martes, 28 de febrero de 2006

Y tiro porque me toca


1. He vuelto a nacer: tras el riesgo de muerte, accidental o buscada, la euforia: lo que no me mata, me hace más fuerte (Nietzsche). El peligro nunca sienta mal. Quien se expone al peligro, torero, deportista, corresponsal de guerra, no busca quedar inválido o agonizar dolorosamente, sino coquetear con la Parca, bailar en la cuerda floja y salir indemne, ver, vencer y aparecer renovado. Muerte falsa, simple amago. (Incluso el suicida fantasea con una vida segunda, espectral, en la que valida sus puntos de vista, asiste a la desesperación de los que en vida le ningunearon o tomaron en broma sus proyectos, presencia emocionado su propio elogio fúnebre. De personaje ha pasado a espectador y guionista, que contempla el tinglado del mundo desde el graderío.)

2. Jubileo: desde antiguo, el mito y el rito prescriben que el rey sea sacrificado, que muera. Pero muere para renacer: jubila su antigua piel, su pasado, para reaparecer impoluto, más fuerte y capaz para ejercer su cargo. Aún hoy, necesidad periódica de que partidos, gobiernos o particulares sufran saludables depuraciones o catarsis, purificaciones en las que, mediante dimisiones, cabezas cortadas, admisiones de culpa, compensación a las víctimas, se pretende quedar desvinculado de las culpas y errores pasados. Si tu ojo te ofende, arráncatelo. Alemania pide perdón a los judíos; la Iglesia pide perdón por haber condenado a Galileo y apoyado a sangrientos dictadores. Amores reñidos son los más queridos. Los amantes entonan el mea culpa y se funden en un abrazo apasionado tras la disputa.

3. La concha: cuando Crono castra a su padre Urano con una hoz, el pene cae al mar, y de su sangre y semen surge la espuma. De esa espuma nace Afrodita, don de la espuma, marinera sobre una concha. Pero la concha es un símbolo del sexo femenino: en el español de América, la metáfora se ha lexicalizado. Complejo de símbolos: el mar, la concha, son femeninos; el pene, la sangre, la espuma, son masculinos. La entrada de lo masculino en lo femenino produce sangre (rotura del himen), y el pene, que entra pleno, sale reducido, desangrado, tras arrojar su semilla (latín semen). Valoración de la castidad en la idea de que todo derramamiento de semen es una pérdida de vitalidad —pero sin ella no cabe placer ni concepción. La concha: símbolo de nacimiento. Los peregrinos la llevan por ello: desean renacer, tras el largo viaje. En cuanto a que la sangre sea fecunda, la metáfora bárbara perdura: de cada muerte heroica o trágica (víctima del terrorismo, por ejemplo) se espera que no sea en vano, que dé frutos, que al menos sirva para algo. Tanto el acto de derramar sangre como el de derramar semen se conciben, en extremo, como siempre fecundos: por cada gota, un fantasma vengador o un hijo de Lilith.

4. Arte de morir. Desconfianza del primer nacimiento, que es sólo provisional, imperfecto: el niño llega manchado de animalidad, de sangre materna, de antepasados prehistóricos (pecado original, paganos, moros), de sobre- o infrahumanidad. Necesidad de un lavado (bautismo), segundo nacimiento cultural, que con frecuencia va unido a la imposición de un nombre y a la inclusión en el catálogo de una determinada comunidad. Bautismo de agua, que lava, pero también de fuego, que quema: las diosas intentan hacer inmortales a los niños quemando su parte mortal, pero se dejan un talón... Provisionalidad de cualquier rito de esta especie, necesidad de pasos ulteriores: la inicación en el paso de la niñez a la condición adulta, el golpe que hace sangrar, las condiciones durísimas, el deber de derramar sangre (el servicio militar, manejo de armas fálicas, matar a un hilota, cazar, violar a una doncella, irse por primera vez de putas y prepararse para el matrimonio, matar al dragón que ha devorado al iniciando desde dentro de su tripa: practicar la propia cesárea para matar a la madre segunda y re-nacer). Y peor aún: el proceso sólo es perfecto con la propia muerte, en que uno adquiere verdaderos límites (principio y fin, fechas de nacimiento y muerte) y cabe ya hacerse una idea completa de lo que ha sido. Desconfianza apotropaica contra la inclusión en vida en enciclopedias, los homenajes, etc.

5. Tablero de ajedrez. La muerte, que es negra (la noche que se traga al sol, los ojos cerrados de los muertos), es blanca (los huesos del esqueleto, la mortaja blanca, la muerte como lavandera, como expiación de las culpas que son manchas que hay que borrar), y eso la hace semilla de vida: página en blanco, papel reciclado, enfalograma plano, tabula rasa.

6. Blanca Navidad, Semana Blanca, Semana Santa. Los entresijos del calendario litúrgico son extraños: si Dios nace niño en el solsticio de invierno (por razón simbólica, que no histórica), es porque debería haber muerto inmediatamente antes. Pero se prefiere matarlo unos cuantos meses más tarde (¿tal vez el Evangelio sí fecha claramente esto?), de modo que haya dos nacimientos: el natural, que coincide con el tocar fondo del sol (sólo queda revivir en adelante), y el sobrenatural (Resurrección), la salida a superficie más o menos por primavera. En el tiempo lineal, la Segunda Venida sólo queda esbozada: habrá otra al final de los tiempos, más vistosa y definitiva, que implicará la muerte del mundo, del tiempo. Para más inri (y nunca mejor dicho), todo el juego una vez más por Carnavales, con el rey payaso víctima de improperios populares.

7. Parricidio. El rey viejo que muere para que nazca otro suele resistirse: así, la identidad funcional de ambos se ve oscurecida por la idea de una usurpación y la fantasía de un cambio radical (nueva distancia, orden nuevo, progreso). Cuando nace Cristo, se oye voz de que Pan ha muerto: muere el paganismo, se espera que muera Roma, la Bestia, el Anticristo, el Señor de este mundo, Satán (pero bien sabemos que, muy al contrario, la Iglesia heredará lo heredable del Imperio y lo mantendrá, en lo posible, en pie: la pedrada iconoclasta devendrá piedra angular del edificio). Con todo, la anagnórisis: cuando muere el villano, Darth Vader, se desvela que era el padre del héroe. Girard: en la venganza, uno se descubre poseído por el mismo demonio de la violencia que animó al agresor y tomó su forma.

lunes, 27 de febrero de 2006

Se apunta a todas las mascaradas


Esta historia sucedió en Hurepoix, cerca de Arpajon. Yo estaba todavía en la adolescencia pero tenía ya la curiosidad de un viejo investigador y quería saberlo todo acerca del Diablo de los campos.

Tras haber atormentado alegremente a un personaje de paja llamado
Bineau, mis compañeros me convencieron para ir a beber la última botella a la casa de uno de ellos. Éramos cinco y nuestros rostros estaban cubiertos con grotescas máscaras. El que había hecho la invitación fue a buscar el aguardiente, puso cinco vasos sobre la mesa y los llenó hasta el borde.

Nos levantamos las máscaras para beber y cada cual cogió su vaso, pero sobre la mesa quedó uno que nadie reclamó.
Sorprendidos, nos contamos. ¡No éramos más que cuatro!

A petición del más avisado de nosotros, que se había puesto súbitamente pálido y grave, volvimos a colocarnos las máscaras y, sin posibilidad ninguna de duda, volvimos a ser cinco. Nos quitamos de nuevo las máscaras y otra vez volvimos a ser cuatro.
—Vayámonos enseguida... Él está aquí... El quinto es Él... —murmuró con voz apagada el que primero había sospechado.

Así tuve, muy joven aún, la revelación de que el Diablo se apunta a
todas las mascaradas.

[Claude Seignolle, Los evangelios del Diablo, Barcelona: Crítica, 1990, tr. A. López Tobajas y M. Tabuyo]

domingo, 26 de febrero de 2006

El Santo Grial


Si pudiera, la reverencia detendría mis dedos. ¿Por qué sumar una sola palabra, irrelevante e indigna, a lo ya dicho? Alguien (quizá la soberbia) responde. Toda la grandeza del Grial estriba en su capacidad para seguir sumando palabras, produciendo sentido. Lo que el Grial logre ser para nosotros, a través de nosotros, nos incumbe fatalmente. Toda su historia es ahora (en quien la lea y medite) o no es. Pasará por nuestras manos, declarado u oculto, a otras mejores —o seguirá la suerte del flogisto, Cartago y otras maravillas muertas.

Sólo su capacidad de seducción impide que los símbolos tornen (Pistorius) arqueología. Seducidos por Chrétien, Malory, Steinbeck, Boorman, nuestra labor es (ni más ni menos) que estos textos sigan encontrando lectores, que nuevos jugadores encuentren aún la puerta abierta. No es baladí. Un ejemplo: si no fuera por Jerry Garcia, que se encargó de localizar las últimas copias supervivientes y supervisar su montaje, la versión cinematográfica de El manuscrito encontrado en Zaragoza, fracaso comercial, sería hoy sólo recuerdo y anécdotas. ¿Cuántas películas de la era del celuloide estarán en el mismo trance?

El Grial: quizá una metáfora de la tradición misma, lo que en el fondo se está trasmitiendo, aunque nunca se acabe de saber qué es. La definición, sagrada, de Borges: el arte como inminencia de una revelación que nunca llega a producirse.

sábado, 25 de febrero de 2006

Ubi sunt?


Where have all the flowers gone
long time passing?


Aroma de familia. El ubi sunt («¿dónde están...?») resume todas aquellas preguntas a las que tan aficionados son los poetas: «¿qué era lo que fue?», «¿dónde están las nieves de antaño?», «¿dónde los que antes que nosotros vivieron?»...

Preguntas retóricas, suele decirse: interrogantes que no se plantean por legítima curiosidad, esperando el que el oyente la satisfaga, sino con la intención de traspasarle un incordio. Preguntas cuya respuesta no sólo conoce ya el poeta, sino que conoce, de algún modo, demasiado bien...

La respuesta al ubi sunt es la muerte, que por consabida se elide, como jugada obligada: un jaque mate que el autor se ahorra detallar.

¿Sencillo? Quizá demasiado.

En poesía nombrar algo, aunque sea para declararlo ausente, es una acción sin vuelta de hoja. Ya no hay locos: y el escenario se llena de negativos de locos, de ausencias perfectamente características. Aquello por lo que se pregunta está aquí y ahora: la pregunta lo invoca y lo establece. Ni siquiera es infrecuente que aquello cuya pérdida se deplora acabe de nacer, fruto de la invención. (Piénsese en un bardo de El Señor de los Anillos de Tolkien, ejercitando el ubi sunt a cuenta de unos personajes cuyo único papel en la obra es posar de recién muertos; o en tantos poetas que cantan el recuerdo de lo no vivido).

Por otra parte, ¿no parece que esos muertos por los que pregunta el ubi sunt fueran siempre los mismos? Casi ya íntimos nuestros, fantasmas familiares, un ejército en el que sólo cuentan las bajas. ¿Dónde están? pregunta alguien, y uno ya sabe que preguntan por los de siempre, que siguen sin irse del todo.

Los muertos de verdad son inasibles; no así su imagen perpetua: el depósito, su residuo siempre vivo, el ejército de Harlequín, la Chasse Galerie, la Santa Compaña...

En las historias de fantasmas un tema recurrente es el deseo eternamente insatisfecho: la autoestopista está siempre regresando a su casa, la Llorona busca a sus hijicos perdidos... Estos muertos aman de verdad, esperan de veras que pase algo: qué semejantes a eso mismo que en nosotros ama y espera, y que nunca se da por satisfecho, aunque se embriague todo el tiempo con vislumbres. La misma Voluntad schopenhaueriana que anima a esos fantasmas nos anima a nosotros: los hemos hecho a nuestra imagen, o será que al descarnarnos un instante nos reconocemos fantasmales. ¿Dónde están? Nunca se han ido. No se lo digas a nadie, pero somos nosotros. Yo mismo (¿como tú?) soy uno de ellos.

viernes, 24 de febrero de 2006

Se lavaba con rosas las manos

(Dante Gabriel Rossetti, Joli Coeur)

Se lavaba con rosas las manos
—por eso, tal vez

aquel husmo tan dulce en su sangre,

un rastro de jabón en sus espinas

que al tiempo de rajarte te lavaba

de pronto el corazón, y estabas muerto

como un mal pensamiento en la dulzura

recóndita y feroz de su saliva.

jueves, 23 de febrero de 2006

A la vuelta de esta hoja


Hemos ido deslizándonos tiempo adelante. Podría atender esta llamada perdida, el mensaje de este amor de cuando niño que es ya amor al niño que fui y que tú ayudaste a matar —pero antes preferiría cortarme las uñas o (por qué no) los dedos. Deslizarte, mejor, estos versos, entonando a Soft Machine (dedicated to you but you weren't listening) y sabiendo que, al menos, no me lees.

Cosas que pudieron ser:
arte y parte, sol y cuna,

troche y noche, sal y canto,
suma y siega, tú y yo.


miércoles, 22 de febrero de 2006

Alejandro y familia


Para Jolly Roger

El rey Alejandro, cuando guerreó y se apoderó de todos los reinos del mundo y temblaba ante él todo el mundo habitado, llamó a los magos y les preguntó: «Decidme vosotros que poseéis las escrituras del destino, ¿qué puedo hacer para vivir muchos años, para disfrutar el mundo una vez que lo hice mío por completo?». «Mi rey, así vivas muchos años. Grande es tu poder», respondieron los magos, «pero lo que ha escrito el destino no puede borrarse. Sólo hay una cosa que puede hacer que disfrutes tu reinado y tu gloria, a saber, que quieras volverte inmortal para vivir lo mismo que las montañas. Pero es difícil, muy difícil». «No os pregunto si es difícil, sólo si hay algún modo», dijo Alejandro. «¡Ay, mi rey, conforme a lo que mandas está el agua de la inmortalidad, que aquel que la bebe no teme la muerte! Pero quien vaya a cogerla debe pasar entre dos montes, que continuamente chocan el uno con el otro. Y ni el pájaro alado logra pasar. ¡Cuántos célebres príncipes e hijos de gobernantes no habrán perdido la vida en aquella terrible trampa! Cuando pases los dos montes, hay un dragón que nunca duerme custodiando el agua de la inmortalidad. Has de matar al dragón y cogerla.»


Al momento, ordenó Alejandro que le trajeran a su caballo Bucéfalo, que no tenía alas pero volaba como un pájaro. Sube al caballo, pica espuelas a su corcel negro y parte. Y de un brinco pasó al otro lado. Mató al dragón que nunca dormía y cogió la botellita con el agua de la inmortalidad.

Pero ¡he aquí que rey, alabado sea, tan pronto como volvió a palacio no supo ser precavido! Su hermana ve la botellita y sin pensárselo dos veces vierte el agua. Dio la suerte de que cayó sobre una cebolla silvestre, y por eso las cebollas nunca se secan.

Alejandro, transcurrido tiempo suficiente, va a beber el agua de la inmortalidad, pero ¿dónde está? Pregunta a su hermana, y ésta le dice que no tenía nada y que la había volcado. El rey enloquece de furor y angustia y la maldice de forma que se convierta en pez de cintura para abajo y la condena a quedarse hasta el fin del mundo en medio del mar.

Dios le escuchó, y desde entonces quienes pasan en barco la ven mecerse en las olas. Con todo, no odia a Alejandro: y si ve algún barco pregunta: «¿Vive Alejandro?». Y si el patrón del barco es inexperto y responde: «Ha muerto», la muchacha, llevada por su gran pesar, remueve con sus manos y con sus rubios cabellos sueltos el mar, y hunde el barco. Los que están enterados, en cambio, responden: «Vive y reina»; y entonces la sufrida muchacha se transforma en un corazón hermoso y canta alegre dulces canciones.


Allí aprenden los marineros las nuevas melodías y se las llevan consigo.


(Nicolaos Politis, Tradiciones neogriegas).

martes, 21 de febrero de 2006

Verde que te quiero verde

(Fortuny: para Meló, de Grifo; gracias a ambos)

...verdes los tienen las náyades,
verdes los tuvo Minerva,
y verdes son las pupilas
de las hurís del profeta.

(GAB)

Luz esmeralda,
dientes de sable;
diosa del tiempo
de lo improbable.

Potocki pudo entrar aquí, buscando esa luz mentolada que conserva su frescor en cualquier trance, incluso diluida en un chorro de oro ardiente. Ese verde buscado, casi alquímico, tiene más de vitriolo que de bosque. Es vegetación escasa y ansiada, espejismo de metales, cristales y piedras que añoran y evocan una savia imposible. Una religión del Verde, esperado y ausente. Inmenso Cansinos-Asséns...



No debemos dejar de mencionar entre la humanidad mítica de Las mil y una noches tres entidades misteriosas, de abolengo claramente hebraico, como que proceden de la leyenda talmúdica del gran rey Salomón; nos referimos a esos tres schiuj o ancianos que se llaman, respectivamente, Scheiju-l-Bahr, Scheiju-t-Tiyar y Scheiju-l-Jizr, o sea, el Anciano del Mar, el Anciano de los Pájaros y el Anciano el Verde, pasibles los tres de sentido mítico.

Los tres se relacionan, como decimos, con la leyenda de Salomón, del que vienen a ser como lugartenientes o vicarios en lo atañadero al buen gobierno de los mundos oceánico, aéreo y botánico, respectivamente, que, como el plutónico, estaban bajo la dependencia del sabio monarca hebreo.

(...) El más detalladamente descrito de esos tres schiuj es el scheij Hasán AlJizr, o sea el Bello, el Verde, virrey de Salomón para el mundo de la Botánica.

Es este un bello anciano, cuyo fresco rostro desmiente la leyenda senil de sus largas barbas blancas; se toca con un gran turbante y viste un manto verde, de donde le viene su apodo o mote de el Verde.

Este fantástico personaje, que unos confunden con San Jorge y otros identifican con Horus, el hijo de Osiris, es, según algunos, una evemerización de un personaje histórico que vivió en el siglo VI antes de nuestra era y fue visir del rey persa Kaikobad, fundador de la dinastía que de su nombre se llamó Kayanil o Kayaniense.

Kaikobad o Kobad el Grande (Kai) fue el libertador del Irán, invadido por los turianos, y ha dejado por ello en la historia de Persia un recuerdo legendario, que alcanza a su visir.

Pero sea como fuere, la figura de AlJizr nos llega ya mitificada, y hemos de relacionarla más bien con esas otras personalidades míticas que hemos señalado y que simbolizan estados o aspectos de la Naturaleza.

A Hasán, el Verde, le corresponde el dominio del sector vegetal, así como al Scheiju-l-Bahr, el ecuóreo.

Así lo da a entender el color verde de su manto, como teñido en la clorofila de las plantas, y que es el manto mismo, la túnica esmeraldina que ondea sobre los hombros leves de la Primavera, y su blanco turbante, como hecho de tibia nieve de almendro.

El scheij Hasán, el Verde, es, si no la misma Primavera, por lo menos su heraldo o su gran visir y agente principal, el que nutre de savia a los árboles y pinta de verde las hojas de sus ramas y riega el césped de prados y jardines de ese color amaranto que alegra el alma del hombre y brinda reposo a su vista cansada.

El color verde fue siempre grato a los hombres y sugestivo de jocundas imágenes. Verde es el color de la juventud en los frutos y también en los seres, a los que simbólicamente se les atribuye ese color de fruto temprano. Verde se dice del viejo que ha conservado su frescura y vigor juveniles.

Hay, por cierto, en ese color un misterio letífico que encierra una alusión a la eterna renovación y eternidad de las cosas y los seres; en la resurrección primaveral de la Naturaleza intuye inconscientemente el hombre una promesa de eterna, fresca vida.

De ahí que Mahoma eligiese el color verde para el estandarte de la nueva fe en sus luchas con los infieles y que sea verde el turbante con que se ciñen la frente los peregrinos que vuelven de la Meca.

En el simbolismo universal de los colores el verde tuvo siempre esa connotación fausta; ya entre los griegos el verde amaranto era emblema de inmortalidad, y en el verdecer anual de la tierra veían aquellos hombres el mismo jocundo misterio que en el anual cambiar de piel de las serpientes, que, a fuer de hijas de la tierra, son de color verdoso, si no verde.

Puede pensarse cómo se realizaría la jocundidad de ese color para los árabes, habitantes de países tórridos y desérticos, en los que la mancha verde de un oasis anunciaba de lejos la presencia del agua y de la sombra, igualmente anheladas; con qué ansias correrían hacia esa mancha verde y con qué apasionado tropismo fijarían en ella sus ojos.

Tan fuerte emoción sentían esos nómadas a la vista del verde de los campos, que hubieron de crear esa figura mítica de Hasán, el Verde, de ese scheij bello y jovial, en el que vincularon todas las alegres sugestiones del color de su manto y lo hicieron símbolo antropomórfico de la Primavera.

¡Una primavera masculina! Así había de ser, tratándose de unos hombres de mentalidad y hábitos imperialistas, guerreros por naturaleza y por necesidad.

Todo lo concebían con arreglo al patrón civil y, además, profesaban una fe exclusivamente de hombres, en la que apenas tienen parte las mujeres, siempre más o menos impuras, siempre débiles y flojas.

El severo decoro del Islam imponía que fuera un personaje masculino y no una mujer-diosa, como la Flora de los romanos, el que cargase en sus hombros el estandarte verde de la Primavera, que es, al mismo tiempo, el de la Fe.

Hasán, el Verde, tiene a su cargo, en esa mitología arábiga, el mismo papel y desempeña las mismas funciones que Flora y Pomona en la occidental; es el rey, por no decir el dios, de lo verde, el que vierte sobre los campos cada año el cuerno de la abundancia clorofílica y da de beber a la tierra la copa de juventud, el elixir de vida que la regenera y remoza.

Hasán, el Verde, cuando llega la época vernal, anda muy atareado con los deberes de su floreal ministerio; ya de acá para allá, de uno a otro país, repartiendo sus dones, controlando la marcha de la germinación, dando toquecitos de verde a ese arbolito pálido, enderezando esa ramilla que se tuerce, avisando a los pájaros emigrantes y a todos los seres de la Naturaleza que ya la primavera es venida o está al llegar, e invitándolos a todos al alegre convite vernal.

Pero tampoco en invierno descansa del todo ese buen viejo verde, pues cuando da de lado a sus funciones de jardinero tiene aún otras cosas que hacer y que caen dentro del orden de su condición servicial; de mensajero de la primavera el scheij Hasán extiende su misión a mensajero universal de toda buena nueva, relacionada con el simbolismo de su verde color.

Hasán, el Verde, es el correo anunciador de las gracias divinas, y en este sentido viene a ser como un arcángel, una entidad aérea, una antropomorfización de la nube mensajera, del poema de símbolos, un sincretismo en virtud de Kalidasa; hay ahí una inferencia del cual el numen de los jardines y prados es también el agente atmosférico que contribuye a su verdor y lozanía. Flora y Nefele en una pieza.

Hasán es, desde luego, una entidad atmosférica; su modo de locomoción es aéreo, aviónico, y así volando se traslada el activo viajero de un lugar a otro con la rapidez necesaria para lograr la cuasi ubicuidad y llegar a todas partes en la fecha precisa.

Pero aquí interviene otra inferencia de origen talmúdico, a la que sirve de nexo esa condición aviónica de Hasán, el Verde; este resulta identificado con el profeta bíblico Elías, el que, por gracia de Jehová, fue arrebatado a los cielos sobre su manto desplegado y no volverá a bajar a la tierra sino al final de los tiempos, es decir, al advenimiento del Mesías.

Hasán, el Verde, asume en el Islam la misma significación que Elías o Eliahu el profeta en las leyendas talmúdicas; es el viajero siempre deseado y esperado, portador de una buena nueva, para el que la noche última de la Pascua deja abierta la puerta el judío por si acaso llegara. Y no se olvide que la Pascua hebrea de Pesah se celebra en las vísperas vernales, bajo el signo zodiacal del Cordero, que en ella místicamente se inmola, quizá como en supervivencia de inmemorial rito totémico.

El profeta Eliahu viene, pues, a ser, en ese sentido, un mensajero de la Primavera, lo mismo que Hasán, el Verde, aunque, como este, lo sea también de toda nueva fausta, jocunda, y de él esperen, sobre todo los dolientes hebreos de la diáspora, el anuncio del milenariamente esperado Mesías, que ha de vestir de verde sus tristes corazones.

Hasán, el Verde, y el profeta Eliahu son la misma persona, y así identificados los dan los Diccionarios árabes más prestigiosos, como los de Golio y Wahrmund, por no hablar del casi inhallable Kamús; uno y otro son entidades benévolas y benéficas que van de acá para allá prodigando mercedes a los hombres, y tienen todavía de común su manera inopinada de presentarse, cuando menos se le espera, al modo de esa primavera que siempre nos sorprende y nos coge de nuevas, por mucho que la hayamos llamado y esperado y acechado con los ojos atentos, pues ya se sabe que su milagro se opera en una noche, cuando todos duermen y descansan, menos los pastores (que en eso son los primeros en verla llegar), y que, al abrir los ojos a la nueva luz, más cromática y cálida, y mirar al jardín, allí se la encuentran corriendo puerilmente sobre el verde y no saben cómo vino.

Símbolo de esa dicha que se nos da sin merecerla, la Primavera es un misterio teológico.


(Rafael Cansinos-Asséns, introducción a Las mil y una noches)

lunes, 20 de febrero de 2006

El soneto está bien en los que aguardan


La eternidad está en endecasílabos. El siempre para siempre para siempre. Es el metro del polvo enamorado, burlador de la muerte y sus manijas roñosas. Si una década o decena cubre el mundo, el once es una alegre demasía, un borbotón diamantino que parece algo más o menos que un verso. Lo que humilla la muerte resulta, por lo demás, tan implacable como ella. Es Dante Gabriel Rossetti, el gentil prerrafaelista, enterrando junto al cadáver de su amada Lizzy los sonetos que le había dedicado o negado —para hallarse, siete años después, hurgando en la huesa para resucitarlos. Ese eco de ultratumba que regresa de donde nada vuelve, como héroe de cuento, sirve para dar vida eterna a un amor o muerte a un enemigo satirizado —pero no puede desenvainarse en vano, so pena de espantar moscas (o chimangos) a cañonazos. Rossetti, como comentando el hecho:

Soneto: monumento del momento,
recuerdo desde el alma sempiterna
a inmortal hora muerta. Haz que sea
(para rito lustral o cruel tormento),

de su ardua plenitud respetuoso:
talla su forma en ébano o marfil,
tal Día o Noche ordenen; vea el Tiempo
su cresta en flor en perlas esplendente.

La cara de un soneto muestra el alma.
Su cruz, qué Potestad lo hizo posible:
tributo a la llamada de la vida,

ofrenda en el cortejo del amor,
su dueño, o en la boca de las sombras
peaje entre los dedos de Caronte.


domingo, 19 de febrero de 2006

Lecciones de abismo


Para cuando acabamos, ya se había ido el sol / a fumarse algún porro detrás de las montañas. Los egipcios ya lo sabían. Según terminaban las horas diurnas, el sol, envuelto en un gran charco de sangre celeste, se hundía en la tierra, llevando la luz a los moradores del Reino Inferior. Como en una alucinada sucesión de pantallas de videojuego, el Dios atravesaba en su Barca las Doce Horas Nocturnas, acompañado por los dioses de su séquito, e iba esquivando con elegancia a los monstruos propios de tales terrenos. Rendidos los inicuos, la Barca Solar renacía en la mañana, iniciando el camino hacia el Zénith.

Pero es el otro Zénith, el Zénith del cielo subterráneo, el que nos ocupa a estas horas. Mircea Eliade, el gran historiador de las religiones, barajó la posibilidad de dedicar un libro completo a glosar El viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne. Según nos dice en sus Diarios, el simbolismo de la obra (el descenso ad inferos, la búsqueda del Centro) hacía de ella una pieza de la Mitología moderna.

No se equivocaba. La existencia de un Mundo Subterráneo es una de las constantes de la imaginación tradicional que perviven en la literatura fantástica y en el folklore urbano. Los túneles del metro o de las cloacas, como antaño los de las minas, conducen hacia regiones inexploradas. Toda Ciudad tiene, por debajo, otra Ciudad gemela y distinta. Por los cloacas, según se dice, vagan los cocodrilos blancos, inexorables y ciegos como el destino; son esos cocodrilitos que se puso de moda criar como mascotas, y que, cuando empezaban a crecer, se arrojaban sin contemplaciones al retrete. De nuestra mucha mierda han ido, naturalmente, medrando. Ahora que el mar es ya, casi, él mismo una cloaca, algunos ejemplares amenizan nuestras costas y piscinas.

Entre Bilbao e Iglesias, en la línea 1 del Metro, hay una estación fantasma, la de Chamberí. Alguien se sienta en esos bancos. Desde que yo era pequeño, siempre hay alguien que va en ese trayecto con la mirada pegada al cristal, observando las hornacinas del túnel, que son como pequeñas estelas o monumentos funerarios, y esperando ver algo entre las sombras. De pequeño, claro está, ese tal no era otro que yo mismo.

Una vez, al final de un concierto de Ciento Volando, me preguntaron qué son las florecillas del Averno. En el Infierno, los Campos Elíseos florecen de almas. Píndaro lo sabía. Y lo escribió en la Olímpica Segunda:

Allí las brisas del océano soplan en redor de la isla de los Bienaventurados, brillan flores de oro, unas en tierra, en ramas de árboles espléndidos; a otras las cría el agua. Con ellas trenzan en guirnaldas manos y coronas.

Como escribiese otro poeta, las brasas son las fresas del Infierno. Y el Infierno es un gran campo de fresas. Campos de fresas por siempre.

sábado, 18 de febrero de 2006

El pan de cada noche


Yo soy un criminal que cada noche
recoge sus pedazos invisibles
en un saco de pan endemoniado.

Me advierte maese Prokop (¿y tú me lo cuestionas?) que mi blog es más bien un libro. Yo creo que es más bien cualquier cosa, un qué sé yo pertinaz y proteico. Si hoy un libro puede escribirse así (que no lo sé) es que la idea misma de lo que es un libro está mutando —lo cual no es necesariamente mala noticia.

Me agrada la idea del blogging como una devoción nocturna, con algo de gimnástico, pero fundamentalmente placentero y clandestino. El sueño se hace a mano y sin permiso, que cantaba Silvio. Un feliz exceso, como cuando (y ahora me parece increíble) podía uno sacudirse uno o dos sonetos diarios, más alguna décima de ocasión y un romancillo de postre (¿que eso no es poesía con mayúsculas? Pues claro; y sin embargo...).

Nosotros somos todos los días, decía X, y es verdad. No hay ninguna garantía de que haya merecido la pena vivir cada uno de ellos, pero le dejo a otros el placer de rendirse a esa verdad miserable. Enfrentarse cada noche a este espejo, con la guía de los comentarios que se hayan producido (o no) en la jornada, con la certeza de que no hay escapatoria, es una experiencia que no le hurtaría a cualquiera con tiempo y coraje para afrontarla.
Cuando se animen (do it yourself), hablamos.

viernes, 17 de febrero de 2006

De la muerte a la vida (1815-1761)


Una mujer me ha envenenado el alma,
otra mujer me ha envenenado el cuerpo;
ninguna de las dos vino a buscarme,
yo de ninguna de las dos me quejo.
(Gustavo Adolfo Bécquer)

A veces es mejor empezar por el final. ¿Cómo, si no, hacer balance? Bienvenidos a 1815. El conde polaco Jan Potocki, prematuramente envejecido aunque sólo tiene 54 años, se encuentra encerrado desde hace tres en su castillo de Uladowka. Como dirá de sí mismo Bécquer, tiene envenenados el alma y el cuerpo.

A lo largo de toda su vida, Potocki ha sido un hombre de acción. Apenas un muchacho, con 17 años, ha ingresado en la Escuela Militar de Viena y ha partido a luchar contra los piratas berberiscos. Después, ha viajado incansable por toda Europa, Marruecos, Egipto, Turquía, Rusia. Ha sido el primer polaco que sobrevuela Varsovia en un globo aerostático, y en el París anterior a la Revolución Francesa se ha reunido con los intelectuales ilustrados, participando de sus conjuras políticas e iniciándose acaso en sus sectas secretas.

Sin embargo, este aventurero ha encontrado también tiempo para leer y escribir, con igual pasión que manejaba la espada. Antes de hacerse soldado, estudió Letras y Ciencias en Ginebra y Lausana, y desde entonces se ha mantenido alerta a todas las novedades que iban produciéndose en el mundo artístico y científico. De cada uno de sus viajes ha salido un libro, en el que describe con enorme agudeza la vida cotidiana de los lugares visitados (Andalucía, Marruecos o Constantinopla), su folklore y su historia. En Polonia, ha creado una editorial y una imprenta para poder publicar con libertad los panfletos políticos que nadie se atreve a sacar a la luz.

Todas estas ilusiones le han ido, sin embargo, abandonando. A los veintiocho años, simpatizó con una Revolución (la francesa de 1789) que prometía libertad política y de pensamiento, pero ha terminado en un baño de sangre, secuestrada por los fanáticos jacobinos de Robespierre. Para mayor ironía, en 1799 la República ha dejado paso a la dictadura imperialista de Napoleón.

Totalmente desengañado de la política, Potocki no ha tenido mejor suerte con el amor. Su primera mujer, Julia, murió de tuberculosis en 1794. La mujer con la que convivió sus penúltimos años, su segunda esposa, Constancia, se divorcia de él y lo abandona en 1808.

Al envenenamiento del alma acompaña el del cuerpo: en ausencia de antibióticos y de penicilina, aún por descubrir, la sífilis, una enfermedad de trasmisión sexual, mal llamada el mal francés (comunísima entonces entre quienes han llevado una vida amorosa agitada: el mismo Bécquer la padeció) hace estragos en su organismo, provocándole ansiedad y pánico, brotes de locura, ceguera y parálisis. Además, sufre de gota desde 1808. Por el castillo corre el rumor de que el conde se ha convertido en hombre-lobo, o teme llegar a convertirse. En realidad, profundamente deprimido, comienza a pulir el asa de un azucarero de plata hasta darle forma de bala. Cuando la obra está acabada, pide al capellán del castillo que bendiga el proyectil y a continuación se vuela los sesos de un pistoletazo.

Potocki morirá sin ver publicada íntegra su gran obra, El manuscrito encontrado en Zaragoza. En los años que siguen a su muerte, se le ninguneará y plagiará desvergonzadamente. Hasta 1958, en que Roger Caillois la rescata, la obra apenas se conoce fuera de Polonia. Habrá que esperar a 1989 para tener una edición íntegra en francés, y para que resulte posible hay que retraducir del polaco una parte cuyo texto original se ha perdido.

Tras tanto vaivén del destino, nos queda una obra magna, concluida con precipitación pero, aun así, impresionante . La versión parcial (popularizada en España por Alianza) se mantiene fiel a la promesa de la Advertencia: es una historia de bandoleros, aparecidos y cabalistas, en la que uno nunca sabe a qué carta (racionalista o fantástica) quedarse. La versión íntegra, más ambiciosa, resuelve esta ambigüedad. Líbrennos los Manes del conde de desvelar en qué sentido.

jueves, 16 de febrero de 2006

Campoamor o el detergente


Yo conocí un labrador
que, celebrando mi gloria,

al borrico de la noria

le llamaba Campoamor.

Como cualquier historia, la de la poesía tiene sus héroes y sus villanos. Campoamor no ha salido muy bien parado: representa, se dice (y es verdad), un prosaísmo miope, incapaz de cualquier aliento lírico. Es, con mayor merecimiento que Nicanor Parra, un verdadero antipoeta, el contrapoeta de un movimiento esencialmente ajeno a la lírica.

Alguien tan poco dado al elogio como Cernuda reivindica, sin embargo, un doble acierto de don Ramón: su diagnóstico de la poesía romántica del momento, irrecuperable, y su propuesta de un lenguaje poético libre de altisonancia. A la poesía, dijo, sólo el ritmo debe distinguirla de la lengua común. Pobre de nuestro Salieri: a la hora de la verdad, mientras él se hundía en un charco de chistes malos, era el cristalino Bécquer quien, moderno a fuer de esencial, trasmutaba la quincalla en oro.

No es hora de redescubrir el talento lírico que no tuvo. Sin embargo, es instructivo (y hasta emocionante) ver cómo disuelve con su humor los restos putrefactos de la poesía literaria del XIX, dejando las cañerías listas para nuevas corrientes.

Cuenta el amor, muy bajo, a las mujeres,
que hay un deber contrario a los deberes.


Ocasionalmente, la alergia a la sensiblería le da una autenticidad que anuncia el cinismo espléndido de Manuel Machado. Así cuando nos confiesa:

Por más contento que esté,
una pena en mí se esconde

que la siento no sé dónde

y nace de no sé qué.

Sus liquidadores inmediatos, Bécquer y Darío, nada parecen deberle. Ojo, sin embargo, a estos versos de uno y otro:

Voy contra mi interés al confesarlo,
no obstante, amada mía,
pienso cual tú que una oda sólo es buena
de un billete del Banco al dorso escrita.

*

¿Cómo decía usted, amigo mío?
¿Que el amor es un río? No es extraño.
Es ciertamente un río

que, uniéndose al confluente del desvío,

va a perderse en el mar del desengaño.

Concedido: los mejores versos de Campoamor los escribieron sus enterradores. En fin. La parodia de un género, de una retórica, engendra a veces obras maestras, como el endiosadísimo Quijote. Si Campoamor no tuvo tanto acierto, no deja por eso de resultar la lectura que cualquier poeta adolescente (o ya talludito) necesita para poner en perspectiva (y en cuarentena) el saldo inestable del romanticismo.

miércoles, 15 de febrero de 2006

La victoria del alma

Para Atleta Sexual

La semana misma es su triunfo (aunque sea pírrico). Sólo el fin de semana, nominalmente hablando, huele a rancio y sacristía, como si la autoridad competente hubiera sentido imprescindible echar ahí el resto en la tarea, felizmente fracasada, de judeocristianizar nuestros días. En los demás, pese a las imprecaciones de Martín de Braga y demás Padres estériles, han quedado encriptados los nombres de cinco dioses, en distribución extraña: Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus. Todos dios y planeta, si eso sirve de pista —y por tanto, aquí como allí, extrañamente exclusos Minerva, Juno y Apolo (aunque éste último es recuperable: el Domingo, día del Señor, lo fue antes del Sol, del mismo modo que la Navidad fue antaño nacimiento del Sol Invicto; en cuanto al sábado judaizante, bajo su máscara late, hambriento, Saturno). Valga por lo que valga, sólo Marte recibe a la vez día, planeta y mes, lo cual no es poco para dios tan ubicuo como aborrecido.

Como en el lenguaje, en la psique. Nuestro envoltorio es cristiano, pero donde quiera que hoces un poco sale la verga mágica de Príapo o Min (ésa que, según leyenda o verdad, un arqueólogo victoriano fue cortándole a cada una de las estatuas itifálicas de un famoso templo egipcio), dispuesta a concederte un deseo. El amor mueve el mundo, decía Cernuda. Y con qué meneíllo...

martes, 14 de febrero de 2006

My Funny Valentine


Cortázar lo explicó en Circe. Los bombones de san Valentín son ricos en quitina. Todo este día es un vals de insectos. Si por algunos fuera, las rosas nacerían con PVP y el esperma sabría a vainilla. Sin embargo, el primer amor (consumado) brinda con sangre y el deseo (salud al abuelo Sigmundo) es polimorfo y perverso como una tumba florida. Un poema de primer amor, pagano y escéptico, podría tal vez sonar así.

Los dioses no conocen religión.
Tú y yo éramos los dioses de ese instante
inaccesible al cálculo y al mando.
Habíamos hablado (yo, tan grave
como un profesor ya, tan preocupado
por pretender tu bien) de aquella cosa
que tal vez era grata pero sucia,
un tanto degradante, algo viscosa.
Con gusto renunciaba yo a perderla,
a no sentir jamás esa caricia.
Tú, absorta, sonreías
y cuando ya la tarde se caía
con la virtud perfecta del suicida
hundiste tu cabeza entre mis piernas
en busca de tus propias conclusiones.
No olvidaré jamás aquella tarde.
A ti ya te he olvidado
—y sigo encadenado a tu impostora,
esta presencia amarga siempre cómplice,
esta sonrisa en pie de labios blancos.

lunes, 13 de febrero de 2006

El Tren Fantasma


Patología metafórica. Resentimiento es, en origen, el dolor que se siente donde hubo una herida. Desde pequeñita me quedé, me quedé / algo resentida de este pie. Todo lo que nos queda del pasado es eso: la evocación, voluntaria o compulsiva, de fantasmas. Sentimentalismo: resentimiento. Si el día es fasto, aparición, macumba; si no lo es tanto, luz y podredumbre, autopsia. Un deporte inquietante. Como dicta el proverbio marroquí, oler flores del cementerio mata el corazón.
El arte (única magia aseada) burla el hedor convirtiéndose en pulso. Agua corriente no mata a la gente. Cantos rodados. La canción que se canta de nuevo está ahí cada vez, inmediata —y sin embargo reserva siempre su núcleo, aquello que le permite no terminar de estar donde quiera que suceda, seguir siendo, ante todo, posible.
Eso es tradición, so Dawkins. Una patata caliente, un problema aún abierto, un traslado. Saltar a un tren en marcha y, de ese modo, acelerarlo.

viernes, 10 de febrero de 2006

Mi paganismo


Mi paganismo es hillmaniano, indagador, escéptico. No me parece que los dioses sean reductibles a mera psicología, sino que (como los galos de Astérix) rigen, irreductibles al simulacro, las zonas numinosas de la psique. Son en nosotros, somos en ellos —pero están muy lejos de pertenecernos. Como lo mostrara Homero, somos su campo cotidiano de pruebas. Nuestra relación (mutuamente parásita si miramos con el ojo torcido) es en realidad una elocuente simbiosis.
Los dioses tampoco son disfraz de ideas o conceptos: en la mayor parte de éstas se puede sospechar, por el contrario, una epifanía fósil, un proceso de banalización que sólo Nietzsche (fulminado por ello) se atrevió a revertir.
La gente llama, por ejemplo, racionalidad y cientificismo a lo que no pasa de ser un empacho apolíneo, un tumor metafísico que devoró inteligencias tan notables como la de Wilamowitz y sigue hoy hambriento. El monoteísmo (monótono teísmo, que decía aquél) es una enfermedad psíquica que responde a los parámetros (psíquicos también) de Hipócrates: predominio y exceso de un humor en sí benigno, una falsa individuación que nos vuelve en realidad casos típicos, selectivamente sordos a casi todos los colores del espectro.
La historia de las religiones monoteístas es el mejor argumento del paganismo, aunque no por el atajo moralista que está más a mano. Se han vuelto espiritualmente ricas, capaces de producir arte sublime y favorecer la convivencia, sólo las que han ido corrigiendo su sordera inicial con la distinción de matices en lo divino, de forma abierta (la Santa Trinidad, las diversas advocaciones divinas) o con el argumento de que se trataba de mediadores ante el Único (Virgen y Vírgenes, ángeles e innúmeros santos). No es casual que el mejor momento del cristianismo en cuanto movimiento cultural (y espiritual) coincida con la recuperación en el arte plástico y la literatura de la mitología grecolatina, con la excusa errada (pero estratégicamente acertadísima) de la alegoría. El Islam, en cambio, carne de Savonarolas, es hoy el páramo beligerante que no fue cuando los sufíes sutilizaban sus dogmas (no hay más 'dios' que lo que divino se demuestra, y lo loable, lo excelente —lo mohammed—, es su único portavoz válido) y los cuentistas de las Mil y Una Noches, entre sura y aleya, colaban de matute a Gilgamesh y Odiseo.
Cuando era alumno de Carlos García Gual (memorables clases las de Mitología), éste nos dijo un día que, en su opinión, la visión simbolista de los mitos, la que pueden representar los románticos, Jung o Bachelard, no se sostiene frente al funcionalismo o el estructuralismo, empeños intelectualmente superiores —pero que, concedámoslo, constituye buena materia de inspiración para poetas y artistas en general. Al joven que fui le pareció que ese argumento condescendiente resultaba demoledor: en lo que funciona nunca hay engaño (aunque quepa sospecharlo en las explicaciones de ese funcionamiento).
El profesor de hoy, admirador acérrimo del maestro, sigue de acuerdo con aquel alumno.

jueves, 9 de febrero de 2006

Soberanía


De Hermes a Zeus, siguiendo la semana, y largo lo que le toca. Un Dios Padre, Todopoderoso —y, sin embargo, de Atenas a Jerusalén, lo que ha cambiado el cuento.
Zeus no es un señor de los ejércitos. Es el Gato Grande, fuerte (el que más) pero no es La Fuerza (patrimonio de Ares, ese dios camorrista al que con gusto expulsaría del Olimpo).
Del mismo modo, Zeus garantiza la justicia, más intuitiva que formal —pero nadie se lo imagina redactando, cual leguleyo celeste, tablas de mandamientos.
Zeus ama a los seres humanos, y lo demuestra sin retóricas ni gazmoñerías, fornicando con ellos e implicándose en sus cuitas.
Apasionado y perezoso, muestra en eso su raza leonina. Ver en él Voluntad o Indolencia está igualmente justificado, lo que demuestra lo errado del intento. Lo suyo es otra cosa: la capacidad de tomar decisiones y cumplirlas, movida por un deseo que no admite un no por respuesta. Cuando ese deseo falta, Zeus es apenas un abuelo al que es fácil, mediante mimos, arrancarle dinero para chuches. Ártemis, Atenea, Tetis y la propia Hera lo saben perfectamente.
Como todo ser numinoso, Zeus es en rigor inconcebible e irrepresentable ( efecto Sémele: verlo cara a cara, como al Dios Vivo del Éxodo, es morir). Sin embargo, a diferencia de otras deidades peor humoradas, jamás ha hecho sangre del tema ni le ha dado mayor importancia. A nadie le ha complacido tanto que lo representaran, que resonara por doquier, con consonantes y vocales, su nombre, transparencia infinita, una especie de caramelo de luz que jamás empalaga.
Perder a Zeus (nunca del todo) ha sido perder la realeza como excelencia, la autoridad que no se apoya en otra cosa que en su propia pujanza seductora. Así, aún, Alejandro Magno y quizá César o Harún Ar-Raschid —pero tras ellos, sólo una larga ristra de don nadies adosados al trono, más ricos en titulación y aduladores profesionales cuanto más insignificantes e intercambiables. (Eso y el colmillo torcido de los psicópatas, carne de Ares: Busiris, Mussolini, Stalin, Hitler).
Zeus es dios del poder, sin duda: dios de la posibilidad, de la capacidad, del querer y lograr. Poco o nada que ver con el Poder como dominio sobre súbditos o esclavos, la Sumisión, el sadomasoquismo en definitiva.
Su retiro (por usurpación) nos deja un asiento vacío: la obligación de la anarquía, que es añoranza del rey perdido y odio de cualquier simulacro. A falta de alguien que encarne convincentemente la grandeza, sólo la asamblea de los iguales nos permite vislumbrar, alternativa y fugazmente, su presencia en aquéllos que aciertan a entusiasmarnos. Quien medita su voto, husmea su rastro aún caliente.

miércoles, 8 de febrero de 2006

La divina adivinanza


Lo realmente divino es cuando están agazapados, cifrados, esperando el criptógrafo que los extracte. En el puerto de La Morcuera, por ejemplo, pero también en cualquier morcuero (montón de guijarros que deslinda fincas o marca encrucijadas). Jugando al equívoco en Montmartre (que no es monte de Marte) y en el malcoraje; sinónimo culto (¿alguien sabe por qué?) del azogue, plata acuosa, que lo nombra dios mutante y venenoso (aunque en Homero es más bien portador de antídotos). En los tebeos españoles de la Marvel le dieron su nombre a un velocípedo rencoroso y antipático, cuerpo extraño en el amor inolvidable de La Bruja Escarlata y La Visión. Tres veces grande, fue el único dios griego (y egipcio) letraherido, que yo recuerde. Aunque el tiempo haya borrado casi todos sus escritos, lo que queda le da para vivir de la SGAE. Su obra más célebre refleja su visión clorofílica de mediador: el cielo es el mar, la mar nuestra sangre, el sol nuestro ojo. Hay quien lo imagina dibujando el Tarot, y Randolph Carter cuenta que se entrevistó con él (en su único avatar agraciado) al final de sus viajes crepusculares. Dados sus sacerdotes (ladrones, mercaderes y mensajeros), podría ser patrón de Microsoft o de la Red —y acaso acompañó a Jesús en la cruz, sólo por darle charleta. Todos los días son suyos, pero el de hoy resulta traslúcido. Se ha dejado el bastón olvidado en cualquier farmacia...

martes, 7 de febrero de 2006

Yog-Sothoth


Todo en uno y uno en todo
(HPL)

Lo que se pierden los neocamp(oamorinos). Por ejemplo, las delicias del surrealismo, de las que (dicho sea de paso) tan pobre idea dan las síntesis escolares al uso.

Removiendo las aguas de la magia homeopática y la metáfora (ambas aplicaciones de la asociación por semejanza), he recordado un instructivo juego surrealista, el de "lo uno en lo otro". Consiste en que uno de los jugadores decide, en su fuero interno, qué es (pongamos: soy un huevo); a su vez, los demás jugadores deciden lo que quieren que sea.

Cuando el jugador que se la liga recibe la noticia de cómo le ven los otros (eres un juego de cartas) tiene que revelar lo que realmente es tomando como punto de partida la definición que los demás le han dado: soy un juego de cartas... que se juega con naipes blancos y amarillos; el que gana sale empapado y recibe una corona de plumas.

El resultado del juego puede plantearse como adivinanza; también como una metáfora. En cualquier caso, la sensación turbadora que produce es que, potencialmente, cualquier cosa está en cualquier otra: el huevo es tan juego de naipes como el juego de naipes huevo. A es un caso de B, B un caso de A. Aunque la lógica lo prohíba, cada uno es un subconjunto del otro. Áteme usted esa mosca por el rabo


.

lunes, 6 de febrero de 2006

My Fair Lady

(Edward Burne-Jones, The Soul attains)

A vueltas con la magia homeopática, la vieja historia de Pigmalión y su Galatea tal como la contó Ovidio en sus Metamorfosis:

Osan, con todo, negar las Propétides desvergonzadas
que es diosa Venus; la ira divina, por ello, las lleva
a ser las primeras que a todos ofrecen su cuerpo y buen nombre:
una vez huye el pudor y en su faz el rubor se endurece,
sin que se note gran cambio se tornan en rígida piedra.

Vio Pigmalión que en el crimen pasaban sus vidas enteras
y, disgustado al sentir cuántos vicios la naturaleza
puso en la mente de cada mujer, sin esposa vivía,
célibe, el tálamo siempre vacío de dulce consorte.
En ese tiempo, con arte admirable, de níveo marfil
hizo una estatua y figura le dio con la que hembra ninguna
puede nacer, y en amor se prendó de la obra que hizo.
Es de una virgen de veras su rostro, que vivo creyeses
y que, si no lo impidiera el pudor, movimiento adquiriera:
hasta tal punto ha llegado a ocultarse en su arte que hay arte.
Por aquel cuerpo ficticio, apuró Pigmalión admirado
fuego en su pecho. A menudo sus manos en ella tantean
si es cuerpo al fin o marfil y a aceptar lo segundo se niegan.
Besos le da y piensa que los devuelve, le habla, la tiene,
siente al tocar esos miembros que en ellos se asientan sus dedos
y tiene miedo, no vaya al cogerlos así a amoratarlos
y ora le brinda palabras de amor, ora trae, siempre gratos
a las muchachas, de conchas y piedras pulidas regalos,
pequeños pájaros, flores de mil y un colores, brillantes
bolas pintadas y lirios y, de su árbol caídas,
lágrimas de ámbar; adorna también con vestidos sus miembros,
con piedras preciosas sus dedos, con largos colgantes su cuello;
en sus orejas perlas ligeras, collares al pecho.
Todo le cuadra: desnuda no menos hermosa se viera.
Tiende su amado marfil entre sábanas tintas en púrpura
y compañera la llama del lecho, posando su cuello
entre las plumas mullidas cual si ella sentirlas pudiera.
Había llegado la fiesta de Venus, aquélla que en Chipre
más se celebra, y cubiertos sus cuernos amables de oro,
habían caído, en la nívea cerviz golpeadas, las vacas
y humeaba el incienso cuando, dudando, cumplida su ofrenda,
junto al altar Pigmalión comenzó: «Si vosotros los dioses
todo podéis concederlo, deseo que sea mi esposa...»
(y al no atreverse a decir «esta ebúrnea mujer», dijo sólo
«...tan parecida a esta ebúrnea mujer como serlo lo pueda»).
Comprendió Venus, presente en su fiesta, qué estaba pidiendo
súplica tal, y en presagio de su voluntad favorable
tres veces hizo la llama crecer y elevarse en el aire.
Cuando volvió Pigmalión, corre a ver de su niña la estatua
y sobre el lecho acostado la besa: ¡diríase tibia!
Acerca de nuevo los labios, sus manos recorren sus pechos,
bajo su roce se ablanda el marfil, va perdiendo el rigor
y a la presión de sus dedos ya cede, cual cera que al sol
en el Himeto se deja amasar y dar múltiples formas
con el pulgar, siendo el uso quien logra tornarla algo útil.
Él entonces, atónito, teme, aunque alegre, engañarse
y una vez y otra repite amoroso, palpando, sus preces:
¡era un cuerpo! Su dedo las toca y palpitan sus venas.
Entonces el héroe de Pafos pronuncia solemnes palabras,
gracias da a Venus y labios al cabo no falsos sus labios
apresan y siente, turbada, la blanca doncella los besos
que se le dan y enrojece y alzando a sus ojos los suyos
con timidez, a la vez que ve el cielo, distingue a su amante.
Vino a la boda, obra suya, la diosa, y tras ya nueve veces
juntos los cuernos lunares que forman el disco completo,
dio a luz a Pafos, de quien esta isla su nombre obtuviera.

(Metamorfosis, libro X, versos 238-298;
gracias a Diego Seguí por sus sugerencias).


domingo, 5 de febrero de 2006

Magia simpática


Todo lo que se cree saber sobre las muñecas del vudú se encuentra ya en las descripciones de la brujería europea que hacen los demonólogos del Renacimiento y el siglo XVII. ¿Por qué, entonces, el traspaso simbólico? El margen se mueve por el plano, del que en todo caso forma siempre parte esencial. Los griegos tenían ya algunos dioses bárbaros, extranjerizantes (la Ártemis que exige sacrificios humanos, Dioniso que llega a Grecia desde Oriente), que algún erudito tuvo la debilidad de creer importados. Sin embargo, se encuentran ya en las tablas micénicas, lo que indica que fueron siempre tan griegos como Hera o Zeus. Imagino que lo mismo sucede con el egipcio Seth. Son el caos dentro de un orden, la oveja negra, el enemigo en casa. Lógicamente, cuando aparece algún extraño, alguna amenaza, lo percibimos desde el filtro de nuestra idea de barbarie: cosa e Mandinga. Así que la magia homeopática (lo semejante causa lo semejante, decía Frazer) es naturalmente cosa de negros, como antes lo fue de herejes y adoradores del diablo. Eso mientras forramos nuestras carpetas o paredes de imágenes glamurosas, sacamos los ojos o pintamos cuernos a las de aquellos que odiamos —y hay quien sale en televisión rompiendo en dos la foto de su ex o de Juan Pablo II.

sábado, 4 de febrero de 2006

Para que te acuerdes de Mahoma, toma


Está donde no está (su rostro, una llama). Es el equivalente visual de YHWH, el nombre divino, visible pero impronunciable. Heráclito decía, con mesura, que el Logos quiere y no quiere que lo llamen Zeus: lo quiere (glosamos) porque a nadie sino a él le cuadraría lo que se atribuye a Zeus; pero no lo quiere por el ruido indeseable que esas mismas atribuciones contienen.
Demonizar las imágenes es otro modo de sacralizarlas, que es justo lo que cierto pensamiento piadoso reprocha, razonablemente, a los idólatras. La imagen es copia imperfecta, impresión, dóxa, culpable a la vez de metonimia (presenta una faceta de entre muchas posibles) y metáfora (gato por liebre). Una huella, en vez de un dedo.
Sin embargo, el mismo Platón que resume en el mito de la Caverna la razón profunda de la iconoclastia (rechazo del sucedáneo, del ersatz) indica que a través de lo bello, manifestado de forma imperfecta y provisional, uno puede remontarse hacia la Belleza. Que, de hecho, seguramente no haya otra vía. Vemos facetas, y sólo por acumulación de las mismas podemos construir una imagen matizada, dialéctica, del objeto.
Donde hay ausencia, hay representación. Mahoma (el señor que hacía de tal) no está, así que todo discurso que de él trate parte de una idea, un trampantojo. Poner el tope de la blasfemia en la representación material es olvidar que la imagen mental, inevitable, ya es rea de verosimilitud.
La imagen debe redimirse de su falsía, su carácter incompleto, mediante la magia del arte. Su propia infinitud, que ninguna mirada agota, debe servir para evocar (ejercicio sagrado) la del objeto representado, ausente. La imagen es santa (o sea, sacrílega) cuando puede decir, con Juan Ramón, que los dioses (lo representado) no tuvieron más sustancia (más complejidad, más veracidad) que la que tengo yo. Mahoma no está, pero ojo con su imagen. Quizá todo lo que necesitamos saber sobre su rostro cabe ahí.

viernes, 3 de febrero de 2006

Simurg


Aún pasan. Los escucho llegar a cualquier hora
trayéndome la noche mejor que el alborada.
La voz de mis maestros... A pájaros, a pájaros.
No es malo, pero tiene perdida la cabeza.

No rinde lo que debe. Controlen sus lecturas
.
Memoria democrática: después de tanto tiempo
la Realidad sucumbe. Su voz es otro pájaro.

jueves, 2 de febrero de 2006

El origen de un mito



A veces ocurre, raramente, que se tiene la ocasión de presenciar en vivo la transformación de un acontecimiento en mito. Poco antes de la última guerra, el folklorista rumano Constantin Brailoiu tuvo ocasión de hallar una admirable balada en un pueblecito de Maramuresh. En ella se habla de un amor trágico; el joven prometido había sido hechizado por un hada de las montañas y, pocos días antes de su matrimonio, el hada, celosa, le había arrojado desde lo alto de unas rocas. Al día siguiente, los padres habían encontrado su cuerpo y su sombrero enganchados en un
árbol. Trasladaron el cadáver al pueblo, y la joven llegó a su encuentro; al ver el cuerpo inerme de su prometido entonó un canto fúnebre, lleno de alusiones mitológicas, texto litúrgico de una nostálgica belleza.

El folklorista, al registrar las variantes que había podido recoger, se interesó por la fecha en que había ocurrido la tragedia: le respondieron que se trataba de una historia muy antigua, que había ocurrido “hacía mucho tiempo”. Pero, prosiguiendo su
investigación, el folklorista averiguó que el suceso databa de cuarenta años antes. Acabó incluso descubriendo que la heroína estaba viva todavía. Fue a visitarla y escuchó la historia de su propia boca. En realidad era una tragedia bastante trivial: su novio, por un descuido, cayó una noche por un precipicio; no murió al instante; sus gritos fueron oídos por unos montañeses que le transportaron al pueblo donde falleció poco después. Durante el entierro, su novia, junto con otras mujeres del lugar, había repetido las lamentaciones rituales acostumbradas sin hacer la menor alusión al hada de las montañas. Así habían bastado unos cuantos años para que, a pesar de la presencia del testigo principal, el acontecimiento se viera desprovisto de toda autenticidad histórica, para transformarse en un relato legendario: el hada celosa, el asesinato del novio, el descubrimiento del cuerpo inerme, el lamento, rico en temas mitológicos, de la prometida.

Casi todo el pueblo había vivido el hecho auténtico, histórico, pero ese
hecho, en tanto que tal, no les satisfacía: la muerte trágica de un joven en la víspera de su boda era algo diferente a la simple muerte por accidente; poseía un oculto sentido que sólo podía revelarse una vez integrado en la categoría mítica. La mitificación del accidente no se había limitado a la creación de una balada: se contaba la historia del hada celosa aun cuando se hablaba libremente, “prosaicamente”, de la muerte del novio. Cuando el folklorista llamó la atención de los habitantes del lugar sobre la versión auténtica, éstos le respondieron que la vieja, en su dolor, había olvidado, que casi había perdido la cabeza. El mito era el que contaba la verdad: la historia verdadera no era sino mentira. El “mito” no era, por otra parte, cierto más que en tanto que proporcionaba a la “historia” un tono más profundo y más rico: revelaba un destino trágico.

(Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Madrid: Alianza, 1972, pp. 49-51).

¿Cuál es el origen de la balada? ¿Recibe su significado de los hechos 'reales' de los que parte o de la distorsión mitificadora que se ha desarrollado a su costa?

Para Eliade (reverso de los evemeristas) el origen 'histórico' de cualquier leyenda, mito o ritual (el Arturo o el Agamenón históricos, si los hubo; la cena que, reentendida a la luz de los acontecimientos, se convirtió en la Última Cena) es accesorio. El verdadero sentido de los mismos reside en la manera en que responden a un tipo o arquetipo ahistórico.

No se trata de algo previo, anterior en el tiempo contado, sino exterior al mismo, situado in illo tempore, en un tiempo 'exterior' o sagrado que se renueva cada vez que se vuelve a contar un mito o a realizar un ritual. Salustio el neoplatónico apunta a lo mismo al decir de los mitos que «estas cosas no sucedieron jamás, pero son siempre». En fin (la antropóloga Penélope Ranera dixit), cada vez que ponemos en marcha el video o entramos en un cine o un teatro estamos ante un 'tiempo' que se actualiza pero que no 'ha pasado' definitivamente nunca.

Cualquier suceso puede cobrar significado trascendente, sacralidad, si se ve obligado a bailar al son de una coreografía mítica.

Sucede que este fenómeno está también detrás de algunos de los padecimientos más siniestros de la gente desde que hay mundo y tiempo. Recuérdese el aforismo: «No dejes que la realidad te estropee una buena noticia» y nótese lo cercano que está al proceso descrito por Eliade.

Imaginemos un pueblecillo (lo vamos a hacer también rumano) con malas cosechas, y niños malnutridos que mueren. Imaginemos a la misma viuda, ya un poco chocha, que vive retirada. Imaginemos que la gente empieza a murmurar que, con su vida rota, aislada de los demás del pueblo, la viuda se ha ido convirtiendo en alguien a quien se le ve poco y que tiene una mirada rara. Imaginemos, en fin, que la gente empieza a especular sobre los poderes de esa mirada, y lo pone en relación con lo que sucede. El hada mala no sólo mató a su prometido: es evidente que ha maldecido a la viuda, y la ha convertido en una bruja, una envidiosa. En algún momento de especial angustia (la muerte de un varón recién nacido), los ánimos se encrespan y los aldeanos van hasta la cabaña a dar su merecido a la bruja.

Otra imaginación, más lejana en el tiempo y con nombres propios. Atenas, siglo V. La guerra con Esparta ha ido todo lo mal que podía ir. La gente murmura que toda la culpa la tienen los sofistas, esos tipos que han enseñado a los jóvenes a pensar mucho y obedecer poco, a justificar cualquier cosa y a no respetar las leyes y principios heredados. La mayor parte de los sofistas no están a mano, o son intocables por una u otra razón. Pero está un tal Sócrates que parece tener más delito que nadie: por de pronto, si los otros son extranjeros, Sócrates es ateniense, y debería obrar como tal y no como adepto de modas extranjerizantes; además, los otros cobran por sus enseñanzas, pero el tal Sócrates anda soltando sus monsergas a todo aquel que quiera oírle, y su influencia nefasta se expande no sólo entre las élites, sino por todo el pueblo llano. Finalmente, surgen voces que sugieren que es hora de que este tipo pague por lo que ha pasado. Lo llevan a juicio, y en vez de declararse culpable, el tipo se reafirma en sus posturas y hasta dice que el Estado debería mantenerle a perpetuidad por sus buenas acciones para con el pueblo.

Y como no importan los hechos, sino lo que necesitamos ver en ellos para ponerlos en relación con arquetipos (aquí, el del farmakós o chivo expiatorio), ale a la hoguera o a la cicuta con la viuda y con Sócrates...

Una suerte que Platón dedicase su vida a no dar por buena la versión 'mitologizante' de la muerte de Sócrates; que en época de la caza de brujas hubiera algunas voces que pusieran en duda la realidad literal de los vuelos mágicos, los aquelarres y el mal de ojo.

miércoles, 1 de febrero de 2006

La divina autoestopista



Confirmado. En las islas Hawai hay una diosa, Pele, que se disfraza a veces de autoestopista. Se trata de una diosa del fuego, asociada a los volcanes de las islas. Su aparición anuncia siempre que el volcán está a punto de dar una sorpresa.

En 1926, Eliza D. Maguire incluyó esta historia en «Madam Pele’s Last Legend», un artículo publicado en la revista Paradise of the Pacific 39, pp. 89-92:

A finales del año 1925, algunas personas de los distritos de Kau y Kona sur tuvieron una visión. Una anciana, encorvada y débil, caminaba por el arcén de la carretera cerca de Kei, Kona sur, cuando un automóvil pasó a su lado sin saludarla. Pasó un segundo automóvil y tampoco le prestó atención alguna. Pasó un tercero: un Ford nuevo conducido por un joven japonés, y destinado a una familia de la que se decía que eran descendientes de la diosa Pele. Se detuvo y la saludó diciendo: ¡Aloha! Luego le preguntó: ¿Adónde va usted? Ella respondió citando un lugar próximo a aquél al que el muchacho llevaba su Ford nuevo. Él le dijo: Suba y la llevaré. En el camino, vieron a los dos coches que habían pasado junto a la anciana ignorándola bloqueados en el arcén con algún problema. La anciana sonrió cuando los alcanzaron. Cuando ya estaban cerca de su destino, el conductor se dirigió a la anciana diciéndole Mi viaje ya se termina, pero si va usted más lejos, la llevaré. Al no recibir respuesta, se dio la vuelta y encontró el asiento vacío. La vieja había desaparecido. Cuando el conductor japonés le contó la historia a un hawaiano, éste le aseguró que la anciana no podía ser otra que Pele, la Diosa del Volcán. (cit. aquí).

Hay muchas historias similares, en las que Pele castiga a los conductores egoístas que no se paran a recogerla, mientras que confraterniza alegremente con los que sí lo hacen, pidiéndoles (como buena diosa del fuego) cigarrillos de marca y cerillas y tomando a veces un buen trago de ginebra sin hielo. Cuando no hay cerillas, enciende el cigarrillo con un chasqueo de sus dedos. Si tiene mucha prisa, aunque el coche pase sin recogerla, aparece de repente en el asiento de atrás, dando un susto de muerte al conductor.

La leyenda de Pele conectan con otras en las que Cristo o la Virgen se aparecen de incógnito a los mortales para probar su bondad (una sana costumbre que también tenían Júpiter y su heraldo Mercurio). Como vemos, el comportamiento del mal conductor, que se niega a auxiliar al necesitado, nunca queda sin castigo. A veces parecería que la Autoestopista trabaja para la mismísima Dirección General de Tráfico, como en esta historia recogida en el instituto Enrique Tierno Galván, de Leganés (Madrid), en el 2001 por Natalia Alcañiz Velasco (que, por lo demás, es una de las versiones más originales de la leyenda):

Una noche en Rosario (Argentina), enfrente del cementerio «El Salvador», un chófer de [la] línea 114 iba conduciendo medio dormido; de pronto ve, impotente, cómo una chica se le cruza velozmente frente al coche, y éste la arrolla. El chófer, asustado por lo sucedido y lo tétrico del lugar, decide retroceder, esquivar el cadáver de la chica y escapar. Luego de unos minutos de ir a toda velocidad y no detenerse en sus paradas normales, completamente histérico, ve por el espejo retrovisor que la chica que había arrollado está sentada en el último asiento, mirándolo fijo y llorando. (José Manuel Pedrosa, La ciudad oral. Literatura tradicional urbana del sur de Madrid. Teoría, métodos, textos, Madrid: Comunidad de Madrid, 2002, p. 146).

El mensaje principal (precaución, amigo conductor) aparece de forma recurrente en muchas leyendas, que poco a poco se alejan del tipo de la Autoestopista. En el mismo libro de Pedrosa, La ciudad oral, se recoge esta otra, magnífica también:

Las gemelas

Una mujer, después de tres abortos, tuvo gemelas. Siempre iba con ellas al colegio, pero una vez no pudo acompañarlas y les dijo:
—Daos la mano y cruzad la carretera juntas. Pase lo que pase, no os soltéis.

Con tan mala suerte que un coche las atropelló. Después de esto, la mujer volvió a quedarse embarazada, y quiso el destino que volviera a tener gemelas. Nunca las dejaba solas y, un día, cruzando la carretera las niñas dijeron a su madre:

—Cuidado, mamá, que allí fue donde nos atropellaron.
(recogido por Noelia Areces, del instituto Arquitecto Peridis, Leganés; Pedrosa, op.cit., p. 147).