sábado, 21 de enero de 2006

Conociendo a Abraxas


El camino del saber es el de la constatación: por aquí pasó, éstas son sus huellas. Es obvio que ahora estará en otra parte. Entrenamos al cazador, pero sólo el hambre (de un orden u otro) podrá llevarle hasta su presa. La enseñanza obligatoria de la literatura está atrapada en esta galaxia: dar pan al inapetente, tirar de la lengua del mudo. Cuando brota la sangre, el milagro nos cura (nos enferma) de espanto.

He vuelto a leer Demian, de Herman Hesse. Mientras lo hacía, el adolescente que fui salía y entraba de la habitación, como un hermano pequeño, capaz aún de escurrirse por el hueco prohibido de la alambrada. No es el menor acierto de Hesse que su novela vacune contra toda nostalgia estéril: la arqueología pagana de Pistorius, el niño Jesús en almíbar, el cerveceo juvenil (cuya añoranza tortura al burócrata). Los dioses están en Homero, pero aún más en los sueños de esta noche. Sin éstos no habría aquél. El escándalo que produce en los libros de Jung o de Róheim que un texto del Enuma Elish vaya seguido por la pesadilla de un esquizofrénico, que E.T.A. Hoffmann resulte autoridad tan fiable como Pitágoras. A los que cierran esclusas les perturba esta constatación de la continuidad, ese hilo incestuoso que une y cose los mundos presumidamente estancos. En El ente dilucidado, el padre Fontelapeña sostiene que los duendes nacen de los vapores que se acumulan en sótanos o desvanes poco ventilados. Puede ser. Pero ese duende es sólo un noúmeno. La ventilación, la apertura inesperada de puertas, es la que provoca el libre tránsito de espíritus, su manifestación. Archivos ejecutables. Abrir un libro —y que éste empiece a leerte.


1 comentario:

Joselu dijo...

Recuerdo a mis dieciocho años en Zaragoza la impresión deslumbrante que me produjo Esperando a Godot de Samuel Beckett. Yo no conocía al autor. Me sonaba ligeramente la obra de Godot. La pedí en una biblioteca pública de una caja de ahorros. Aún conservo esa sensación de cuando el libro empezó a abrirse y a leerme. Estuve dos horas trasvalsado, en la realidad alucinante de Vladimiro y Estragón. El libro me dovoró. Nunca he querido volver a leerlo. Aquella lectura me bastó. Temería que el peso de los años cambiaran mi lectura ansiosa y prodigiosa.