jueves, 31 de agosto de 2006

Valorio (IV): Había una vez


¿Un circo? Eso también. Pero no. Una ciudad florida de niños. Algo de este tenor:

Había una vez
una ciudad florida de niños;

de musgo florecían sus muros
medio roídos.


Había, saliendo
de la ciudad, del lado sombrío,
un valle susurrando
por álamos y negrillos.

Había en el bosque
allá a la mitad un claro al abrigo,

cerquita del arroyo,
cercado
de los espinos.


Había en el claro

un matorral de tallos bravíos
de juncos y gamonas
y de lirios amarillos.


Había allí dos
(que iban a hacer de zarzas el nido,
apenas arrullando)
dos aves del paraíso.

Había latiendo
un miedo en el par de corazoncitos
de roce de lagartos,
de pasos por el camino.

Ahora no hay

(¿ves?) ya no hay ni roce ni silbo:

escucha, amor, el miedo
llevado se lo ha el olvido.


Di, ¿qué paso?

Di, ¿dónde están los pájaros pintos?

¿Y el matorral del claro
con su juncar y sus lirios?


¿Y el bosque del Valle
de Oro y sus mil negrillos antiguos?

¿Y la ciudad de donde

se oía gritar los niños?


1978

(Agustín García Calvo, Valorio 42 veces)



miércoles, 30 de agosto de 2006

Educación (II): Transición a la Vida Adulta


El príncipe y el mago

Érase una vez un joven príncipe que creía en todas las cosas menos tres. No creía en las princesas, no creía en las islas y no creía en Dios. Su padre, el rey, le dijo que nada de eso existía. Y como no había en los dominios de su padre princesas ni islas, ni tampoco señal alguna de Dios, el joven príncipe creyó lo que su padre le decía.

Pero, un día, el príncipe se escapó del palacio. Y llegó al país vecino.

Allí se quedó asombrado al ver islas desde todas las costas, y, en esas islas, extrañas criaturas, a las que no se atrevió a dar nombre.

Cuando buscaba un barco, un hombre vestido de etiqueta se le acercó y el príncipe le preguntó:

—Eso que hay allí, ¿son islas de verdad?

—Claro que son islas de verdad —dijo el hombre del traje de etiqueta.

—¿Y qué son esas extrañas y turbadoras criaturas?

—Son todas ellas princesas auténticas.

—Entonces ¡también Dios existe! —exclamó el príncipe.

—Yo soy Dios —repuso el hombre vestido de etiqueta, haciéndole una reverencia.

El joven príncipe regresó a su país lo antes que pudo.

—De modo que has regresado... —le dijo su padre, el rey.

—He visto islas. He visto princesas. Y he visto a Dios —le dijo el príncipe en son de reproche.

El rey no se conmovió en absoluto.

—Ni existen islas de verdad, ni princesas de verdad ni ningún Dios de verdad.

—¡Yo lo he visto!

—Dime cómo iba vestido Dios.

—Dios iba vestido con traje de etiqueta.

—¿Te fijaste si llevaba arremangada la chaqueta?

El príncipe recordó que, efectivamente, así era. El rey sonrió.

—Eso no es más que el disfraz de los magos. Te han engañado.

Al oír esto, el príncipe regresó al país vecino, fue a la misma playa y encontró una vez más al hombre que iba vestido de etiqueta.

—Mi padre, el rey, me ha dicho —dijo el joven príncipe con indignación— quién es usted en realidad. La otra vez me engañó, pero no volverá a hacerlo. Ahora sé que esas no son islas de verdad ni princesas de verdad, porque usted es un mago.

El hombre de la playa sonrió.

—Eres tú, muchacho, quien está engañado. En el reino de tu padre hay muchas islas y muchas princesas. Pero como estás sometido al hechizo de tu padre, no puedes verlas.

El príncipe regresó pensativo a su país. Cuando vio a su padre, le miró a los ojos.

—Padre, ¿es cierto que no eres un rey de verdad, sino un simple mago?

El rey sonrió y se arremangó la chaqueta.

—Sí, hijo mío, no soy más que un simple mago.

—Entonces el hombre de la playa era Dios.

—El hombre de la playa era otro mago.

—Tengo que saber la verdad auténtica, la que está más allá de toda magia.

—No hay ninguna verdad más allá de la magia —dijo el rey.

El príncipe se quedó muy triste.

—Me suicidaré —dijo.

El rey hizo que, por arte de magia, apareciese la muerte. La muerte se plantó en el umbral y llamó al príncipe. El príncipe se estremeció. Recordó las bellas aunque irreales islas, y las bellas aunque irreales princesas.

—Muy bien —dijo—. Puedo soportarlo.

—¿Lo ves, hijo? —dijo el rey—, también tú empiezas a ser mago.

(John Fowles, El Mago, tr. E. Hegewicz, Barcelona: Anagrama)

domingo, 27 de agosto de 2006

Valorio (III): Ay lino


La oposición es de Nietzsche: hay cosas que acaban siendo recogidas en un libro porque a última hora alguien decide arriesgarse (no sin dudas) a compartirlas; otras (muchas más) se escriben para formar libros, como resultado de un proyecto, un compromiso que el escritor se impone (o acepta de otros).

La distinción anima a olvidar que hay excelentes libros de encargo (Trotta ha publicado hace poco dos de Erik Hornung, que recomiendo encarecidamente: una introducción general a la egiptología y un estudio sobre el concepto egipcio de 'Dios' y 'los dioses'). En la abundancia de libros testimoniales totalmente ilegibles es preferible no insistir.

A pesar de los contrajemplos, Nietzsche tenía razón. El caso de Valorio 42 veces (Zamora: Lucina, 1986), de Agustín García Calvo, puede ayudar a perfilar en qué medida o sentido. En este caso, una experiencia única (el encuentro del adolescente Agustín con su primera novia en el bosque —hoy apenas parque— zamorano de Valorio) genera un ritual: todos los años, el enamorado lleva las primeras violetas de la primavera a su amada, y con ellas un poema, o varios. Según los años separan a los amantes, y al poeta de su tierra, el ritual se complica. Ya no hay encuentro físico, sólo envío, y hasta cabe sospechar que el autor ya no envía sus versos a la persona adulta que una vez fue su amada, sino a la niña que ésta dejó de ser hace mucho. Como es común en las mareas amorosas, hay años que el poeta se cree recuperado y se abstiene de recaer en un ritual que ya no tiene sentido; para volver a él con fervor renovado al año siguiente. Otros, quizá el sentimiento mismo impide que las palabras fluyan adecudamente.

Cuarenta y dos años después de aquel primer encuentro (quizá en el año de la muerte de ella: pero eso no lo sabremos), el poeta baraja la idea de matar la serie y (sólo entonces) convertirla un libro: cuarenta y dos entregas (de varios poemas, algunas de ellas), una por cada año, y un epílogo. Siguiendo la distinción que propuso en otro de sus libros, las cuarenta y dos entregas son canciones, mientras que la composición final es un recitado, un soliloquio. Para que el conjunto funcione, siente preciso rellenar las lagunas ocasionadas por la sensatez o la desesperación: compone, a posteriori, una entrega para los años vacíos.

El resultado se presta, pues, a múltiples lecturas: es la historia de un amor apasionado que no se resigna a morir, pero también el diario (anuario) de un poeta en desarrollo, con instantáneas que nos permiten seguir su evolución y constatar la persistencia, en lo esencial, de su modo de entender (o negarse a entender) el amor y la poesía.

La clave biográfica no aparece explícita en ningún punto. Se desprende, poco a poco, de la lectura de los poemas. (Puede, en ese momento, traer a la memoria las Veinte canciones de amor y un poema desesperado de Neruda, pero hay más similitudes que diferencias: Valorio 42 veces no es, en conjunto, un libro adolescente ni de juventud). En el Libro de conjuros, también de García Calvo, sucede algo similar (la clave que preside el conjunto de los textos queda implícita, dispersa en multitud de indicios). Quizá por esa unidad soterrada son (a mi juicio) los dos mejores poemarios del autor (aunque la fama se la hayan llevado otros también magníficos: las Canciones y soliloquios y el largo Sermón de ser y no ser).

El poema que copio aparece hacia la mitad del libro, pero para mí fue el primero: nunca me había pasado antes que la lectura de los versos me trajera, como un regalo añadido, una música con que cantarlos. En la versión (maqueta superdoméstica) que cuelgo, la canción tiene un encanto añadido: la voz de Ana Leal, tan alejada de los timbres comerciales al uso, pero que se ajusta de maravilla a los recovecos modales de la melodía (y que, por lo que sea, me recuerda aquellas otras voces femeninas, también inusitadas, de la Incredible String Band).

Brinca el arroyo,
murmura en sombra,
sonríe al sol,
pero aquí no hay voz
para cantar.

Ay lino, ay lino,
ay lalá.

Varas de álamos,
floridas mimbres
mi jaula son;
pero no hay gorrión
para cantar.

Ay lino...

Ese sol tierno
también conmigo
que está en prisión,
pero ¿qué canción
sin libertad?

Ay lino...

Fue en este bosque,
la niña blanca
conmigo entró
pero aquí quedó
y ya no está.

Ay lino...

Álamos, nubes,
arroyo, rejas
de mi prisión;
sol y corazón,
sin amor cantad.

Ay lino...

1966


sábado, 26 de agosto de 2006

Valorio (II): No digas que me quieres


Otro de los sonetos juveniles (juvenilísimos) de Valorio 42 veces.

No digas que me quieres, que es pecado
ni que me eres humilde o generosa:
ya ves que sin querer brota la rosa,
sin saber qué hermosura al mundo ha dado.

Ley es que hoy el sol enamorado
entre los peces del azul transite,
ley que hoy el hombre en mí y en ti palpite
y sin saber por qué estés a mi lado.

No sientas miedo, pues, porque me quieres
ni llores por mi ayer o tu mañana,
mas sé desnuda ante mi ruego tierno

porque hoy la raza grita en sus dos seres
orden fatal de ser y a más, hermana,
¡es tan dulce ceder al fuego eterno!


1944


viernes, 25 de agosto de 2006

Valorio (I): En la fugaz derrota de la muerte


Ayer fue día de siembra. Hoy, con una mesa de grabación por delante, cosechamos. Son (serán) cinco poemas de Valorio 42 veces, mi libro de poemas favorito (con diferencia) de García Calvo. Sobre este soneto ya hablamos; llegó la hora de cantarlo (con un polizonte sonámbulo en la guitarra).

jueves, 24 de agosto de 2006

Canción del ser y no ser


Para mí, uno de los mayores placeres del agosto madrileño es poder asistir con regularidad a la tertulia política que García Calvo ofrece los miércoles, a las ocho y media, en el antañón y precario Ateneo. Nueve años, contaba hoy, lleva ya en este empeño, en la más larga estancia que se le recuerda en café o auditorio.

Asistir a varias sesiones permite, además de cazar el hilo, comparar el percal. Hay miércoles expresionistas, desgarrados, como el de hace dos semanas, en que todo se embarulla y bazuca: el maestro, cansado y cabreado, se publica completo, disputas conyugales incluidas, y hay que cazar los destellos (que nunca faltan) entre reproches personales, preguntas balbucientes y respuestas a piñón fijo que no aprovechan las pocas intervenciones salvables. Cuando uno empieza a orientarse, un click interno del orador da por concluida, sin apelación posible, la jornada.

Hay otros, como el de hoy, magníficos. El discurso es el mismo, pero todo ha cambiado: García Calvo se desentiende del reloj, escucha atentamente cada intervención y la dinamita amablemente, trasmite una alegría socarrona e inocente, digna de Sileno. Como el Bob Dylan de My back pages, el mejor Agustín es el que pone en solfa sus propias razones previas, cuidándose y cuidándonos de caer en escolástica alguna. Es vieja afirmación suya que lo real es aquello de lo que se habla, y que no cabe hablar de algo sin trasmutarlo en lo que no era: idea, concepto, palabra, simplificación y falsedad. Hoy, sin embargo, viene a defender que a veces hay que correr el riesgo de hablar de esa verdad que no sabemos, de eso que hay pero está por procesar. Herejía, sin duda. Pero oyéndole es imposible no estar de acuerdo en que para hablar de lo que no existe sólo hay que ser capaz de hacer sentir que, aunque pueda parecer otra cosa, lo que nombramos con negaciones (sinfín, desconocido, indeterminado...) no es una nueva idea más, que venga a enriquecer el vocabulario y con él la Realidad, sino un comando subversivo capaz de sumir en el desconcierto a la cabeza lectora que pretenda interpretarlo. ¿Quién vino? Un desconocido. ¿Qué hay más allá? El sinfín. Intenta hacerte una idea, tranquilizar el miedo al vacío, con esos comodines sonrientes...

Otra corrección a un Agustín previo: el límite entre lo real y lo que no lo es no puede ser propiamente límite alguno, una cuestión de sí o no, sino de más o menos. Hay (y nunca lo celebraremos bastante) una vasta tierra de nadie, indecisa, en la que las cosas están tomando forma, o perdiéndola, sin llegar aún a ser piezas inertes del gran museo. Reino de las Musas, de lo subconsciente: paraíso de la ocurrencia feliz y el ensueño que alguien no real (distinto al durmiente y al personaje del sueño) ve pasar ante sí. Lugar de vida donde las cosas suceden sin plan ni impulso recibido, tierra lisérgica del ritmo que parió todos los números y es por ello independiente de ellos.

Cuando la tertulia termina, tras la sesión más larga que recuerdo, alguien viene a decirnos que nos quedemos: ha venido Amancio Prada y va a tocar algo (pero nadie tiene claro qué). Los cuatro gatos (más bien diez) nos sentamos por la Cacharrería, y el leonés de pelo plateado (que a sus años está como un queso, comentan las féminas) saca la guitarra y un folio, saluda y sin más explicación nos canta una tonada sobre rosas. Pero sé qué son — rosas, canta, y la canción termina sin que tengamos tiempo a aplaudir: García Calvo se adelanta y nos desvela que se trata de un doble estreno. Compuso hace poco la letra y se la envió a Prada, a ver qué hacía éste con ella. Uno aplaudiría entonces, pero no: García Calvo toma por banda la hoja y comienza una durísima negociación con el cantautor sobre el estribillo. Poco a poco vamos comprendiendo: el poema está construido con una arquitectura bien pensada (la poesía, como las Matemáticas, es cuestión de exactitud, dictamina el traductor de Valéry), que va del encuentro con el aroma de las rosas y la turbación que esto suscita a su sucesiva reducción a caso más de algo sabido, realidad, no-pasa-nada: el final de cada estrofa camina hacia el clímax descorazonador (pero sé cómo se llaman... pero sé lo que son... pero sé que son rosas).

Prada no lo ha entendido así. Su versión propone un estribillo fijo, que Agustín oye (y rechaza) como una definición escolar: pero sé qué son: rosas. Creo que Prada no quiere decir eso, pero no acierta a explicarse. (Quizá algo como: pero sé qué son... ¡Rosas!, con una admiración juanramoniana que es una reexposición del objeto, trascendiendo su presunta definición con su misma presencia renovada. Creo. En todo caso, ya digo, no lo explica). Sucede que ese pasaje es para Amancio el hallazgo musical que justifica la canción. Así que concede, a regañadientes, la razón a Agustín, que para eso es el razonador mayor. Pero se resiste a ceder a lo que le parecen prosaísmos del texto: no sólo el verso en pugna, sino otras expresiones que ha sustituido por inconvincentes: corazoncitos, por ejemplo... Así que también hay que negociar cada una de ellas (corazoncitos por corazones, concede el maestro, pero no en singular: su corazón, como quiere el bardo. Prada encuentra imposible cantar algo tan oficinista como por ejemplo —mientras que a Agustín le pirra pervertir esos enlaces lógicos, al modo lucreciano, volviéndolos verso).

El encuentro y desencuentro de los dos artistas y amigos trae a la memoria la definición (que no tengo a mano) de Cioran: la amistad, viene a decir, es una sucesión de dolorosas decepciones, abrazos al vacío, reproches que la grandeza del ánimo silencia para siempre pero van amargando la vida. Es, además, lo más bello del mundo —pero es también lo que el pesimista rumano dice. Todo se entiende y, por eso mismo, tiene difícil remedio: la preocupación del poeta por el sentido, la estructura que no debe desvirtuarse; la libertad del intérprete para hacer canción basándose en un poema pero sin esclavizarse a él. Poema y canción sobrevuelan a los hacedores: pero aún son débiles para vivir sin ellos. Tal vez haya canción —o tal vez el músico nunca llegue a interpretarla sobre un escenario.

Toda la secuencia tiene algo de irreal. Es un privilegio estar allí, pero también tiene algo de voyeurismo: la creación de una obra de arte rehúye lo asambleario, o al menos nos educaron para sentirlo así. A Prada se le siente más incómodo que a García Calvo: después de todo, el poema ya está hecho, y es la canción la que está jugándose su lugar. En un momento, Agustín se emociona y dice que es como volver a 1967 o 68, cuando Chicho Sánchez Ferlosio y él daban forma a las canciones que después se han hecho eternas (y uno las enumera mentalmente: El mundo que yo no viva, Sólo de lo negado...). No sé si a Prada esa comparación que le borra y en cierto modo sustituye por un fantasma (o, peor aún, le vuelve sustituto, por aquilatar, del amigo muerto) puede, honrándole, dejar de dolerle. Si es así, el maestro no se da cuenta, y su emoción hace perdonable la posible falta de tacto. (Si sólo yo la percibo como tal, shame on me!)

Al final hay algo que me implica: algunos amigos quieren que Prada escuche ciertas versiones musicales inéditas de los versos de Agustín. Lo confieso: yo he perpretado más de una (y colaborado en el aderezo de otras). Me parece un abuso de confianza (más teniendo en cuenta el ambiente incierto, la falta de consenso sobre la canción que nos ha dejado sobre la mesa), pero también es cierto que ocasiones así no se repiten. No he traído mi guitarra y jamás me atrevería a poner un dedo sobre la del leonés (que, por cierto, toca como Dios), y menos en estos días de desánimo, pero las circunstancias me salvan: una buena amiga canta a cappella un par de estas tonadas, que placen al bardo. Pienso en Alfonso, el autor de una de estas melodías, que no está con nosotros para vivir el momento: se mató hace unos años, pero nadie lo dice, quizá por evitar el patetismo. Poeta y músico comentan que son canciones con aire popular antiguo, casi medieval. Alguien se ofrece para servir de intermediario y pasar otro día una grabación a Amancio. Veremos.

miércoles, 23 de agosto de 2006

Educación (I): atención a la diversidad


El barón no quería que yo fuese al colegio. Acostumbraba a decir:

—Nuestros maestros son aprendices de hechiceros, se pasan todo el tiempo deformando las mentes, hasta que el corazón muere de sed. Cuando han logrado esto, declaran a sus estudiantes listos para entrar en el mundo.

Por tal motivo, jamás me facilitaba libros que no hubiese escogido cuidadosamente entre los volúmenes de su biblioteca y sólo después de haber averiguado, en cada caso, el estado de mi sed de conocimientos. Pero nunca me preguntaba para saber si en verdad los había leído.

—Lo que tu mente quiere que se grabe en la memoria, lo retendrás, porque ella hace, al mismo tiempo, que halles placer al hacerlo —era su máxima predilecta—. Pero los maestros de escuela, sin embargo, son como domadores de fieras; para uno lo único importante es que los leones salten a través de un aro; el otro pasa todo su tiempo enseñando a los muchachos que Aníbal, lamentablemente muerto, perdió el ojo izquierdo en las Lagunas Pontinas; aquél convierte a un rey del desierto en payaso de circo; éste, una flor divina en un ramillete de perejil...

Tal el estilo que sostendrían los caballeros en aquella ocasión, porque oí decir al capellán:

—Yo tendría miedo de dejar que un muchacho fuese arrastrado a la deriva por la corriente, como una embarcación sin timón. Estoy seguro de que naufragaría.

—¿No naufragan acaso los más de los hombres? —exclamó el barón con excitación—. Mirado desde un elevado punto de vista, ¿acaso no ha naufragado aquél que, después de pasar su juventud tras las ventanas de una escuela, se hace, por ejemplo, jurisconsulto, se casa para trasmitir por herencia su amargura a sus hijos, luego enferma y muere? ¿Cree usted que ése es el fin para el cual creó su alma el complicado mecanismo que llamamos cuerpo humano?

—¿Adónde iríamos a parar si todo el mundo pensara como usted? —objetó el capellán.

—¡Pues al estado más bendito y maravilloso que podemos imaginar para el género humano! Cada uno de nosotros se desarrollaría de diferente manera, no habría quien se pareciera a otro, cada cual sería un cristal, pensaría y sentiría en colores e imágenes diferentes, amaría y odiaría distintamente, tal como su espíritu quiere que haga. Eso de que todos los hombres son iguales debe haberlo inventado Satán, el enemigo de todas las diversidades de colores.

(Gustav Meyrink, El dominico blanco,
tr. de Jorge A. Sánchez, Barcelona: Abraxas, 2003, pp. 61-2)

lunes, 21 de agosto de 2006

Psicodelicias




Youtube sigue muda sobre Hilario, del que tampoco se encuentran videos en la Mula sabia. Habrá que ver si aparece algún alma dispuesta a volcar alguna actuación suya de la tele al ordenador, y de ahí al ciberespacio.

Entretanto, de mostrar (délomai) el alma (psyché), o sea, de psicodelia, Youtube sabe un rato. Aquí van dos muestras del pop psicodélico inglés, comercial y sin embargo, o sin embargo comercial. James Hillman, el psicólogo posjunguiano, traza en sus escritos una raya entre el espíritu (soul) y el alma (psique): sin entrar en más honduras, en el terreno pop la distinción está bien motivada. Nada tienen estas canciones de la sudorosa (y a veces sobreactuada) visceralidad del soul. En cambio, el alma, como buena mariposa (la palabra psyché decía ambas cosas en griego), da aquí testimonio de las mudanzas y maridajes imprevisibles que son su seña: por ejemplo, ese cantante a lo Nino Bravo (¡o Rafael!) cantando sobre gong y vibráfono, o las inflexiones eclesiásticas del Hombre de Mollete. Delicias para paladares inocentes, o estragados —absténganse los términos medios.






domingo, 20 de agosto de 2006

El acordeón volatinero

O el Vals de Amèlie por las lindes de la Casa de Campo...



(ojo: dura sólo dos minutillos. El resto es oscuridad y silencio —o no.)

viernes, 18 de agosto de 2006

Sueños

José Omar Torres, Sueño de verano

El sueño, turno nocturno
donde se estudia la vida,
soledad correspondida,
academia de Saturno
donde el ángel taciturno
nos enseña lo vedado:
novedades del pasado,
futuro de lo imposible.
Inmediato, lo invisible
anega el ojo sellado.

El joven Machado escribió que de toda la memoria sólo vale / el don preclaro de evocar los sueños. El maduro, por boca de Mairena, desmintió la noción y abogó por la lucidez, quizá por asco de la greña surrealista. Mortal y rosa, de Umbral, se abre también con una condenación de los sueños, viscosidades sin arte ni propósito.

Como confeso onirómano, puedo decir que entiendo estos desmentidos, pero sólo porque he soñado con ellos. Es, más que un ensueño, una secuencia recurrente dento de varios. Tengo acceso a un periódico, un libro, e intento vorazmente leer lo que allí pone para recordarlo cuando despierte. Entonces, las letras comienzan a bailar, y se hace dolorosamente obvio que allí no pone nada: es sólo un revoltijo u hormigueo de signos, prestos a parecer cualquier cosa, pero carentes de metro o entraña.

Un sueño personal, sin duda. Un buen amigo, más afortunado, tuvo la suerte de soñar una canción, y recordarla (letra y música) cuando despertó. Hay canciones así, aunque no muchas. En lo que algún día grabamos la suya, me apetecía hacer una lista de canciones oníricas, que hablan del sueño o (mejor aún) lo recrean. Se admiten (¡se esperan, golosamente!) addenda & corrigenda. (Des)ordeno por alfabética.

Antonio Carlos Jobim - Vivo sonhando
Beatles - I'm only sleeping
Camarón de la Isla - La leyenda del tiempo
Chordettes - Mr. Sandman
Everly Brothers - All I have to do is dream
Javier Álvarez - La madre de Fabián
Kevin Ayers - Wot a dream
Mama Cass - Dream a little dream of me
Nacho Vegas - La canción de la duermevela
Pink Floyd - Julia Dream
Silvio Rodríguez - Sueño con serpientes
Soft Machine - Why are we sleeping?
21 japonesas - En sus sueños

jueves, 17 de agosto de 2006

Al final de este viaje (Hilario Camacho)


No Videos found for 'Hilario Camacho'
. El oráculo YouTube confirma lo que sospechaba: Camacho (como Javier Bergia) llevaba tiempo fuera del círculo in (interno, infame, infermo) de la música populachera. Esto le honra, pero no le habrá ayudado a vivir sus últimos años. Ahora que se lo lleva la Parca, sus canciones quedan abandonadas a sus propios recursos, que no son pocos. La gente recuerda Tristeza de amor y Cuerpo de ola (esa oda-denuncia del incesto padre-hija), por lo televisivo y morboso, respectivamente, pero no hay quien se salte otras muchas: Como todos los días (estupenda foto de época), Los cuatro luceros (que no muleros), Madrid amanece (pero no hay nadie que lo reciba en su boca). En la ensalada musical, Camacho salía ganando cuando arrojaba sin miedo un chorro de vinagre blusero o decepción vital; cuando trata de ser quedón o marchoso, o tierno al estilo Cómplices, resulta un tanto sacarinado. Mientras el nombre descansa en paz, es de esperar que sus canciones sigan dando guerra. Gracias por ellas.

(Parece que Hilario tenía ya acabado, o muy avanzado, un nuevo disco. Esperemos que vea la luz.)

sábado, 12 de agosto de 2006

La historia secreta del ratón Pérez


Nunca me han caído simpáticos. Comencé este blog hablando (mal) de ellos, y más de una vez me sorprendo silbando aquello de

Como eres pequeña y fea
y con malas intenciones,
te untas el culo con queso
pa que acudan los ratones.

Músicas ratoneras aparte, el último libro de José Manuel Pedrosa, encantador como todos los suyos, viene a reconciliarme con este animalejo, recordándonos que la simpatía por él (o al menos el deseo de propiciarlo) es cosa antiquísima y popular. Decir diente de ratón es decirlo de hierro, de oro, diamante. Un diente perenne, tan tozudo como el burro. Nosotros, tan dados a tropezar con la misma piedra (y, a la mínima, dejarnos los dientes) querríamos tomarle prestado al roedor (y al agua) esta paciencia implacable que erosiona y horada, haciendo trizas el obstáculo. Aunque el descontento popular tome, en ciertos momentos cumbre, la apariencia de un maremoto, su forma cotidiana es esta resistencia sorda, este poner chinitas en el camino de la máquina y cruzar los dedos en cada juramento de sumisión y amor al Poder. Más que cualquier recambio ideológico, la esperanza popular reside en que la maquinaria de la represión (y la reprensión) esté secretamente reblandecida por la poca fe de los que la engrasan. Cierto que este mismo escepticismo vuelve más flexible y audaz a un imperio (no a otra cosa se debe, según el buen Agustín, la cosmocracia de Occidente: a ese misma capacidad para maldecir de sí mismo que otros creen señal de decadencia), pero en el día a día es él quien vuelve vivible la tutela del Estado y sus paráfrasis. Atrapados en el queso, la vista se solaza descubriendo las galerías secretas por las que cabe aún moverse, haciendo camino machadiano cuando uno se da de bruces con lo desconocido (o al menos lo olfatea) y muerde con todas las ganas. Comerse el mundo, que lo llamaban. Non serviam -sed edam.

Nada de esto viene en el libro de Pedrosa: pero a estas cavilaciones y otras anima su persecución insaciable de la historia —él la llama mito— del ratón de los dientes. De entre todas las historias rituales, yo me quedo de momento con ésta en que el ratón deja paso a la gallina:

En los pueblos Djerma-Songay, cuando a un niño se le cae un diente, se le recomienda que lo guarde debajo de la almohada (...) Si se despierta en la madrugada, verá cómo, al primer canto del gallo, el diente se transforma en una gallina blanca (p. 105).

lunes, 7 de agosto de 2006

Forever Changes


Se nos ha muerto Arthur Lee, el negro de alma púrpura que supo fijar en un álbum el cambio perpetuo. El final de los 60 fue una encerrona de cuidado. Si Barrett tomó la vía del psiquiátrico, Lee transitó por el callejón (muy americano él) de las armas de fuego y las cárceles ahítas de negros. Volvió a los escenarios con el tiempo justo para reinterpretar su juventud y apurar los aplausos que merecía. Una frase de las suyas vale un libro: The news today will be the movies of tomorrow. Creo que este guitarrista anónimo, sin discurso ni lentejuelas, le hace el mejor homenaje disponible.


domingo, 6 de agosto de 2006

Cementerio marino


Sabiendo que estaba ahí la de Guillén, tenía mis dudas sobre la oportunidad de una nueva traducción de El cementerio marino, de Valéry. La edición bilingüe que nos ofrece ahora García Calvo (Lucina, 2006) tiene un planteamiento totalmente nuevo, y en ese sentido puede convencer o no, pero no resulta redundante. Interpreta Agustín que el (en)decasílabo francés (10 + 1) no es en realidad tal, sino un verso compuesto formado por dos hemistiquios irregulares, uno de cuatro sílabas y otro de seis. Es decir (y así lo edita):

Ce toit tranquille,
où marchent des colombes


entre les pins
palpite, entre les tombes;

Midi le juste
y compose de feux


la mer, la mer,
toujours recommencée:


ó recompense
après une pensée


qui'un long regard
sur le calme des dieux!,

vertiéndolo en una combinación de pentasílabo y heptasílabo castellanos, en la que la rima consonante del original (para la que no tiene en el prólogo palabras muy amables) se pierde casi por completo (sólo se conserva, convertida en asonancia, en los versos tercero y sexto):

Tranquilo techo
por donde andan palomas,

entre los pinos
palpita, entre las tumbas;

la mar, la mar,
siempre vuelta a empezar,

la amasa en lumbres
Mediodía, el gran justo:

¡ah, paga buena
tras un razonamiento

larga mirada
sobre dioses en paz!

Enorme poema, en cualquier caso, sobre el que la ocasión invita a volver. Que lo disfruten.

viernes, 4 de agosto de 2006

Tradición popular punto cero


...y será cosa bien sabida, pero yo no he caído en ella (y por indicación de otros) hasta hace bien poco. Me gustaba pensar (y es verdad —pero muy parcialmente) que la tradición popular fluía, siempre distinta y la misma, desde los primeros vislumbres conservados hasta ahora mismo, con casos como ese ripio (Amor loco: yo por vos y vos por otro) que uno encontró primero en las carpetas de los alumnos y sólo después en Margit Frenk. Sin embargo, reciente la experiencia de haber recopilado las coplas populares de Navalmoral (que con un poco de suerte verán la luz en septiembre) y también la lectura de los villancicos medievales editados por Frenk, Beltrán y otros, la diferencia es innegable: desde el Barroco, parece, todo ha quedado inundado en sal, todo (o casi todo) es culto a la agudeza, el conceptismo y el desaire: Cuando quise no quisiste / y ahora que quieres no quiero: / pasa las penas de amores, / que yo las pasé primero. Hasta la métrica cambia, con esa dictadura de la copla y la seguidilla, a una u otra de las cuales (ventajas de la producción en serie) se ajusta casi cualquiera de las músicas de ronda que corren. El enigma y la delicadeza de los villancicos, la armonía perfecta de las cantigas de amigo, sólo por excepción se asoman a la musa popular moderna. Se me dirá que la comparación es injusta, que de todas formas la sal también tiene su gracia, y que no faltan atisbos de misterio y delicadeza en esta tradición reciente. Todito lo concedo —pero qué poco consuela.

(Desotra tradición que se fue, un par de ejemplos, por si dieran una idea de lo que quiero decir.

Ya florecen los árboles, Juan,
mala seré de guardar.

Ya florecen los almendros
y los amores con ellos,
Juan;
mala seré de guardar.

Ya florecen los árboles, Juan,
mala seré de guardar.

*

A mi puerta nace una fonte,
¿por dó saliré que no me moje?

A mi puerta la garrida
nace una fonte frida
donde lavo mi camisa
y la de aquél que yo más quería.
¿Por dó saliré que no me moje?
)