jueves, 4 de enero de 2007

Glir el Olvidapasados


Uno de los mejores regalos de Año Nuevo fue una colección de viejos ejemplares de la revista literaria Argonauta, de los años 93-4, que traía consigo la simpar Eva. De los relatos y versos que he ido releyendo destaca (ya lo hacía entonces) éste de Daniel, embebido de García Márquez y Juan Rulfo, y sin embargo inequívocamente suyo. Que lo disfruten.

* * *

En los días interminables que siguieron a la desaparición del último gigante, el anciano Casimirus, llegaron a Huevonia, arrastradas por el viento, cientos de plantas corredoras que atravesaron sus calles en dirección a un lugar desconocido, seguramente remoto y difícil de imaginar, que debía existir en algún lugar de la llanura. Irrumpían de repente, venidas de la colina, y se extendían en pocos segundos por cada esquina, cada rincón, cada entraña del pueblo que se alzaba como un obstáculo en su viaje, como un lugar de tránsito obligado, pero cuyo recuerdo pronto habría de borrarse. A nosotros nos gustaba subimos a la copa de los árboles y verlas avanzar, primero a lo lejos, como un puntito en la distancia, creciendo en dirección a Huevonia; luego entre las calles del pueblo, dispersas e indecisas en busca de la salida, meditabundas a los pies de nuestro árbol, hablando unas con otras con su lengua de silbidos y murmullos. Cuando por fin salían a la llanura el viento se las llevaba, la distancia las encogía, la llanura se las tragaba. Y yo no sé si las plantas corredoras eran conscientes de ello, pero desde la rutina de ver pasar los días siempre lo mismo, con la ausencia de Casimirus mordiéndonos el alma, era hermoso jugar a imaginarse cuál sería el destino de esas plantas viajeras, y pensar que también para ellas Huevonia no era más que un puntito en la distancia.

En los días interminables que siguieron a la desaparición del último gigante, los golpes de reloj nos hacían languidecer, y entre las cuatro paredes que era el mundo sentimos claramente que el último invierno se había llevado algo más que al anciano gigante. No sé si era el tiempo así, tomado en crudo, o el insípido dolor de estar frente a nosotros mismos, con todo el tiempo por delante, como quien se sienta frente a una fuente seca y empieza a hacerse viejo. No sé si eran las horas pasadas persiguiendo a Casimirus... Anidaron garrapatas en el alma de Huevonia y nosotros, pequeños trozos de su alma, envejecimos de un golpe los años que habíamos pasado persiguiendo al gigante, que eran muchos, pero cuyo recuerdo hasta entonces nos había parecido diminuto, acaso porque también los recuerdos se alejan. Sólo entonces comprendimos que Huevonia y Casimirus fueron la misma cosa, sólo entonces percibimos el insípido dolor de la conciencia. Desde la rutina de ver pasar los días sin esperar nada, de estar frente a nosotros sin esperar nada, la ausencia del gigante empezó a crecer como una sombra proyectada de algún sitio, muy lejano, muy difícil de imaginar, pero cuya orientación coincidía de modo extraño con el lugar donde Casimirus fue visto por última vez. Y esa pena direccionada nos congregaba cada tarde a las puertas del pueblo, a mirar cómo venía de las montañas, a verla aparecer como un puntito, escoltada por plantas corredoras que olían a hierbaluisa y remolinos de polvo. Y era como una corriente que sólo soplaba en un sentido, que sólo dolía por un costado, que bajaba de las montañas todas las tardes para envolver de recuerdos los manantiales secos de Huevonia.

A ver llegar la pena nos sentábamos fingiendo cada tarde. Fingiendo ser más viejos y haberlo perdido todo, fingiendo no sentir nada, ser tan sólo restos de memoria a la deriva entre los restos de Huevonia. Y como cada tarde, nos sentábamos a ver la pena, y como desde el suelo no se veía bien nos subíamos a los árboles, a los tejados, a las plateas, y desde allí la sentíamos venir contando cuentos, rememorando viejas historias de cuando Casimirus era el gigante y nosotros le perseguíamos. Nada era más terrible que ser de pronto un cuento y estar allí, subido a un árbol, como un puntito en la distancia, y sentir que algo había muerto, no en Huevonia, no en la probable muerte del gigante Casimirus, sino en nosotros mismos, en los posibles asesinos del gigante Casimirus. Las plantas corredoras venían a nuestros pies. El sol en las montañas hablaba sin descanso, pero nuestros sordos oídos no querían saber nada. De repente éramos viejos, pequeños, despreciables.

En los días interminables que seguían a los días interminables, sólo había una tristeza que mereciera la pena: la de ser un puntito en la distancia, con todo lo hermoso que tiene la distancia, y saber que no ha de volverse nunca, y que las horas dulces quedan a salvo del recuerdo. Subidos a los árboles se veían mejor las plantas corredoras, se esperaba mejor la pena. Por eso cuando el Circo llegó al pueblo lo encontró desierto. Al frente iba un payaso tocando una corneta. Detrás iba un forzudo con barba pelirroja, con ojos de cansado. Pasaron por Huevonia sin detenerse, como si el pueblo no existiera. Atravesaron las paredes de Huevonia, que quizá en sus ojos seguía siendo sólo un puntito en la distancia, y se adentraron en la llanura. Al fondo, en una jaula, iba el gigante Casimirus.

Cuando Caifás vio de cerca al gigante lo primero que sintió fue una sensación de infinitos años pesándole en la espalda, de tiempo hervido en sal y piedra y de cosas que pasaron sin que nadie lo supiera. No supo adivinar por qué, pero al contacto con su piel granítica sintió deseos de llorar y treinta escalofríos se pasearon por su enorme espalda. Fue entonces que escuchó la voz del vendedor de prodigios que le decía al oído: "¡Qué, amigo, se acuerda usted de las comidas de su madre, de los parientes que se fueron, de los viejos amores...! No se extrañe. Tocar a los gigantes tiene eso, pero uno termina por acostumbrarse y al final se les puede acariciar sin miedo. No hay pena que resista a la costumbre". El vendedor de prodigios siguió hablando y Caifás notó que la tristeza remitía tan rápidamente como había venido dejándole un regusto dulce y una sensación de frío. Miró al gigante, que seguía inmóvil, y lo encontró muy viejo, excesivamente viejo para la vida del circo, y acaso tampoco necesario. Los gigantes ya no estaban de moda, ya no llamaban tanto la atención entre la gente, que por su naturaleza melancólica evitaba tocarlos para no deprimirse. Además, nunca terminaban de adaptarse a la vida en cautividad: muchos de ellos morían al poco tiempo de una enfermedad que les convertía por completo en moles amorfas de piedra gris que apenas recordaban su antigua condici6n de gigante. Los caminos estaban repletos de ellas.

Caifás miró al gigante, que seguía inmóvil, y pensó que era mejor comprar otro prodigio, quizá un toro bicéfalo o un tigre de dientes de sable, o un jabalí de oro o un ciervo milenario, o quizás esperar a que trajeran a otro gigante más joven, pero el vendedor le advirtió: "No habrá más gigantes, nos han prohibido cazarlos. Decían que se estaban extinguiendo y decidieron cerrar la veda. Por eso nos dimos prisa en coger a éste, que además era el último que quedaba, antes de que empezara la prohibición. Ya no hay gigantes en libertad y además está prohibido cazarlos. No va a ser fácil que traigan otro". Caifás miró al gigante y pensó que era mejor comprar otro prodigio, y luego miró a su alrededor, por la tienda de prodigios, y nada le pareció tan prodigioso como aquel gigante triste. Quizás porque sus arrugas veteadas le recordaban las puestas del sol del laberinto. Quizás porque de verlo aparecer en la distancia, siendo niño, corriendo entre las plantas corredoras, cuando su hermana saltaba de la carreta y les decía: "Ahí va Casimirus a toda mecha, ahí va Casimirus" y se quedaba mirando absorta mientras la caravana seguía su marcha. Y no se movía hasta que el gigante se dejaba de ver. Y regresaba ensimismada y repetía: "Ese era Casimirus. ¿No es divino verlo?". Desde entonces vivió en Caifás algo de la admiración de su hermana por el gigante, y después, cuando ésta murió de un mal que siempre tuvo y la enterraron al pie del camino, al alejarse la caravana creyó ver Caifás como si el gigante se acercara a la tumba y se sentara allí, pero no pudo asegurarlo porque aún tenía lágrimas en los ojos y estaba anocheciendo. Desde entonces vivió en Caifás, junto al recuerdo de su hermana. el recuerdo del gigante; y algunas tardes, cuando el fuego ya ardía entre las piedras y se contaban historias, él se alejaba del grupo y se ponía a otear por si veía aparecer a Casimirus. y algunas veces le vio, aunque no muchas. Y trató de seguirlo a pie, e incluso montado en cebra, pero era imposible siquiera acercársele.

Y ahora de verlo allí, en la tienda de prodigios, sintió que algo de su hermana vivía aún en el gigante. Tomó de nuevo la mano de Casimirus y la vio a ella. Un dolor lo estremeció de arriba a abajo. Escuchó la voz del vendedor: "¡Qué, amigo, una herida de las que no se cierran!".

Al salir de la tienda ya era de noche. El vendedor de prodigios les acompañó a la puerta y besó el rostro de Casimirus. Lugo dijo: "Cuídele mucho". A lo lejos se divisaban las hogueras de los circos. Caifás preguntó: "¿Y cómo hicieron para atraparlo?". El vendedor de prodigios respondió: "Lo mejor es una tumba en un sitio apartado. Se comen a los muertos, ¿sabe?".

* * *

Glir alzó la vista y vio a lo lejos la brumosa figura del gigante que se acercaba a zancadas lentas y espaciadas, inclinando a un lado y a otro su pesada mole del color de la piedra. Mucho antes de que llegara al circo, su sombra había cubierto por completo la explanada. Glir, sentado en un peñasco, con el libro entre las piernas, empezó a sentir frío. Cogió la pluma y anotó: "Esta mañana Caifás ha regresado y traía un gigante. Lo ha metido en la jaula de osos y ha colgado en la puerta un letrero: 'CASIMIRUS'. Luego ha ordenado que le dieran de comer y se ha encerrado en su carreta".

Los habitantes del circo bailaron excitados alrededor de la jaula aguardando a que el gigante diera señales de actividad. Algunos llevaban platos de comida con los que trataban de llamar su atención, pero otros portaban látigos y fustas y sonreían esperando su momento. Sólo Glir permanecía sentado en su peñasco, con el libro abierto entre las piernas, atento al mismo tiempo a la lectura y al gigante. Tomó la pluma y anotó: "Le hemos llevado dulce de avellana y leche con almendras, pero no los ha querido. Se ha limitado a mirar los platos, y luego a nosotros, y luego se ha sentado a ver la lluvia, que había empezado a caer en gotas menudas, y su mirada se ha perdido sin remedio".

Los habitantes del circo empezaron a impacientarse, en parte porque llevaban varios días aguardando el regreso de Caifás, que había partido, como siempre que moría alguien, en busca de algún prodigio, de algún sueño que añadir a la lista interminable de sueños encogidos y promesas sin cumplir, de amores enterrados y pastel de lagartija, de sacos de memoria que pesaban como el plomo. Y es curioso, pero cuanto más tardaba Caifás, más difícil era saber si uno estaba impaciente o simplemente estaba muerto, sin pulso en el cuerpo y sin ganas de vivir, como se quedan los muertos, y ya decía uno que no se encontraba bien, que se notaba raro, como caminando en sueños y devolviendo acetona, como con una sensación de pérdida irreparable, de frío en las costillas y tareas a medio hacer, y ya decía uno que no era bueno haber dejado de soñar, pero cuando se vive en el pais de los sueños se hace difícil soñar nada, el tiempo se nos pega a los sudarios mientras nos dejamos la ilusión por las esquinas, mientras aguardamos el regreso de Caifás, que sabemos que viene de camino porque la sombra del gigante ya ha cubierto la llanura.

Los habitantes del circo no tardaron en sentirse desdichados. Entonces percibieron lo insignificante que era el gigante en comparación con la propia tristeza, y lo que puede llegar a crecer un mal recuerdo, y sintieron que el pasado les pesaba como vidas enteras, y que ningún gigante iba a poder con eso, y regresaron a sus carretas entre picores de espalda y un malestar de ojos cansados y lombrices en el pecho que no les abandonó hasta que se durmieron. Sólo Glir permaneció junto a la jaula. Sin pasado. Sin recuerdos. Con la única certeza de estar allí, pero sin nada más. Con un libro entre las piernas donde iba anotando las cosas. Con la imprecisa sensación de pérdida que siempre le acompañaba, y que arrastraba a sus espaldas como un inmenso manto de oscuridad. Tomó la pluma y anotó: "Todos se han ido. Aburridos por la inmóvil voluntad de Casimirus y por los días de inactividad, vencidos los brotes de tristeza y por la incapacidad, innata en casi todos los hombres, de convivir con su propio silencio, cansados de no hacer nada y de que todas las tardes, a la misma hora, se' ponga a llover aguanieve" .

Los habitantes del circo se esfumaron barridos por la lluvia. Glir los olvidó enseguida. Se quedó junto al gigante, y cuando sintió que no recordaba qué hacía allí abrió el libro y leyó: "Esta mañana Caifás ha regresado y traía un gigante...”. Cerró los ojos y repitió: "Esta mañana Caifás ha regresado y traía un gigante". Luego las sombras lo envolvieron, pero no se movió de donde estaba. Ni siquiera cuando el recuerdo se disipó por completo y no supo ni cuánto tiempo había pasado, ni si siempre había estado allí, ni por qué leía ese libro. Entonces abrió el libro y fue leyendo: "... hay una enfermedad de la tristeza que ataca a las tripulaciones de los circos, que consume los cuerpos sin remedio y atrae a los gigantes a su paso".

Entretanto, Casimirus iba languideciendo, como si un hambre de siglos le devorara por dentro, como si un gran vacío le succionara la existencia hasta dejarlo reducido a un puntito en la distancia. Pero Glir no se dio cuenta. Hacía tiempo que había olvidado que era un gigante. De Casimirus sólo quedó su sombra, que aún cubría por completo la llanura.

Así supo Caifás que la enfermedad había vencido, y que ni siquiera un gigante podría comerse tanta pena. Salió del carromato y vio su circo. La ruina ya empezaba a transformarlo, a hacerlo más pequeño y silencioso, más parecido a un sueño. Y cuando Caifás se perdió en la noche, hundido en los pensamientos que tanto le atormentaban, sólo Glir permaneció donde estaba, sentado al pie de la jaula, incapaz de recordar qué hacía allí, sumido en la lectura del libro que había en sus manos. Y aún se quedó así varias horas, hasta que el sueño le venció. Y mientras se dormía iba pensando: " .. .el dolor de morir cada noche, de no ser capaz de conservar ni el recuerdo de sí mismo..."

Cuando el jilguero cantó en las estepas de lo que fuera Huevonia, Glir despertó en el suelo, arropado por la manta que Mica, la escocesa, le había echado por encima. Abrió los ojos y se encontró los cadáveres y las ruinas extendiéndose hasta donde alcanzaba su memoria. Vio al gigante a su lado, mordiendo la caheza de Caifás. Entonces anotó: "El gigante se los ha comido a todos. Ha roído sus huesos sin impaciencia hasta dejarlos limpios y amarillos. Y mientras comía iba creciendo, y se hizo enorme, y cuando terminó con el último se fue, dejando a sus espaldas un rastro de esqueletos".

Glir, el Olvidapasados, se alejó pensando que nunca olvidaría lo que había visto, pero antes de perderse en la distancia ya iba silbando abiertamente.

4 comentarios:

Juan Poz dijo...

Alejandro, quiero desearte feliz año nuevo/viejo -como lo son todos-. Con la desolación propia del caso, he estado buscando en mi librería el ejemplar de Poesía dedicado a Juan Ramón Jiménez, con su bonito disco de plástico dentro ¡y no me aparece! ¡Estoy pánicoficado! El vuelco del corazón ha sido de aúpa, de lo más próximo al infarto... Te seguiré informando... ¡El desorden me vence!, y no me convence, claro está.

Al59 dijo...

Querido Juan Poz: igualmente. Si sigo teniendo lectores como usted, el año será bueno por necesidad. En cuanto a las grabaciones de Juan Ramón, es cuestión de tiempo que se nos aparezcan, de un modo u otro. Mal de males, creo que hay una edición en Visor de una antología de sus poemas acompañada de un CD en el que el maestro recita sus florecillas selectas. Lo del Cántico Espiritual puede tardar más en aparecer, pero no desesperemos. El conjuro ya está echado.

Al59 dijo...

Por cierto: qué poco se ha musicado a JRJ, ¿no? A bote pronto, sólo recuerdo (que me haya gustado) una versión de Lole y Manuel de su Desnudos: Nacía gris la luna y Beethoven lloraba. Javier Bergia, mi cantautor favorito, hizo un estropicio con otro poema del mismo titulo del maestro. Creo que Amancio Prada tiene también alguna pieza, pero no la he oído.

Juan Poz dijo...

¿Quién le pone el cascabel a eso de ¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!...? Hay que tener muchos bemoles, ciertamente...