martes, 16 de enero de 2024

Coprofundis (Camilo de Ory)

Puede ser Pop Art de ‎texto que dice "‎pezdeplata LOYE 비스U트 س 0 ith 3 Camilo de Ory COPROFUNDIS Crónica de un cautiverio en Soto del Real Colección 17 LA RISA FLOJA‎"‎

 

No suelo leer libros 'de humor', pero he hecho una excepción con este de Camilo de Ory, y en buena hora. Haciendo realidad las fantasías de sus haters, el bueno de Camilo ingresa en la cárcel de Soto del Real para pagar por sus inmundos chistes sobre niños muertos. Empieza ahí una novela-diario que es un homenaje múltiple: al 'De profundis' de Wilde, del que toma y adapta el título; a las pelis de cárceles y escapatorias; al cine quinqui y a nuestra mejor literatura picaresca.
 
La figura enigmática de un leprechaun (cuya identidad todos sospechamos) le acompaña (sería mucho decir que le guía) en sus aventuras por el talego (afortunadamente ficticias, pero de un realismo impecable), que incluyen observaciones agudísimas sobre la religión (memorables las correspondientes a los aleluyas, los católicos y los islamistas), las relaciones de poder (tanto con las autoridades oficiales, como el director de la cárcel y sus funcionarios, como con las oficiosas, aún más temibles y arbitrarias: los kíes) y el ambiente anal y naif de la cárcel. 
 
A través de las figuras del educador y la psicóloga de la prisión, Camilo deja claro que sabe cómo lo ven los que lo odian, y que, con bastante razón, los desprecia hondamente. All in all, es uno de los mejores libros que he leído en mucho tiempo (y de los más informativos sobre diferentes aspectos de la realidad, tanto del talego como de la sociedad en general), y sin embargo tengo la sensación de que se le ha hecho el vacío: no he encontrado reseñas, ni buenas ni malas, en la Red. Así que yo les animo a vencer cualquier resistencia que tengan y entrar en el mundo de Camilo. Si no salen deseando invitarle a una caña, yo les invito a dos. (Aunque no se las merezcan.)

jueves, 26 de enero de 2023

Un cuento de Dani

 Mi amigo Dani ganó hace algunos años un premio con este relato. Va hoy por Vds.

*

 E.A.

 Fantasma piano – La Exuberancia de Hades

    Prefiero, antes que el barullo indigno y el asfalto ardiente como un sol negro,

     la oscura tranquilidad de una noche con luna

     o el frío de bordes de cuchillo en las noches sin ella.

 

     Lo prefiero.

     Ondulante,

     Siguiendo al pie la traza negra, prefiero la veloz montura del color del carbón, que lleva en su piel el estigma dorado de cada ente solo. Lo prefiero.

     Y prefiero la cadencia cuando ruedas tras la estela del Icaro; o aquellas veces en que el silencio acompaña la oscuridad total,

     y tú, por tu almena de castillo medieval,

     te pierdes;

     por los canchales que fueron lápidas, te pierdes;

     y por el desagüe, junto a la noche y junto a mis sueños.

     Como una herida, como un disparo perfecto y olvidado, atraviesas los dominios de tu cómplice de azabache.

     Es una nueva sensación al dar las doce por el cuco mas ingenuo...

     Al dar las doce,

     vuela por el circuito contra el reloj que mide la eternidad con granos de arena. De puntillas. En silencio.

     Y haz tu ronda, inaccesible, en el sereno reposo de los fantasmas.

 

                 ____________________________

 

     Antes de llegar a esta casa, recuerdo que mi vida era una tira de asfalto pegada al suelo con super glue tres. Eso era antes de llegar a esta casa.

     Justo justito antes, si me apuras, mi vida era un minuto y pico, mi edad era un minuto y pico, un pico pequeñín, de diez segundos y algunas décimas. Y las décimas eran lo más importante de mi vida.

     Llevaba una existencia intensa, porque la tira de asfalto pegada al suelo con super glue tres, de pronto se despegaba, y se ponía a bailar y a serpear como una serpiente, y a bailar como una puta árabe, y a culebrear como una culebrilla o como un reguerillo de agua. Yo estaba tan cerca que podía tocarla con extender el brazo. Pero yo no la tocaba, yo sólo la veía bailar muy asombrado y con un pelo de respeto, porque algunas culebrillas tienen el veneno jodido cuando muerden. Además, a mí que se me contagia casi todo, se me contagiaba aquel ritmo por dentro de una manera particular: yo movía eléctricamente las manos, muchos movimientos circulares como si agarrara el contorno de algo, y después la mano hacia atrás, así y así, y entonces otra vez los movimientos circulares. También meneaba la cabeza hacia los lados, e imperceptiblemente las piernas.

     Todo esto, repetido unas cien mil veces, había llenado por completo el minuto y pico de mi vida antes de llegar a esta casa.

     Y un día cualquiera, mientras me solazaba mirando el asfalto bailarín, el mundo empezó a dar vueltas delante de mí. Giró y giró hasta hacerse una espiral, y yo vi claramente como mis ojos se agrietaban y el humor vítreo se escapaba de ellos. Después todo fue oscuro.

     Mas después me desperté y por dos razones quedé sobrecogido: que la tira de asfalto ya no estaba conmigo fue la primera. La segunda, la terrible, fue que yo era viejo como un árbol, tan viejo como el vino viejo o como Robinsón Crusoe; varios minutos de viejo, acaso una hora.

     En esos instantes de turbación y tristeza se acercó de no sé donde un tipejo delgado y amarillo, flacucho y cetrino, de ojeras profundísimas, y me dijo:

     - Elio, Elio, mi buen Elio, no te aflijas. Mira que casa tan bonita. - Y en tanto me hablaba sus manos habían separado las ramas de los setos y yo pude ver la casa.

     Era una mansión de tres pisos, toda de blanco, creo que es de mármol pero no estoy seguro porque hasta que llegué aquí no conocí otra piedra que el asfalto. Tenía columnas adosadas y arcos, muchos arcos con archivoltas y parteluces y estatuas en cueros. Tenía escaleras, y escalinatas y barandillas, y un cenador precioso justo en mitad del jardín anglo-francés que la rodea. Tenía una azotea, un observatorio, una alfombra de quinientos metros, un pasillo que asciende circular desde el sótano a la azotea, un pasadizo secreto, un juego de candelabros y una lámpara de araña. Tiene más cosas pero no quiero decirlas.

     Ahora vivo aquí y soy inconcebiblemente viejo. Echo de menos un piano. Hay un clave en el gabinete naranja, pero está un poco cascado. No he vuelto a ver a nadie desde que el tipo delgado y amarillo se esfumó. A veces también echo de menos un amigo.

     Pero en conjunto yo estoy bien aquí. Por las mañanas me despierta un gallo versado en el arte de no dejarse ver. Me aseo en la fuente y después exploro el jardín (del que he llegado a pensar que es infinito), o busco en mi casa un gabinete nuevo, de otro color, con sorpresas nuevas, con un piano quizás, o con un amigo.

     Desde que descubrí el circuito las tardes las paso siempre allí, girando y girando sobre la superficie de adoquines, montado en un coche invisible que no me puedo explicar. Es un coche que no existe, pero existe. No se le puede buscar, ni esconder, ni hallar, ni perder. Yo bajo al circuito, me sitúo en la pista y de repente sé que estoy dentro de él. Entonces empezamos a girar y pasamos la tarde girando y girando, y llega el alba. Yo no veo el coche, el suelo corre veloz bajo mis pies, no veo el volante ni la caja de cambios, pero los veo. Así hasta que es de noche y el sol sale por la copa de los árboles. Así hasta que decido volver a casa, veinticuatro horas más viejo.

     Y me acuesto, y sueño con la cinta de asfalto de mi juventud, y empiezo a recordar vagamente que mi nombre es Elio de Angelis y soy piloto de fórmula uno, pero ya no ejerzo porque estoy muerto.

lunes, 25 de julio de 2022

Páramos salvajes

 

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Acabo de ver el documental de La Polla Records. Lo empecé con dos prejuicios en mente: uno, que si vive lo bastante, todo punk acaba haciendo las paces con el jipi que lleva dentro. Otro, que a pesar de su lema 'No More Heroes', el punk necesita héroes, tipos carismáticos a los que admirar e imitar (Evaristo, en este caso).

El documental confirma en lo esencial ambos. Evaristo, hombre de campo, habla con los árboles, piensa que somos 'gente de bosque', se siente feliz en las tierras altas, entre animales y pedruscos. Y sueña con reunirse con los suyos alrededor del fuego (como Joe Strummer, el de los Clash, que acabó haciendo de esas fogatas su última Thule).
 
La Polla son un grupo democrático, pero Evaristo es la cabeza pensante, el letrista, el frontman. Los demás mueren o lo dejan, pero él permanece. Evaristo con tres chavales de veinte años seguiría siendo La Polla, y los fans lo aceptarían. El documental gira en torno a su infancia, su familia, su hábitat, sus imperdibles, sus pendientes, sus ocurrencias. En una ocasión dijo que no le interesaban las historias sobre 'el rey Arturo y su cuñao'. Pero él es el rey Arturo de este Camelot, con su Ginebra, sus churumbeles, sus caballeros y sus fans, esos súbditos felices e incondicionales que corean sus canciones buenas (las antiguas) y las grimosas (casi todas las recientes) como si de verdad no notaran la diferencia entre ellas.
 
El documental dura hora y pico, pero podría durar tres, o media. No se entra en ningún momento en el melón del rock radikal vasco y su compromiso (complicidad, más bien) con los etarras y sus profetas, los batasunos. Tampoco se le pregunta por sus relaciones con Eskorbuto y otros grupos, con Siniestro Total, con los punkarras de la Movida. Es como si los autores de la película tuvieran pocos temas de conversación y lo fiaran todo a la labia de Evaristo, que hace el hombre lo que puede, pero se repite más que el ajo y por momentos se diría como un poco avergonzado de tener que seguir haciendo de sí mismo, tal guitarrista sexagenario de AC/DC en uniforme de colegial u Ozzy Osborne chupando murciégalos. 
 
Al final, si fuiste punk, pues eso te queda. Tres o cuatro canciones que resisten el escrutinio y el cuento un poco pesado de la herocidad ejemplar e insobornable. Yo me quedo con el rey Arturo. Tiene mejores películas.

jueves, 9 de diciembre de 2021

Los Secretos de Ana Curra

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He leído estos días dos memorias del pop nacional: Siempre hay un precio, de Álvaro Urquijo, y las Conversaciones con Ana Curra de Sara Morales. Ambos son libros notables y están vinculados de algún modo. Aunque Curra confiesa que encontraba a los Secretos ñoños e insignificantes, los Pegamoides estuvieron en el homenaje a Canito, el batería que acompañaba a los Urquijo en Tos, acto fundacional de la Movida, y ensayaban en los mismos locales que ellos, en Tablada. Unos y otros conocieron los horrores de la adicción y de las muertes tempranas (Canito y su sustituto, Pedro; Eduardo Benavente; y más tarde, ya talluditos pero aun así jóvenes, Enrique Urquijo y Carlos Berlanga). 
 
Para mí no es sencillo establecer qué busco en estos textos. Creo que, como filólogo, estoy educado para buscar el contexto de las canciones que amo. Si pudiera, me gustaría entender cada guiño, cada fuente, cada diálogo con otros textos u obras de arte. Es una sed infinita; aunque puedo imaginar que algún día todo eso deje de interesarme. No será pronto.
 
Pero hay algo más. Un deseo más profundo, más infantil, de establecer un contacto no solo con las canciones, sino con el estado de alma del que emanan; algo que trasciende la mera comprensión, y tiene más de comunión con lo frágil y escurridizo (pero innegable y triunfante) que hay en las buenas canciones. 
 
En fin. Para mí estos libros se quedan siempre cortos en información de calidad sobre las canciones y sus coordenadas técnicas (armonía, melodía, ritmo, timbres; métrica, estructura, arreglos) y vitales (propósito, referentes, percepción del autor y su entorno).
 
Luego está aquello que no busco, pero encuentro y valoro. Estos libros contienen también casos prácticos muy ilustrativos sobre lo complejas que son las relaciones humanas: son historias de camaradería y rivalidad, de fidelidad y traición, de hermandad y desencuentro. Hay parejas fascinantes: el libro de Álvaro tiene tanto de declaración de amor a su hermano como de ajuste de cuentas con él. Ríanse de Paul y John, en lo que a tiras y aflojas se refiere, dependencia mutua y rivalidad desaforada. El libro de Ana Curra es en parte un relato de sus hombres (y sus muertes), todos ellos brillantes, fogosos y trágicos. A veces nos parece estar leyendo la historia de Venus y sus desdichados amantes. Con la importante diferencia de que Ana, aunque sea en cierto sentido una diosa (o al menos una bruja, en un sentido castanédico y junguiano), una suma sacerdotisa del punk gótico, se muere también un poco en cada una de esas muertes, como personilla de carne y hueso que también es, y que lleva como puede una vida accidentada e intensa, compatibilizando la docencia en el Conservatorio de El Escorial (donde es profe de piano) con los descensos a los poblados de la droga o de la selva amazónica y chamánica.
 
Su libro, ya digo, tiene mucho amor y muerte. Pero no faltan tampoco los emparejamientos complicados con otras personas: especialmente con Olvido (Alaska), con la que tanto la une y la separa; y con Berlanga, enemigo de la vena siniestra que Ana potencia dentro de los Pegamoides.
Hay, en fin, en ambos libros mánagers y discográficas voraces, anécdotas y accidentes de carretera, caídas y ascensos, farmacia y hospitales. Todo servido con una clara voluntad de llegar hasta el final, sin ahorrar pormenores sórdidos, y sin esconder, llegado el caso, la parcialidad: en el caso de Álvaro, contra los Problemas, el grupo paralelo a los Secretos con el que Enrique les ponía los cuernos; en el caso de Ana, contra la familia de Eduardo, y en especial su hermano, que la culpa del accidente en que muere este y al que ella presenta como un aprovechado que "se apodera del micro" en los ensayos de Parálisis Permanente (que se hayan publicado maquetas donde canta él indica que la cosa debió de ser bastante más compleja).
 
Son, en fin, relatos de poder y desvalimiento. Ambos son artistas orgullosos de su trayectoria y de permanecer en activo; pero también ligados a muertos carismáticos un tanto omnipresentes, que al quedar divinizados por la muerte se han salido, en cierto modo, con la suya, con el quesito grande del Trivial. El glamour del héroe caído siempre es mayor que el del superviviente, aunque bien mirado sea este quien merece nuestra empatía. Él nos da el libro, o sea, su memoria, para que fisguemos y comprendamos. En el caso de Ana, la entrevistadora, Sara Morales, se merece al menos la mitad de esa gratitud, por la limpieza e inteligencia con que sabe preguntar y conducir la conversa.

lunes, 22 de noviembre de 2021

Para Antonio Escohotado

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There's a lady who's sure
 (para Antonio Escohotado)  
 
Siempre parecen nuestros los que juegan,
los que cruzan bailando el velatorio
y hablan de lo divino como forma
más honda de lo humano. Así este Antonio,
capitán general de los dormidos,
filósofo del ocio y el insomnio.
De la piel para adentro vive ahora
su memoria, fantasma volteriano.
Quién hallara su alijo, quién la clave
de su lengua, ganzúa plateada
que abre todas las puertas del comercio.

miércoles, 7 de abril de 2021

Cuando muera la Muerte


Eran dos textos esotéricos: uno ficticio, otro real. No sé cuál descubrí antes. El real (y, cronológicamente, el segundo: se publicó en 1926) era un libro de Roso de Luna, de título deslumbrante: El libro que mata a la muerte (o Libro de los jinas). Como todos los libros del sabio extremeño, es una exposición de la doctrina teosófica de Madame Blavatsky (aquella abuela rusa de la Nueva Era que recientemente ha recuperado, como personaje de ficción, la gran Pilar Pedraza, en su novela Lucifer Circus); pero, como también es marca de la casa, Roso no se limita a resumir o divulgar a su maestra, sino que con toda libertad interpreta en clave teosófica todo tipo de materiales, incluyendo algunos rabiosamente castizos. (Los jinas, por cierto, son los djinn, los genios de las Mil y una noches; que Roso emparenta e identifica con las anjanas de nuestro folklore septentrional.)

El otro texto es ficticio: lo cita por primera vez H. P. Lovecraft en su cuento La ciudad sin nombre (1921) y es el pasaje más famoso del grimorio prohibido por excelencia, el Necronomicón de Abdul Alhazred. Habla de Cthulhu, el dios que duerme bajo los aguas en su ciudad de R'lyeh, bajo el sello que los Dioses Arquetípicos colocaron sobre él para adormecerlo. Como asegura el cántico de sus seguidores, los Profundos, en su casa de R'lyeh, el difunto Cthulhu duerme, pero sueña (Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn) —y llegado el momento volverá a la superficie; pues

No está muerto lo que puede yacer eternamente

y con los evos extraños

también la Muerte puede morir.

(Un tercer texto, este más rabiosamente esotérico aún, apareció más tarde ante mis ojos: hablaba del Troum, La mente universal que duerme y sueña; y algo hay en esa imagen tanto del legamoso Cthulhu como del Rey Rojo al que Alicia ve dormido en la segunda parte de sus aventuras —y que resulta estar ocupado soñando a Alicia.)

Muertes que mueren, muertes a las que alguien mata. En una palabra, que reúne la muerte y su negación: inmortalidad, ambrosía, athanasía (y los nombres propios correspondientes: Atanasio, Ambrosio; y el crepuscular Immortus). La paradoja nos envía, pues, a la promesa principal de la religión: moriremos, sí, pero esta muerte nuestra también morirá a su debido tiempo, y entonces viviremos una segunda vez, de mejor e inmortal manera.

En particular, la Resurrección de Cristo es el prototipo de la resurrección general que tendrá lugar al final de los tiempos. San Pablo, su divulgador, se dirige desde ella a la Muerte, en memorable pregunta retórica:

 ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? (1 Cor 15: 55)

Y anuncia que cuando Cristo vuelva y venza sobre sus enemigos, el último de ellos en caer será precisamente la Muerte:

 Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. (1 Cor 15: 25-26).

Para aquellos que, con Nietzsche, aborrecen la idea de una vida vivida a medias o desvivida por completo por mor de lo ultramundano, la idea de una muerte de la muerte no carece, empero, de sentido, aunque tiene otra lectura muy distinta. Por la vía de Epicuro, se llega a una formulación impecable: dado que no hay otra muerte, mientras aún vivimos, que la muerte de otros (incluido la de ese otro que es la imagen que nos hacemos de nosotros mismos muriendo), la liberación de la Muerte (la muerte de esta) pasa por el olvido de la misma. La petit mort que es el orgasmo, el morirse de gusto, es una muerte (en vida) de la muerte; y con ella, de su misma familia, esas sensaciones oceánicas en las que, muerto el ego, se acabó con él la rabia (el miedo de ese ego a su propia destrucción, que, como el héroe que intenta en los mitos escapar a su destino, no puede sino precipitarla). Mucho tuvo que ver la lucha titánica de Agustín García Calvo (o ¿Agustín García Calvo?, como él prefería firmar en sus últimos años) con esta idea de que es precisamente la creencia en la cárcel, el límite, la muerte la que nos mantiene presos, definidos, mortificados.

No dejaban tampoco las religiones antiguas (ni dejan algunos de sus ecos en las sectas modernas) de prometer y cumplir una muerte en vida de la muerte a través de rituales de transición en los que el iniciando destruye su identidad para proceder después a recomponerla. Algo así se busca hoy (y se encuentra) en la química ceremonial del LSD, de la ayahuasca o de los hongos mágicos —a la que debemos, en gran medida, que el mundo amortecido de los 50 pasara a mejor vida en los exuberantes 60-70. Una vida de la que aún vivimos en cierto modo, como el buen Agustín confesaba vivir aún de la rebelión estudiantil por la que se dejó arrastrar en aquellos años.

Una última nota, en fin: la imaginería de la Muerte que muere va unida, como se habrá visto, a la que concibe la vida como un sueño. La muerte puede presentarse como una salida individual de ese sueño (salimos de esta realidad e ingresamos en otra; como nos sucede al despertar); pero también cabe la idea de que sea una entidad divina, superior a nosotros, quien duerme, constituyendo nuestra existencia el tema (o uno de los temas) de sus ensueños. Nuestra muerte sería un accidente de nuestra persona, una peripecia más de la historia; pero cuando ese Durmiente despierte, tanto nuestra vida como nuestra muerte (su sueño) quedarán trascendidos como ilusiones.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Al muy prepotente

Archivo:Las ccc de Juan de Mena.jpg - Wikipedia, la enciclopedia libre

 

Soy mi propia oposición. Hoy estaba explicando en clase que, mientras que cuando leemos la poesía popular medieval (pongamos: 'Amor loco: / yo por vos, / y vos por otro') nos sentimos aludidos, la sentimos vigente porque los conflictos que plantea siguen siendo los nuestros, cuando leemos el Laberinto de Fortuna de Juan de Mena nos sentimos en territorio casi alienígena: su servil adulación al monarca, su engolado despliegue de erudición, su verso de arte mayor, todo suena artificioso e infinitamente lejano de nuestro corazón. 

Si alguna vez vais en Metro o autobús, les he dicho, es posible que encontréis gente leyendo a Machado, a Lorca; quizá a Elvira Sastre o Marwan; a lo peor, a Risto Mejide. Pero si vuestra vida dependiera, por un capricho de la divinidad, de la siguiente maldición: que el día que encontréis a alguien leyendo por gusto a Juan de Mena o a Meléndez Valdés, y solo ese día, moriréis, podríais vivir seguros de alcanzar los mil años. 

Y entonces una fuerza incontenible me ha llevado a añadir: Salvo que vosotros decidáis ser ese lector imposible, recrearos en lo irrecreable, hacer suceder lo que la ley de la probabilidad niega como prácticamente imposible. Y aún más: O sea, a hacer ese tipo de cosas por las cuales tendría sentido que uno estuviera vivo, pues nadie más las haría, y eso os volvería irrepetibles, distintos a una multitud uniformada en sus gustos y en sus actos en la que la muerte o no de una persona nada cambia, pues nada especial se perdería con ella... 

Me miraban divertidos. No leerán a Juan de Mena (yo tampoco), pero igual esto de cubrir los márgenes de la probabilidad, explorar lo gratuito y lo inusitado, sigue teniendo algún público, any takers. Cometido queda.