, cuando el sol calienta, las hojas se le ponen pegajosas, lo mismo que con un pringue de miel, y se pueden pegar sobre la mano como el esparadrapo.

Duró la nieve otro día más, y el padre continuaba sin volver. A la mañana del segundo día, el mayor de los hijos entró todo alborotado diciendo que la ventana de la cuadra estaba abierta, la falleba rota, los pesebres revuel¬tos, el heno derribado, y que por todas partes se veían señales de que alguien había estado allí, y que quién podría haber sido.

-Poco estropicio ha sido, según tú lo refieres -dijo el abuelo tan tranquilo-, y yo no quiero andar cruzando los corrales para verlo, que mis pies ya no están para el frío de las nieves. Cuando venga tu padre, que lo averigüe él, si lo desea.

-¡Una falleba nueva -gritó la madre desde la cocina-, que me costó seis duros el ponerla este otoño que acaba de pasar!

Se presentó, sin esperarlo, el padre a mediodía, diciendo que se había decidido por fin a regresar en vista de que iba para largo y porque había pensado que total iba a ser casi peor venir pisando por los barrizales que habrían de formarse en los caminos al derretirse de las nieves. Mientras decía estas cosas dentro de la casa, quitándose la manta de los hombros, salió el hijo mayor a atender a los burros que llegaron cansados y friolentos y a descargarlos de los sacos que traían sobre el lomo y que venían cubiertos con gualdrapas de telas embreadas, no siendo que la harina se mojase y se echase a perder. Trajeron un brazado de tarmas, o sea leña menuda, de los matorrales, y 1o echaron encima de las brasas que quedaban de haber hecho poco antes la comida y le armaron al padre una gran lumbre porque había venido hundiéndose en la nieve casi hasta la rodilla y tenía los pantalones empapados. Se sentó en el escaño y se sacó las botas y los calcetines que estaban igualmente chorreando y avanzaba los pies hacia la llama a riesgo de quemarse, porque de tan helados como los traía no sentía en las plantas el calor. Le dieron algo de comer y, mientras él comía, los demás le contaron el extraño suceso de la cuadra. Así que, cuando se hubo repuesto y calentado, volvió a calzarse con calcetines secos y otras botas, y se fue con el hijo mayor hacia la cuadra, en donde ya los burros masticaban el pienso en los pesebres. Observó el padre la falleba rota y miró con cuidado a todas partes, concluyendo que no era ciertamente una persona la que en aquel lugar había penetrado.

-¿Y tú cómo has mirado, bobalán -añadió de repente-, que no has visto esta huella marcada en el estiércol? -y le mostraba al hijo unas pisadas de pezuña doble de forma semejante a la pista de las cabras, pero mucho mayores-. ¿Conoces tú estas huellas?

-De borrico no son -dijo el muchacho.

-No. Ni de golondrina. Eso seguro -dijo el padre riendo-. A ver. ¿De qué serán?

-De buey creo que no son. Son más estrechas.

-Tampoco son de buey.

-De cabra no serán, que son muy grandes.

-Tampoco son de cabra.

-De un cochino serían más redondas.

-Tampoco de cochino, Nicolás.

-Las de oveja son mucho más chiquitas.

-Ni tampoco de oveja.

-Padre... ¿De qué serán? Ya no hay otro animal de dos pezuñas.

-¿Que no hay otro animal?

-No hay otro. ¡No lo hay!

El padre cogió entonces a su hijo por el hombro y le apretó, mirándole a la cara.

-Mírame, Nicolás. Aquella vez que subiste tú conmigo a lo alto de la sierra, ¿no saltó de repente delante de nosotros y escapó a la carrera un animal hermoso que tenía unos cuernos como ramas y que corría más que ningún caballo? ¿Ya no te acuerdas de él?

El chico puso unos ojos redondos como platos, y con enorme asombro exclamó:

-¡¡El ciervo, padre!! ¡Un ciervo ha estado aquí! ¿Cómo habrá entrado? ¿Por qué habrá venido?

Capítulo II

Se habló en la casa del descubrimiento. El padre dijo que sin duda alguna, por haberse cubierto de nieve todo el campo y estar las hierbas enterradas, no hallando qué comer los animales de los montes, el ciervo aquél, acuciado por el hambre, habría acudido al heno de la cuadra. A lo cual el abuelo replicó que no era un caso totalmente nuevo, y que ya se había dado algún invierno con las cabras montesas de la sierra el bajar a pastar con los rebaños de los pueblos; pero que el ciervo tiene fama de animal de muy poco comer, para el que no son nada cuatro días de ayuno, y que aquél, de ser ciervo, sería algún golosón, que entre todos los seres de este mundo tiene que darse la golosería.

El muchacho no hacía más que mirar por la ventana hacia las lomas de jarales, y aún quería pasar con su mirada al otro lado de los montes y alcanzar las umbrías escondidas, los últimos rincones de los bosques, de donde imaginaba que el ciervo habría venido. Y, oscureciendo, vio las nubes retirarse del cielo y luego aparecer una gran luna que iluminaba toda la nevada. Cenó callado y pensativo, y tan sólo a las postres despegó los labios para sacar de nuevo el ciervo a relucir.

-Como sabe el camino, a lo mejor vuelve esta noche, padre.

La madre no entendía de quién hablaba.

-¿Qué dices tú? ¿Quién va a volver?

El padre sí entendió, y ya se reía.

-Pues quién va a ser, mujer. El ciervo, que no se le quita de la imaginación.

El abuelo opinó que bien podía volver a presentarse, no habiéndose la nieve derretido y con los pastos todavía cubiertos. Y le daba al muchacho con el codo.

-¿No sabes, Nicolás, cómo se cuentan los años de los ciervos?

-¿Cómo, abuelo?

-Esos cuernos que llevan como ramas peladas empiezan a nacerles alrededor del año. Igual que el par de dientes que le apuntan a tu hermano Eusebio, que ya debe andar cerca de cumplirlo también.

-¡Jesús, María, y qué comparaciones! --dijo la madre junto al fregadero.

-Bueno; pues ese primer año les sale solamente un par de puntas igual que dos estacas y por eso se llaman estaqueros; pero a la primavera se les caen y se quedan sin cuernos otra vez. Y todo el verano tardan en crecerles los nuevos, que primero vienen cubiertos con una pelusilla igual que el terciopelo de los melocotones, hasta que no les crecen más. Entonces se conoce que les pica ese pellejo de pelusa y restriegan los cuernos contra los troncos de los árboles hasta desnudárselos y dejar descubierto lo que es pura madera. Así que año tras año pierde el ciervo los cuernos, y cada vez que vuelven a nacerle sale una punta más, de modo que por el número de puntas, que se llaman candiles, sacas el número de años. Si este que dice tu pa¬dre que ha venido fuera un macho, pues las hembras no tienen nunca cuernos, ahora podrías contarle los candiles y llegar a saber la edad que tiene, porque éste es el tiempo en que las astas de los ciervos se hallan en todo su esplendor.

El chico apartó los ojos de su abuelo y se volvió a su padre:

-¡Yo quiero verlo, padre! ¡No me quiero acostar!

Oyendo estas palabras, la madre comentaba sin volverse:

-Por si estaba ya poco embobado el muchacho con el ciervo, tuvo su abuelo que venir a terminar de calentarle del todo la cabeza.

-¡Si es que no es el mismo abuelo el que la tiene más caliente! -dijo el padre, volviéndose a reír-. No estamos tan seguros de que vuelva. Como quiera que sea, Nicolás, si tanto gusto tienes que das la noche por bien empleada le haremos un acecho; que mañana, con estas nieves en el campo, no tendremos faena que nos haga madrugar. Verás tú. Preparamos una soga, la atamos al postigo y dejamos abierta la ventana...

-¡A cierveros nos vamos a meter, mira qué cosa! -interrumpió la madre protestando y riéndose a la vez. Así pues, decidieron amarrar una soga a la esquina inferior de la ventana, dejando ésta abierta, y esconderse los dos, teniendo la otra punta de la soga de modo que pudiesen, de un tirón, cerrar de nuevo la ventana, en cuanto el ciervo, si tenía la ocurrencia de venir, saltase adentro de la cuadra. Cogieron un farol de aceite, de esos faroles que usan en el campo como cajas cuadradas de cristal, que tienen dentro la latita de aceite de donde sale la mecha que se enciende y arriba como un tejado de hojalata cuya cúspide remata en una anilla de hojalata también, que es por donde el farol se lleva de la mano. Lo abrió el padre por uno de los lados de cristal que funciona como una portezuela y le dio llama con una cerilla. Cogieron igualmente un par de mantas para arroparse el tiempo de espera y así salieron al corral, todo nevado y alumbrado por la luna, que era un patio cuadrado de mediano tamaño, limitado a un extremo por la casa y al otro por la cuadra y cerrado a ambos costados por dos cobertizos bajos de techumbre.

Cruzaron el corral y alcanzaron la puerta de la cuadra, donde los burros ya dormían. Abrieron la ventana y le ataron la soga, según habían pensado. Y el padre dijo entonces:

-Pudiera olfatearse de nosotros y entonces no entraría; vamos a acurrucarnos entre el heno, que huele fuertemente, escondiendo un olor en otro olor.

-Olerá los borricos -dijo el muchacho.

-A borricos olía también anoche, sin que ellos estuvieran -le replicó su padre-, que un año que faltaran no podría oler aquí más que a borrico desde el suelo a la punta del tejado, y ya ves cómo entró.

-¿En el heno nos vamos a meter? -dijo el muchacho-. Pues algún alacrán nos picará.

-¿Con estas nieves temes tú alacranes? -dijo el padre-. ¿Dónde estarán ahora los pobres alacranes? Debajo de siete piedras enterrados, y más dormidos que si estuvieran muertos, lo menos hasta que salga el sol de marzo y el terreno se vuelva a calentar.

Se arrellanaron, pues, como en un nido, en el montón del heno, a un lado en la pared de la ventana; el padre con las piernas muy abiertas y en el hueco de ellas Nicolás; echándose una manta por delante y la otra por la espalda, mientras las cuatro manos sujetaban la soga que iba hasta el postigo.

Y así se dispusieron, inmóviles y callados, a esperar desde lo oscuro, atentos solamente a la ventana y al cuadro de luz que a través de ella proyectaba la luna sobre el suelo.

La noche no era demasiado fría, porque una gran nevada deja siempre unos días más templados tras de sí, y no corría ni una brizna de aire. Y pasó tanto tiempo que las manos del hijo se fueron aflojando poco a poco hasta soltarse del todo de la soga, y ya su cuerpo entero se vencía por el sueño contra el pecho del padre, cuando éste con un súbito aunque leve movimiento lo volvió a despertar. La neta sombra de unos grandes cuernos enramados había aparecido en el alféizar, proyectada por la luna. Las manos se crisparon en la soga y, afuera, en el silencio de la nieve, se oyó, cercano, el fuerte resoplido de un olfateo receloso. Tres veces se repitió aquel resoplido hasta que al fin creció súbitamente la sombra en la ventana y a la sombra siguió el propio animal, que de un salto limpísimo salvó el alféizar sin tocarlo y vino a clavar sus cuatro pares de uñas en el suelo de la cuadra.

-¡Ahí lo tenemos, Nicolás! -gritó entonces el padre jubiloso, al tiempo que tiraban con fuerza de la soga.

Y rechinó el postigo en sus bisagras oxidadas, girando velozamente hasta golpear el marco con estruendo, casi al instante mismo en que aquel agilísimo animal, que había tenido tiempo de girar en redondo sobre sí, redoblaba, con la embestida de sus astas, el golpe en la madera. Tras lo cual se detuvo unos momentos, como dándose cuenta de haber sido ganado por la mano, mientras con vigorosos resoplidos parecía querer hacerse cargo de en qué clase de trampa había caído y en medio de qué seres se encontraba. Pausa que el padre aprovechó para decirle a Nicolás:

-Tú mira a ver si enciendes el farol, que yo veré de llegar a la ventana para afianzarla de algún modo y liberar la soga que me hace falta ahora, a ver si le echo el lazo por los cuernos.

Mas no bien hubo dicho estas palabras, cuando he aquí que empieza el ciervo a dar respingos y a trotar ciegamente de una parte a otra, derrotando cornadas en lo oscuro, golpeando las maderas, en el ansia de dar con la salida, y acorralando a los borricos, que, en sobresalto despertados, huían zarandeados por todos los rincones, sin despegarse un punto uno del otro y aun buscando el arrimo de sus amos, de quienes esperaban sin duda protección. No obstante, Nicolás ya conseguía dar luz a su farol, y el padre, liberada al fin la cuerda -«¡eh, ciervo!, ¡toma, ciervo!"-, perseguía al animal inútilmente, sin que éste se dejase convencer; cuando en esto, y habiéndose llegado Nicolás más hacia el centro de la cuadra con el farol en alto por mejor alumbrarle a su padre la faena, resultó que el animal, en una de sus locas pasadas, le arrancó de los dedos el farol y se lo llevó ensartado por la anilla en una de las puntas más altas de sus cuernos. Y al verse portador de aquella luz, que se agitaba sobre su cabeza, y sentirse sonar entre las astas el golpear de latas del farol que giraba como una bandolera, a tal punto llegaron su espanto y su violencia que el padre y Nicolás tuvieron miedo.

-¡Vamos a abrirle hacia el corral -dijo entonces el padre-, y darle desahogo, no siendo que nos lleve por delante!

Dicho lo cual se deslizó pegado a las paredes hasta alcanzar la puerta. No esperó el ciervo a que llegase a abrirla totalmente, sino que apenas vista una rendija de nieve iluminada, precipitóse a ella, saliendo hacia el corral, tan apretado entre las dos maderas, que el farol, todavía luciendo en lo alto de sus cuernos, se fue a estrellar contra la jamba y cayó al suelo en mil pedazos. Padre e hijo salieron detrás del animal, que tras breve carrera se había detenido en medio del corral iluminado por la luna; y Nicolás ahora se acordaba de las palabras de su abuelo y empezaba a contarle al ciervo los candiles. Pero no había llegado a contar seis, cuando ya éste arrancaba nuevamente a la carrera y, llegando hasta uno de los cobertizos laterales, se ponía de un salto en el tejado y, derribando nieve y quebrantando tejas, llegaba hasta la cima y desaparecía a la otra parte.

No repuestos aún de la sorpresa y el asombro ante aquel salto y fuga inesperados, vieron de pronto el padre y Nicolás que los borricos salían de estampía de la cuadra y que ya ésta aparecía iluminada por resplandor de fuego, porque la llama del farol, idos en mil añicos los cristalitos de su caja, había prendido en los mechones de heno esparcidos por el piso. Acudió el padre adentro, y desplegando prontamente una de las mantas, la abatió sobre aquellas llamaradas y logró sofocar el incipiente incendio, a tiempo apenas de que no llegase a prender en el gran montón de heno y ardiese la cuadra entera sin remedio.

Y entonces, como tomando al fin respiro y recobrán¬dose de todo el sobresalto que había turbado aquella noche su pacífica existencia, prorrumpieron los burros en un rebuzno largo y uniforme.

Capítulo III

El rebuzno a deshora de los burros despertó de su sueño a todos los durmientes de la casa. Fue el abuelo el primero en asomarse a una ventana, y Nicolás, nada más verle campear las canas a la luna, le gritó con desconsuelo: -¡Abuelo, le conté cinco puntas, pero tenía muchas más, y se ha escapado!

A otra ventana se asomó la madre y a una tercera aparecieron a la vez las cabezas gemelas de las dos hermanas; de modo que de toda la familia sólo el pequeño Eusebio permaneció como si tal cosa.

-¡Pues a ver las mis mantas! -se le oyó a la madre, que en ningún momento había mostrado demasiado entusiasmo por aquella nocturna expedición-. ¡A ver en qué estado me las devolvéis!

Y no se equivocaba en sus temores, aun ignorante todavía de lo ocurrido, sospechando que sus amadas mantas no podrían escapar sin deterioro de tan disparatadas aventuras; pues, en efecto, cuando el padre y el hijo, tras haber encerrado nuevamente a los borricos en la cuadra, devolviéndolos por fin a su reposo y al sueño interrumpido, entraron en la casa y entregaron las mantas a la madre -que había bajado ya con un candil a recibirlos- se descubrió en seguida que la más nueva de las dos estaba por una parte toda tostada y chamuscada por las llamas contra cuya amenaza había servido.
Pero mayores fueron los motivos de enfado por parte de la madre cuando, por el relato de los episodios, vino a enterarse de que los daños de la noche no paraban en el turrado de las mantas, sino que aún se prolongaban en el quebranto de las tejas y la rotura del farol. Con lo cual cabizbajos y mohínos iban el padre y Nicolás cuando todos al fin se retiraron a la cama.

Capítulo IV

A la mañana siguiente reconocieron ambos el estropicio de las tejas del tinado, que al cabo no pasó de la docena, y buscaron en la cuadra los restos del farol: se halló, por una parte, la latita del aceite causante del incendio, por otra, el armazón todo abollado y sin un solo cristal; la anilla no apareció por parte alguna.

Repusieron las tejas del tinado, pero el farol no llegaron a arreglarlo porque a la vista de sus restos el hojalatero lo halló tan malparado que dijo que más cuenta les traía comprarle a él uno nuevo, que los tenía ya hechos muy hermosos; pero cuando contaban su aventura a los amigos de los alrededores nadie quería creerlo por mucho que porfiaran, y todos se reían, comentando en las tabernas que cuándo se había visto entrar un ciervo en una cuadra a comer de los pesebres como si fuera un borriquillo. Y esto fue lo que más desazonado trajo por algún tiempo a Nicolás.

Se terminó el invierno, pasó la primavera y ya todos tenían olvidada aquella historia, cuando, una tarde, a tnediados del verano, de regreso del monte se presentó un pastor en la taberna adonde el padre de Nicolás solía ir a jugar a la baraja, y enseñó a todos un hermoso par de astas de ciervo que, siendo el tiempo de la muda, había encontrado tiradas por unas madroñeras de lo alto de la sierra. Y mostró con el dedo a los presentes cómo ensartada en una de ellas se veía, oxidada y retorcida, una anilla de lata que bien pudiera ser la de un farol.

-¡Y que me ahorquen a mí si no lo es! -dijo el padre de Nicolás, reconociéndola.

Y, pidiéndole al tabernero su caballo, salió a toda carrera hacia su casa y al cabo de una hora volvía con Nicolás a la grupa, el cual traía en su mano los despojos del farol. Y comprobada la correspondencia de éstos con la anilla, no solamente se vio corroborada ante todos los incrédulos la aventura del ciervo, sino que el chico pudo al fin contarle las puntas a su gusto y conocer los años que tenía, que resultaron ser catorce, o sea los mismos que a la sazón contaba el propio Nicolás.

martes, 20 de febrero de 2007

La merienda de los gorriones


Contento, pero todavía exhausto, recupero esta canción de Daniel, que no sonó ayer pero (guitarra eléctrica mediante) bien podría.

Todo será distinto cuando el recuerdo
nos convierta en figuras de porcelana.
Cogeremos los trenes que ahora perdemos,
cambiaremos los mares por ensenadas.
Todo será distinto, quizás más viejo.
Quizás de nuestro mundo no quede nada.
Seremos el reflejo de otros reflejos,
el rumor de las casas abandonadas.

Juntaremos las tardes en un collar,
cerraremos los ojos para volar.
Dormirán las sonrisas bajo el carmín,
regaremos las flores de otro jardín.

Dejaremos que el tiempo nos haga un nido,
nos dejaremos ir
a ese lugar perdido,
un trocito de abril
al final del camino,
algo que recordar,
un adiós que se funde en el paladar.

Pequeños laberintos en mi maleta,
cosas pequeñas que a nadie contaría;
flores en el invierno de mis macetas,
versos de aquellos muertos que hacían poesía.
Seremos llaves que perdieron sus puertas,
seremos versos en lenguas olvidadas;
seremos mapa-mundis de otros planetas,
islas que no aparecen en ningún mapa.

Volar entre los dedos la juventud,
seremos las cigüeñas volando al sur,
veremos las cometas que caen al mar,
los amores que mueren sin empezar.

Dejaremos que el tiempo nos haga un nido,
nos dejaremos ir
a ese lugar perdido,
un trocito de abril
al final del camino,
algo que recordar,
un adiós que se funde en el paladar.

Nos pagarán con oro por nuestras penas,
aprenderemos a interpretar canciones,
apagaremos todo lo que nos quema,
seremos la merienda de los gorriones.



Ciento Volando - La merienda de los gorriones









domingo, 18 de febrero de 2007

Concierto de Ciento Volando


Como habrá notado el curioso lector, ando desaparecido, pero es por buena causa: el lunes 19 de febrero (o sea, mañana) a las 21.30 Ciento Volando vuelve al escenario del Rincón del Arte Nuevo, de Madrid, c/ Segovia, a las 21.30. Estará allí la gente de El Lince con Botas, que va a grabar la actuación. Si andan ustedes por Madrid, dense por invitadísimos.

*

Carta de más,
en un cazo de pan
cabe toda mi fortuna.

Mariposas y aceitunas,
¿cuánto tengo que cambiar?
Desde que lo tengo todo,
no me canso de comprar.
Desde que no tengo nada,
ya me sobra la mitad.

Campos de sal,
el horario del mal
crece cada primavera.

Mariposas y escaleras,
¿cuánto tengo que cambiar?
Que los versos que no riman
ni se quedan ni se van.
Que los besos que no damos
ni son besos ni son na.

Mariposas y aceitunas,
¿Cuánto tengo que cambiar?
Desde que lo digo claro,
ya dejó de ser verdad...




jueves, 15 de febrero de 2007

Sólo pienso en ti

(Carlos y el que suscribe, antes incluso)

1991 no es exactamente ayer, pero en esta canción de por entonces (a pesar del tempo errático y de la inexperiencia con la mesa de mezclas que acababan de prestarme) reconozco bastantes de las cosas que me siguen gustando: armonías simples pero algo caprichosas y un tono entre intimista y feérico, perfectamente disuasorio para oyentes de AOR, adictos de la marcha y demás gentes de orden. Sigo haciendo canciones así, y quizá son las que más me gustan: ambientes donde uno se puede meter a vivir unos minutos, como quien cierra los ojos o va desenhebrando, en orden inverso, un sueño.

El título, eso sí, es un error. No se puede volver sobre el título de una canción tan conocida, y menos para un empeño totalmente distinto. Diré en mi descargo que de pequeño la canción de Víctor Manuel, cada vez que la oía, me causaba una enorme desazón, con ese niño como de cristal que se le cae al padre de las manos. Ahora sé que es legítimo y quizá loable tratar esos temas en una canción, pero entonces me parecía como meter el dedo en la llaga sin ningún miramiento, y la mezcla de náusea y azúcar me mareaba. Algo de esa confusión pervive en el protagonista, que se deja devorar por muñecos y mariposas, seducido por una mirada que podría ser la de la Araña (pienso ahora si pudo influir Lullaby, una canción de The Cure de historia similar).

Y es tan dulce tu mirada quieta
siempre en derredor.
Van comiéndome las marionetas,
pero sólo pienso en ti,
sólo pienso en ti.

Y es tan dulce tu mirada rota
siempre en derredor.
Van comiéndome las mariposas,
pero sólo pienso en ti,
sólo pienso en ti.


miércoles, 14 de febrero de 2007

El Tejo Pellejo


Hoy toca un cuento, por gentileza de Daniel. Al duende Zarzillo lo conocemos muchos, pues hay quien se ha ocupado de darle forma en fiestas públicas y privadas. En cierto modo, todo lector de bosques lo conoce. Es un cuento para niños, pero quizá el lector esté de acuerdo en que este cuento en particular se aparta de las veredas habituales del género. Que lo disfruten.


ASOMBROSA HISTORIA JAMÁS CONTADA DEL TEJO PELLEJO
O EL DÍA EN QUE ZARCILLO REJUVENECIÓ TRESCIENTOS AÑOS

A la sombra de una fronda impenetrable, en lo más profundo de la oscuridad del bosque, vivía ensimismado el Tejo Pellejo. 0 al menos ese era el rumor que de raíz en raíz, de rama en rama y de hoja en hoja había circulado a lo largo de los siglos por el bosque de Todovale. Los robles se lo habían contado a sus bellotas y éstas, cuando fueron mayores, al resto de los árboles, y aunque los árboles de por sí son reservados, sobre todo cuando pasan de los milquinientos años, había algunos que en su juventud se habían juntado con arbustos y árboles frutales, que son unos juerguistas y hablan hasta por las ramas, y así el rumor había llegado hasta el último rincón verde conectado con el bosque, y algún liquen se lo había contado a los pájaros, y aunque todo el mundo sabe que los pájaros no saben hablar, o si saben nosotros no les entendemos, el caso es que por aquel entonces había un guacamayo eremita pasando sus últimos días en Todovale, y este sí sabía hablar, pero como era eremita prefirió escribirlo, que quedaba más discreto, y lo escribió y lo publicó en papel reciclado, y se convirtió en un best-seller, y de esta manera la historia más recóndita y secreta de cuantas podían hallarse en Todovale pasó a a ser la más típica y difundida, la que nadie ignoraba y por la que preguntaban los turistas cuando se acercaba al bosque con sus cámaras fotográficas y sus bermudas.

Sin embargo, y eso era lo hermoso, nadie recordaba haber visto nunca al Tejo Pellejo. Ni a nadie que fuera su amigo, o conociera a algún familiar suyo, o pudiera contar de él algo distinto de lo publicado por el guacamayo Pelayo. Y era de dominio público que el guacamayo Pelayo, viendo palidecer sus días y asustado por la inconsistencia de la vida, se había inventado enterita la historia del Tejo Pellejo, y había añadido notas autobiográficas para justificar su vida de excesos y aventuras, y aunque el libro estaba lleno de faltas de ortografía e incongruencias históricas, resultaba ameno y fácil de leer, y era un poco como el Guacamayo Pelayo, que había sido mejor aventurero que eremita.

Fuera como fuere, cayó un día en manos del Duende Zarcillo un ejemplar de La historia jamás contada del Tejo Pellejo, y cuando digo cayó no hablo en sentido figurado, pues existía un avellano en el bosque muy dado a la lectura, que además tenía muy buena sombra, y no era casualidad, porque las historias que leía le corrían por la savia, y cuando se quedaba dormido le subían a las hojas y se le quedaban impresas en el envés, y las orugas que se las comían se volvían más cultas, y algunas se volvían platónicas y otras existenciales, según su genética, y otras, que eran muy burras, se quedaban en orugas, y les sabían igual El Evangelio según San Mateo que La Familia de Pascual Duarte. Este avellano contribuyó mucho a la difusión de la cultura por el bosque, sobre todo en otoño, cuando se le caían las hojas y el viento las extendía por todas partes, y de pronto el suelo se llenaba de poemas y trozos de historias. Bien es cierto que se mezclaban al caer, y si escogías una al azar, cuando terminabas de leértela era casi imposible encontrar la continuación y te tenías que quedar con las ganas de saber lo que pasaba después. Tal vez por eso se puso de moda un juego que consistía en casar entre sí las hojas, de manera que sus historias concordasen, hasta formar con todas una historia distinta y nueva cuyo legítimo autor era el que se había encargado de juntarlas. Esto dio la oportunidad de expresarse a cientos de animales que no gozaban del don de la palabra pero cuyas recopilaciones de hojas superaban en hermosura a las novelas originales. Y acaso lo único lamentable es que el avellano Avellaneda jamás pudo disfrutar de los frutos de su labor cultural, pues todo esto sucedía mientras él se encontraba dormido, y su otoño coincidía con una primavera de libros e ilusiones como nunca imaginó, con los animales recitando la tabla del siete y explicándose unos a otros las mocedades de Merlín. Pero lo bueno es que mientras más dormía, más se le imprimían las hojas con las lecturas de sus sueños, y si eran sueños muy intensos las hojas se le arracimaban como formando un libro, y a veces se le encuadernaban de corteza color cuero, y les salía hasta título en letras doradas, y cuando estaban bien maduras caían al suelo donde iban formando, año tras año, la biblioteca vegetal más completa que jamás haya existido.

El duende Zarcillo iba a menudo a consultarla, sobre todo para buscar en los diccionarios una palabra que le habían dicho que al pronunciarla te entraba la risa y no te la podías quitar hasta que te enjuagabas la boca con savia de arce. Y estando en éstas, mientras pronunciaba palabras con un diccionario abierto entre las manos, le llovió del cielo un ejemplar muy maduro de La historia jamás contada del Tejo Pellejo.

Zarcillo dijo: —El Tejo Pellejo, humm...— y se enfrascó en la lectura como sólo un duende es capaz de hacerlo (se introdujo en un frasco de cristal con el libro y veinte luciérnagas, y allí estuvo leyendo día y noche. Cuando le entraba sueño, mandaba a una luciérnaga en busca del café Bartolomé, y al poco regresaba ésta con unos granitos marrones que al chuparlos despejaban el cansancio y te hacían adelgazar). El duende se quedó muy delgado, y muy pálido, y los ojos le empezaron a brillar en la oscuridad como si tuviera el intenor repleto de luciérnagas. Pasaron muchos días, pero el duende seguía enfrascado. Llegó el invierno, pero nada. Zarcillo continuaba con los ojos pegados al libro, como si la lectura fuese el único remedio a la enfermedad que había contraído. De vez en cuando levantaba la vista y se quedaba contemplando el infinito. Entonces se podía ver claramente que Zarcillo estaba ciego, pero a él no parecía importarle, y a veces se le oía comentar: —El Tejo Pellejo, humm...

Fue entonces cuando alguien recordó que el rumor original, el que había dado origen a la historia del Tejo Pellejo, hablaba de un árbol viejo y ensimismado, un árbol que pasaba sus días jugando al veo-veo consigo mismo, y para no aburrirse crecía hacia dentro, de manera bajo su corteza había otro árbol, y luego otro, y otro, y así infinitamente hasta formar un bosque entero en su interior. También se dijo que nadie lograba verle porque a diferencia del resto de los árboles, que necesitan la luz para crecer, el Tejo Pellejo necesitaba la oscuridad, y crecía como una sombra por las zonas de umbría, y se pegaba tanto a ellas que aunque alguien hubiera pasado a su lado habría sido incapaz de distinguirle. No obstante, bajo su corteza almacenaba una gran cantidad de luz, y bastaba con hacerle una pequeña herida para que empezara a manar un líquido luminoso que brillaba intensamente en la oscuridad y mataba a los que lo contemplaban por mucho tiempo. También se dijo que era peligroso echarse la siesta bajo el árbol porque nada más dormirte empezabas a crecer hacia dentro, y si no te despertaban pronto, luego era imposible, porque tu cuerpo se había convertido en una corteza, y dentro había otra, y, otra, y en el fondo estabas tú, durmiendo ajeno a todo. También se dijo que el Tejo había resuelto crecer bajo tierra, y que lo único que se podría encontrar de él en la superficie serían sus raíces, que chupaban el aire e impedían que nadie se acercase bajo riesgo de perecer asfixiado.

Y mientras esto sucedía, el duende Zarcillo seguía enfrascado, y corrió el rumor de que nunca se desenfrascaría, y el desenfrascador que lo desenfrascare, buen desenfrascador sería. Por todo lo cual, se puso de moda otro juego que consistía en intentar desenfrascar al duende sin matarlo ni romper el frasco, y aprovechando que había elecciones a rey, se llegó al acuerdo de coronar al que lo lograra. El duende presentaba un aspecto desolador, tenía la piel apergaminada y apenas se movía, y daba la sensación de haberse consumido casi por completo.

Los aspirantes intentaron de todo, desde la acupuntura del Cardo Bernardo hasta las danzas regionales de la Pluma Moctezuma, pasando por los exorcismos del Brote Sacerdote y los chistes verdes del Zorro Salidorro. Pero como era de esperar todo fue inútil, hasta que un día se presentó un extranjero de corteza esponjosa y naranja que rompió de un golpe el frasco, y partió de un golpe al duende, y del interior del duende surgió, ante la mirada estupefacta de los presentes, otro duende Zarcillo, unos trescientos años más joven, que miró al extranjero y dijo: —El Tejo Pellejo, humm...— y después se alejó con su libro bajo el brazo.

Los presentes no salían de su asombro. El primero en reaccionar fue el Espino Avelino, que rodó por el camino, y la última fue la Secuoya Inés Moya, que al día de hoy sigue sin reaccionar, y para mí que se quedó seca del soponcio. El resto fueron rodeando lentamente al extranjero, pero en cuanto tocaron la corteza naranja y esponjosa, todo el árbol se deshizo en un polvillo color ladrillo, bajo el cual sólo quedó una semilla color vainilla con la firma inconfundible del Tejo Pellejo.

Desde entonces nadie se atreve a contar historia alguna sobre el Tejo Pellejo, aunque todo el mundo se las imagina, pero se las callan y dejan que les crezcan por dentro, no vaya a ser que luego sean ciertas. Por su parte, el Duende Zarcillo no vo1vió a enfrascarse en la lectura, ni quiso desvelar lo que había leído durante el tiempo que duró su enfrascamiento, aunque alguna vez se le ha oído comentan -El Tejo-Pellejo, un gran tipo, sí.

A la semilla la sembraron en la zona más umbrosa del bosque (o eso creen ellos), y aunque nadie lo dice, todos piensan que cuando germine asistirán a la más asombrosa historia jamás contada.

lunes, 12 de febrero de 2007

Canción para tiempos enloquecidos


Juegos de interior: una fiesta memorable en la isla, con música y disfraces. Kevin Ayers puede ser el anfitrión, pero hace tiempo que no sabe dónde irá a parar esto, así que se sienta en buena compañía y disfruta. Si habéis estado allí, sabéis que uno puede llegar a ese punto en que se sienta en una escalera y observa cómo gira el mundo, la vida, como un niño despierto que ve jugar a otros niños, sonámbulos. Los defectos personales son abrumadoramente visibles, pero mientras uno siga inmóvil parece que todo esté a la distancia justa en que hasta la traición tiene su gracia. Componer la canción es eternizar ese rellano desde el que uno tararea lo que ve en elegante punto muerto. Se sabe que hay un fin, pero todo fluye más bien en un fundido, sin pelos en la estructura, que es sólo una sucesión de maravillosas ocurrencias. Arregladas así, las canciones están llenas de recovecos cómplices, digos y diegos, pulsos que se aceleran y remansan, llegando a tiempo en el último milagro. La psicodelia era eso: el alma en casa, en ropa interior, oscilando entre el cielo de la música y el pozo ciego del retrete. Nos han invadido. Mezclémonos con agua y tal vez nadie lo note.

La gente dice
que quiere ser libre,
le miran
y me miran
pero es a ellos mismos
a quien desean ver
y todos lo saben.

Hablamos
durante toda la noche
y conectamos,
estamos convencidos
de que le oímos cantar su canción,
contándonos que queda
trabajo por hacer
y todos entonamos
el estribillo de I am the Walrus.

Disneylandia ha llegado a la ciudad,
todos se han vestido y andan por ahí,
Alicia lleva puesta su túnica más sexy,
pero no quiere que la mires.

La gente guapa hace cola para ahogarse,
esperan que el socorrista se ponga su corona,
pero él está ocupado
en la otra punta de la ciudad,
intentando charlar con el espejo.

El científico habla y sabe lo que dice,
se sienta en el suelo y tiene hermosos sueños,
de repente le da un bajón
una mujer que chilla,
pero él sabe bien que no es más que un disco,
no señor.

Su nueva chica deja
de alimentar las hormigas
y le echa un ojo a sus calzoncillos infecciosos,
aún sabe cómo hacerle bailar
y olvidarse (qué camelo)
de eso de emanciparse.

Y tú y yo
nos sentamos y tarareamos,
sabemos que algo tiene que venir
a mover nuestro culo infinito,
seguramente hay uno en el baño
o incluso en el vestíbulo.
No tengo más idea
que tú,
lo cierto es que no tengo la más mínima.



Paintbox



Gracias a nick PF

Entre los dos Pink Floyd más famosos (el psicodélico de Barrett y el arquitectónico de Waters) hubo un breve interregno en que el teclista del grupo, Rick Wright, intentó hacer oír su voz más pop. Paintbox es uno de los singles fallidos que hicieron pensar a muchos que el grupo iba a estrellarse. Peor para el público: Waters tomó las riendas y nos perdimos la voz de Wright, condenada casi siempre a los coros (a veces, lindísimos, como en Echoes), y su piano juguetón, que ya no encontró sitio en las composiciones posteriores. Hay algo muy British, muy A day in the life, en esta manera de arreglar las canciones, con los instrumentos glosando en redobles, fraseos y acordes (memorable bajada cromática a lo Barrett) la melancolía algo cínica de la letra. Kevin Ayers lo haría, pronto, todavía mejor...


domingo, 11 de febrero de 2007

Panem et Circensis


Parece que están haciendo una limpia de material útil en YouTube. Antes de que sea tarde, apuro esta maravilla de Os Mutantes (con letra y música de Gilberto Gil y Caetano Veloso). La inspiración parece dylaniana: Cuernos vacíos malgastan palabras /para advertir / que aquí el que no se dedica a nacer / es porque está entretenido muriendo. Obsérvese de paso la errata, no sé si intencionada: la expresión latina es panem et circenses.


eu quis cantar
minha canção iluminada de sol
soltei os panos sobre os mastros no ar
soltei os tigres e leões nos quintais
mas as pessoas da sala de jantar
são ocupadas em nascer e morrer

mandei fazer
de puro aço luminoso punhal
para matar o meu amor e matei
às 5 horas na avenida central
mas as pessoas da sala de jantar
são ocupadas em nascer e morrer

mandei plantar
folhas de sonho no jardim do solar
as folhas sabem procurar pelo sol
e as raízes, procurar, procurar
mas as pessoas da sala de jantar
essas pessoas da sala de jantar
são as pessoas da sala de jantar
essas pessoas da sala de jantar
são ocupadas em nascer e morrer






sábado, 10 de febrero de 2007

¿Quién contó las olas de la mar?


¿Quién contó las olas de la mar?
¿Quién le puso números al sueño?
Por tener lo que volaba,
llenó su jaula de pájaros muertos.
Por tener lo que soñaba,
su sueño trocó por joyeles de hielo.

Ése fue el rey Midas de los frigios,
que una vez, se dice, halló en su huerto,
medio asno, sudoroso,
peludo todo, borracho, a Sileno;
y lo ató con correyuelas
en flor y con hiedras llevóselo preso.

Pero luego al padre Dïoniso
le entregó su bruto tembloriento.
Conque el dios, en su sonrisa
le dijo: «Elige qué quieres en premio».
Y él pidió: «se trueque en oro
sin más cada cosa que toquen mis dedos».

¿Quién dirá los días que ha vendido?
¿Quién es quien las rosas puso a rédito?
Por saber lo que tenía,
perdió tesoro sin cuenta ni dueño.
Por saber lo que soñaba,
en mármol y nombre volviósele el sueño.

Ésa fue la blanca niña Alma
que por celos de la misma Venus
hubo de tomar esposo
sin nombre, y nunca tenía que verlo.
Cada noche la abrazaba
y el gozo era sombra florida de besos.

Pero no bastó lo mucho y tanto:
todo quiso Alma, todo el tiempo;
y una noche que él dormía,
sacó la antorcha, la alzó sobre el lecho:
era Amor: su nombre supo;
lo vio y lo perdió: era amor, era ciego.

*

Mi poema favorito de AGC: un coro de la obra Baraja del rey don Pedro, que fue reconocida con el Premio Nacional de Literatura Dramática 1999. Como el propio García Calvo reconocería, el reconocimiento de los culturetas oficiales no es buen síntoma: y, efectivamente, tiene dramas mucho mejores, como Rey de una hora. El coro, sin embargo, trasciende la obra en la que aparece (quizá por eso, en la representación que yo pude ver en la Abadía, Gómez y Co. optaron por saltárselo, o casi).

*

Estupenda entrevista en Caminar Conociendo.

viernes, 9 de febrero de 2007

Cambio de agujas


Tengo debilidad por esos poemas cuya existencia, pasado el tiempo, uno llega a olvidar por completo, y que sin embargo resumen fielmente cierta forma de hacer. Esta serie de viñetas irracionalistas, por ejemplo, con dulces caseros y ecos de Juan Larrea.

Artes menores

I

Serenidad en las uñas que firman la playa desierta.
Vagos apóstoles dejan oír su gemido implacable
mientras navegan el aire dormido con un candor ácido.
En el entierro un señor amarillo reparte croissants.
Ríen los niños y cambian de mano debajo del árbol.
Llévame a casa, seré tu conciencia y tendrás que asearme.
Dios, ese pez que se queda a vivir en las redes del alma.

II

Tiemblas y puedo mirar en tu blusa metales y sombras,
un redomado sabor a promesas, almas de lluvia.
Llega mi mirada si tú llegas a mis ojos.
Cuando la aparto, se cierra un acuerdo. Cambiemos de firma.

III

Soles amontonados como en un ángel que aparta ciegos,
tropas en retirada que sin esfuerzo conquista el mar.
Ala por ala, suben cotizaciones de colibríes.
Bajas en el abismo. Números negros cambian de azar.

IV

Somos lo que perdemos. El sol es hoy lo que nos arroja.

Osos que bailan. Somos
tecnología.
Pies de cristal.


jueves, 8 de febrero de 2007

La fuente (Los Brincos)


Las rarezas de los grupos son casi siempre obras menores. No es el caso. Esta preciosa historia sobrenatural es la cara B del single dicharachero Oh mamá, de 1969. Se diría que Los Brincos habían estado leyendo el mito de Hilas, o alguna de las leyendas de xanas recogidas por Constantino Cabal. La letra puede pecar de naif y el arreglo de ambicioso, pero la canción se sostiene y te lleva a su terreno sin esfuerzo. Memorable versión, con clavicordio y sin coros verbeneros, de Los Brujos en el Homenaje a los Brincos.



miércoles, 7 de febrero de 2007

De donde todo lo escondido brota


La mirada de Aurelia, su proximidad, el roce de su vestido inflamaban mi ser. La sangre ardiente subía hasta la enigmática fábrica de los pensamientos, por lo que hablaba de los maravillosos misterios de la religión con imágenes llenas de fuego, cuyo profundo significado residía en el voluptuoso furor de mi amor insatisfecho.

¿Freud? E.T.A. Hoffmann, 1815 (Los elixires del diablo, p. 149 de la edición en bolsillo de Valdemar).

*

Quienes seguimos fascinados por la enigmática fábrica de los pensamientos estamos de enhorabuena. En el año 2005 el Fondo Económico de Cultura editó Las estructuras antropológicas del imaginario de Gilbert Durand, el intento más ambicioso que conozco de colocar los arquetipos y motivos recurrentes de la imaginación en una topología. Como punto de partida, Jung, arqueólogo por excelencia del inconsciente; pero también Bachelard, del que se publicó hace poco más de un año, también en el FCE, la última entrega de sus estudios sobre los elementos: La tierra y las ensoñaciones del reposo.

La corriente de pensamiento que impulsa estos libros pone al lector en una situación singular. Tiene algo de religión para descreídos, lo que no deja de ser un cumplido. La veracidad de lo que se plantea no es cuestión de fe, sino de experiencia. Sin embargo, esta experiencia es íntima: una película que podemos contarle a otros, pero que sólo nosotros hemos visto. Quien lo soñó, lo sabe. No resulta posible encontrarse en ese cineclub con otros espectadores (aquello que hacíamos de pequeños: despedirnos con el compromiso de reunirnos esa noche en tal o cual lugar soñado), pero a la salida, en el bar, podemos contrastar relatos y concluir que estamos asistiendo a un mismo ciclo, reconocer actores, escenarios y argumentos. En ese peculiar cinefórum se puede descubrir, por ejemplo, que hay sueños freudianos y sueños junguianos, como si el acierto de ambos pensadores hubiera sido cogerle el aire a un determinado guionista de las profundidades y explicarnos las líneas maestras de su cine. Se comprende el equívoco, el tiempo perdido en analizar, invocando a Procrustes, el cine del uno con las categorías del otro. Jung te convence si y sólo si has tenido sueños como los que él describe, de los que despiertas con la sensación de haberte asomado, por una puerta que hasta entonces no estaba, a una habitación que siempre estuvo esperando. Cuando uno alcanza a recordar eso, el estado común de conciencia y las categorías que lo pueblan parecen no ya sólo accesorios, sino degradados, venidos a menos, como un chiste o un juego que han perdido la gracia. No hay empeño importante donde no se detecte como material de partida una brizna de tejido soñado, esencialmente otro —ni organización maligna que no derive de una caída en lo literal, una interpretación inmovilista de algo esencialmente dinámico. Es imposible hacer ciencia de la isla de san Barandán, pero no hay marino que no la sospeche.

martes, 6 de febrero de 2007

La Balada de Ástor Piazzolla


Para el Marqués de Cubaslibres

Con Eduardo Mateo, Fernando Cabrera fue la primera voz uruguaya que conocí. Aunque colaboraron en un gran disco en directo, sus estilos son bien distintos. Cabrera es expresionista, pero pulido, y sus letras tienen un desarrollo largo y bien tramado, muy distinto de los apuntes geniales pero precarios de Mateo (letras de músico y visionario: un hombre que lleva prisa). También como músico es otra cosa: un guitarrero y arreglista impecable, con cierto toque progresivo.

La balada de Ástor Piazzolla es un homenaje a los últimos años de este peleador que transformó el tango y mereció por ello el odio de los puristas: como dice Cabrera, su bandoneón aligeró los tangos de la rutina de su país. Me apetece dedicársela al de Cubaslibres, este otro peleador, a quien (no lo sé, pero lo sé) bien podrían caerle estos versos:

De su desdicha tantas fue doctor
Cupido cuantas veces responsable.

Un abrazo y que veamos pronto de vuelta su foro, Marqués. Se lo debe a la gente. Mejor dicho: no se lo debe a nadie, pero se lo reclamamos de todas formas.


lunes, 5 de febrero de 2007

Mi unicornio azul


Leo Maslíah me recuerda a Zappa y a la pareja Reverendo - Wyoming, unificados por fin en un solo tipo. Este homenaje a Silvio deja chicos otros intentos, como La gorda de Rocío o Vivo en un país libre (en la medida de lo posible).



domingo, 4 de febrero de 2007

Guajira sicodélica


(Prologuillo: la Wikipedia aloja desde hace tiempo una página sobre nuestro pequeño grupo pop, Ciento Volando. Sucede que algunos bibliotecarios consideran nuestra existencia irrelevante y desean borrarnos, ya que no del terreno, sí del mapa. Si les apetece hacer algo al respecto, desde secundar con entusiasmo nuestro exterminio a plantear alguna prudente duda al respecto, hay una página en la que votar —para lo cual hay que demostrar antes un pedigrí en regla de wikipedista registrado y laborioso— o, al menos, opinar.)

Seguimos con el pop sudamericano, pero nos vamos hacia el oeste. Me acordé de este curioso tema cuando Grifo hizo notar que psicodelia no resiste la pérdida de la p. Tiene razón, pero Los Destellos, este curioso grupo instrumental peruano de los 60, no supo verlo. La psicodelia les llegó despojada de la explosión oclusiva-psicotrópica, como un nuevo efecto especial que añadir a su arsenal de riffs tomados de los Shadows y el folklore indígena. Sicodelia es mostrar el higo, dirán algunos etimologistas, como si tal revelación no valiera de sobra la entrada al guateque. Coñas aparte (sic), José Miguel López, de Radio 3, presentaba esta notable Guajira sicodélica diciendo que era como si Santana se hubiera dado una vuelta por el Perú, años antes de grabar el Abraxas. Algo hay de hipérbole, pero el higo (y el alma) están ahí. Juzguen ustedes.

http://es.youtube.com/watch?v=Rb2mh8Kx8D4


sábado, 3 de febrero de 2007

Diane Denoir


Quizá las parejas que mejor funcionan estén condenadas al desencuentro traumático, como pago por la intensidad de su unión, pasajeramente perfecta. Pienso en parejas artísticas, pero seguramente no hay mucha diferencia con las amorosas. Además, en el caso que me ocupa vienen a confundirse: compositores de voces extrañas, imperfectas y acaso inaceptables para el mercado, versus damas hermosas de voz amable. Bardo y Musa. El uno compone, la otra canta. Dylan, Baez. Aute, Rosa León. Manuel, Lole. Mateo, Diane Denoir.

Vista con ojos españoles, Diane Denoir tiene algo de nuestra Jeanette, aquella del Por qué te vas. Languidez y delicadeza, melancolía morbosa, sensualidad soterrada. En su voz, las composiciones de Mateo suenan menos idiosincrásicas, como un diablillo callejero al que peinan y calzan para acudir a una boda. Desnatadas pero estilizadas, o viceversa. En esta grabación, los estilos y voces forman una moneda perfecta: primero Diane acompañada por Mateo a la guitarra; luego la misma canción interpretada por el grupo de candombe-beat de Mateo, El Kinto, con Rubén Rada en la voz principal.




viernes, 2 de febrero de 2007

Hoy te vi (Eduardo Mateo)


Si los Shakers fueron los Beatles uruguayos, cabría decir que Eduardo Mateo fue su Syd Barrett. Comparación inexacta, claro, porque Mateo tiene también a veces la tristeza entrañable, químicamente pura, de un Enrique Urquijo, y una voz de duende resfriado que podría competir en rareza con la de Dylan. Personaje excesivo, entrañable, funda de algún modo la vía uruguaya al nuevo pop, con su cocción única de candombe, psicodelia, bossa nova y canción de autor. De autor que nunca recibió derechos de tal, y por eso en días de necesidad perseguía por la plaza con la mano extendida a los transeúntes, decidido a cobrárselos. Guitarrista lunático, más acústico que eléctrico, percusionista étnico y letrista indeleble, entre sentimental y dadá. Fue un músico de músicos, adorado por éstos, pero cualquier uruguayo de los que no le reconocen por el nombre sabe un par de temas suyos.

En España no lo he oído mencionar jamás.



jueves, 1 de febrero de 2007

Los Beatles de La Plata


No es fácil componer la versión local de los Beatles. Hay que demostrar soltura internacional, pero también apego a las raíces locales. En España tuvimos a Los Brincos, con sus capas al viento y sus canciones de borrachines. En Uruguay fueron Los Shakers, mestizos hasta en el nombre. Sin ánimo de hacer de menos a los clásicos de Los Brincos (insuperable Mejor), creo que a los Shakers se les daba ídem imaginar canciones que los propios Beatles podrían haber escrito (algo como lo que han intentado, modernamente, Los Imposibles). Incluso dieron convincentemente el salto a la psicodelia, con La Conferencia Secreta del Toto's Bar, de 1968, «el Sgt. Peppers del Río de la Plata». ¡Hasta sus vídeos parecen escenas perdidas de A Hard Day's Night!

(Curiosidades: hubo también unos Shakers españoles. Aquí, con una jovencísima Ana Belén.)