jueves, 2 de febrero de 2006

El origen de un mito



A veces ocurre, raramente, que se tiene la ocasión de presenciar en vivo la transformación de un acontecimiento en mito. Poco antes de la última guerra, el folklorista rumano Constantin Brailoiu tuvo ocasión de hallar una admirable balada en un pueblecito de Maramuresh. En ella se habla de un amor trágico; el joven prometido había sido hechizado por un hada de las montañas y, pocos días antes de su matrimonio, el hada, celosa, le había arrojado desde lo alto de unas rocas. Al día siguiente, los padres habían encontrado su cuerpo y su sombrero enganchados en un
árbol. Trasladaron el cadáver al pueblo, y la joven llegó a su encuentro; al ver el cuerpo inerme de su prometido entonó un canto fúnebre, lleno de alusiones mitológicas, texto litúrgico de una nostálgica belleza.

El folklorista, al registrar las variantes que había podido recoger, se interesó por la fecha en que había ocurrido la tragedia: le respondieron que se trataba de una historia muy antigua, que había ocurrido “hacía mucho tiempo”. Pero, prosiguiendo su
investigación, el folklorista averiguó que el suceso databa de cuarenta años antes. Acabó incluso descubriendo que la heroína estaba viva todavía. Fue a visitarla y escuchó la historia de su propia boca. En realidad era una tragedia bastante trivial: su novio, por un descuido, cayó una noche por un precipicio; no murió al instante; sus gritos fueron oídos por unos montañeses que le transportaron al pueblo donde falleció poco después. Durante el entierro, su novia, junto con otras mujeres del lugar, había repetido las lamentaciones rituales acostumbradas sin hacer la menor alusión al hada de las montañas. Así habían bastado unos cuantos años para que, a pesar de la presencia del testigo principal, el acontecimiento se viera desprovisto de toda autenticidad histórica, para transformarse en un relato legendario: el hada celosa, el asesinato del novio, el descubrimiento del cuerpo inerme, el lamento, rico en temas mitológicos, de la prometida.

Casi todo el pueblo había vivido el hecho auténtico, histórico, pero ese
hecho, en tanto que tal, no les satisfacía: la muerte trágica de un joven en la víspera de su boda era algo diferente a la simple muerte por accidente; poseía un oculto sentido que sólo podía revelarse una vez integrado en la categoría mítica. La mitificación del accidente no se había limitado a la creación de una balada: se contaba la historia del hada celosa aun cuando se hablaba libremente, “prosaicamente”, de la muerte del novio. Cuando el folklorista llamó la atención de los habitantes del lugar sobre la versión auténtica, éstos le respondieron que la vieja, en su dolor, había olvidado, que casi había perdido la cabeza. El mito era el que contaba la verdad: la historia verdadera no era sino mentira. El “mito” no era, por otra parte, cierto más que en tanto que proporcionaba a la “historia” un tono más profundo y más rico: revelaba un destino trágico.

(Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Madrid: Alianza, 1972, pp. 49-51).

¿Cuál es el origen de la balada? ¿Recibe su significado de los hechos 'reales' de los que parte o de la distorsión mitificadora que se ha desarrollado a su costa?

Para Eliade (reverso de los evemeristas) el origen 'histórico' de cualquier leyenda, mito o ritual (el Arturo o el Agamenón históricos, si los hubo; la cena que, reentendida a la luz de los acontecimientos, se convirtió en la Última Cena) es accesorio. El verdadero sentido de los mismos reside en la manera en que responden a un tipo o arquetipo ahistórico.

No se trata de algo previo, anterior en el tiempo contado, sino exterior al mismo, situado in illo tempore, en un tiempo 'exterior' o sagrado que se renueva cada vez que se vuelve a contar un mito o a realizar un ritual. Salustio el neoplatónico apunta a lo mismo al decir de los mitos que «estas cosas no sucedieron jamás, pero son siempre». En fin (la antropóloga Penélope Ranera dixit), cada vez que ponemos en marcha el video o entramos en un cine o un teatro estamos ante un 'tiempo' que se actualiza pero que no 'ha pasado' definitivamente nunca.

Cualquier suceso puede cobrar significado trascendente, sacralidad, si se ve obligado a bailar al son de una coreografía mítica.

Sucede que este fenómeno está también detrás de algunos de los padecimientos más siniestros de la gente desde que hay mundo y tiempo. Recuérdese el aforismo: «No dejes que la realidad te estropee una buena noticia» y nótese lo cercano que está al proceso descrito por Eliade.

Imaginemos un pueblecillo (lo vamos a hacer también rumano) con malas cosechas, y niños malnutridos que mueren. Imaginemos a la misma viuda, ya un poco chocha, que vive retirada. Imaginemos que la gente empieza a murmurar que, con su vida rota, aislada de los demás del pueblo, la viuda se ha ido convirtiendo en alguien a quien se le ve poco y que tiene una mirada rara. Imaginemos, en fin, que la gente empieza a especular sobre los poderes de esa mirada, y lo pone en relación con lo que sucede. El hada mala no sólo mató a su prometido: es evidente que ha maldecido a la viuda, y la ha convertido en una bruja, una envidiosa. En algún momento de especial angustia (la muerte de un varón recién nacido), los ánimos se encrespan y los aldeanos van hasta la cabaña a dar su merecido a la bruja.

Otra imaginación, más lejana en el tiempo y con nombres propios. Atenas, siglo V. La guerra con Esparta ha ido todo lo mal que podía ir. La gente murmura que toda la culpa la tienen los sofistas, esos tipos que han enseñado a los jóvenes a pensar mucho y obedecer poco, a justificar cualquier cosa y a no respetar las leyes y principios heredados. La mayor parte de los sofistas no están a mano, o son intocables por una u otra razón. Pero está un tal Sócrates que parece tener más delito que nadie: por de pronto, si los otros son extranjeros, Sócrates es ateniense, y debería obrar como tal y no como adepto de modas extranjerizantes; además, los otros cobran por sus enseñanzas, pero el tal Sócrates anda soltando sus monsergas a todo aquel que quiera oírle, y su influencia nefasta se expande no sólo entre las élites, sino por todo el pueblo llano. Finalmente, surgen voces que sugieren que es hora de que este tipo pague por lo que ha pasado. Lo llevan a juicio, y en vez de declararse culpable, el tipo se reafirma en sus posturas y hasta dice que el Estado debería mantenerle a perpetuidad por sus buenas acciones para con el pueblo.

Y como no importan los hechos, sino lo que necesitamos ver en ellos para ponerlos en relación con arquetipos (aquí, el del farmakós o chivo expiatorio), ale a la hoguera o a la cicuta con la viuda y con Sócrates...

Una suerte que Platón dedicase su vida a no dar por buena la versión 'mitologizante' de la muerte de Sócrates; que en época de la caza de brujas hubiera algunas voces que pusieran en duda la realidad literal de los vuelos mágicos, los aquelarres y el mal de ojo.

2 comentarios:

Joselu dijo...

Esta es la dualidad del mito. Su origen es accesorio pero se convierte en mito por su repetición, su retorno cíclico, su representación continuada Sin duda, la visión moderna es profundamente desmitificadora y esto es bueno. Pareces inclinarte por esa necesaria desmitificación que tergiversa la realidad y se convierte en peligrosa, opresiva, amenazante... Sí, es cierto, pero ¿qué sería de la literatura sin los mitos? Por otra parte, son peligrosos. Pienso en esos mitos, tan dañinos, de las patrias puras, contaminadas por la agresión y presencia extranjera. Lo que menos soportan los partidarios de la mitificación patriótica es que se desvele la mitología de la tribu. Un buen cómico, Albert Boadella, se ha centrado en la desmitificación de su tribu. Es un personaje odiado por los puristas (que son muchos) Hoy voy a ver una obra suya. Ya hablaremos de ella. Los mitos son hermosos como historias, y son interesantes siempre que no sobrepasen cierto nivel. Estoy dividido porque por un lado veo su belleza como relato, pero soy consciente de lo que refieres.

Al59 dijo...

Así es. Yo soy decididamente mitófilo, pero no mitómano ni mitólatra. Conservo la esperanza junguiana de que la consciencia de lo arquetípico nos permite un margen de actuación, de distancia; en cambio, la ignorancia nos pone en manos del material mítico, que nos maneja sin que seamos conscientes de ello. El ejemplo del nacionalismo es claro: si esta gente fuera consciente de que confunde mito e historia, nos ahorraríamos muchas de sus pamplinas. (Boadella, desde luego, es un crack. Sus memorias son, quizá, las mejores que yo haya leído.)